La muerte suele ser una sorpresa cruel, pero en el caso del cineasta Fabián Bielinsky, fallecido ayer en San Pablo, Brasil, a los 47 años, de un ataque al corazón mientras dormía (al cierre de esta edición, sus familiares y amigos, incluyendo a Ricardo Darín, llevaban a cabo los penosos trámites para recuperar el cuerpo), parece un ensañamiento. Con apenas dos largometrajes, el director de Nueve reinas y El aura tenía una promisoria obra por delante, ahora injustamente trunca. Caso raro el de Bielinsky: en un cine como el argentino, cada vez más polarizado entre la obra de autor y el producto crasamente comercial, siguió una línea propia, equidistante, que encontró al mismo tiempo el reconocimiento del público y la crítica, en su país y en el exterior, donde su reputación cotizaba alto. Más de una vez recibió el llamado de sirena de Hollywood, pero lo desoyó sistemáticamente, porque entendía que sólo iba a poder desarrollar la identidad de su cine mientras filmara en su país y en su idioma.
Cuenta la leyenda que Bielinsky (porteño, nacido el 3 de febrero de 1959) se vinculó con el cine hacia 1972, cuando a los 13 años formó parte del grupo de cine del Colegio Nacional de Buenos Aires y filmó su primer corto en Súper 8, Continuidad de los parques, adaptación del inquietante cuento de Cortázar. Para cuando terminó el secundario, corrían tiempos difíciles: la dictadura estaba en su apogeo y el cine argentino se reducía a Olmedo y Porcel y comandos azules. En esos años de plomo, sin embargo, Bielinsky tenía muy clara su vocación (nacida en las sombras del Lido de Belgrano, donde veía con su padre programas dobles de cine norteamericano) y se inscribió en lo que por entonces se llamaba Centro Experimental de Realización Cinematográfica (escuela oficial del Incaa), donde se recibió en 1983, de la mano del legendario crítico Roland, con un cortometraje redondo, pulido, que ya hacía prever su pulso, su rigor y su preferencia por un estilo narrativo de construcción clásica.
Se trataba de otra adaptación, La espera, sobre el cuento de Borges, protagonizado por Héctor Bidonde y Guillermo Battaglia, con el cual estuvo a punto de concursar en Cannes, si no hubiera sido porque la copia se perdió en el camino. Un mes después tuvo su revancha: ganó el primer premio del Festival de Huesca, en España, y desde allí el film viajó por el circuito de festivales, donde en la mayoría terminó premiado. La democracia había terminado con la censura, en la dirección del Instituto ya no estaba sentado un comodoro sino Manuel Antín y la producción reverdecía... Pero Bielinsky no se apresuró a presentar un proyecto de largo, como tantos. Prefirió seguir –a la manera de los viejos tiempos– con los peldaños que imponía la industria del cine a sus técnicos. Fue así como entre 1986 y 1996 trabajó como asistente de dirección de Miguel Pérez (La república perdida 2), Carlos Sorín (Eterna sonrisa de New Jersey), Marco Bechis (Alambrado), Eliseo Subiela (No te mueras sin decirme a dónde vas) y Mario Levin (Sotto Voce), entre otros. También fue guionista (La sonámbula, de Fernando Spiner) y se ganó la vida trabajando en publicidad (fue la mano derecha de Wim Wenders cuando el alemán vino a dirigir la publicidad de Mégane), mientras escribía y reescribía un guión que hablaba de un mundo de fulleros, tramposos y estafadores. Más de una productora ignoró ese libreto, incluso Patagonik, que terminó financiando el proyecto cuando Bielinsky ganó por varios cuerpos un concurso de guión organizado por la misma empresa que antes lo había rechazado. Se trataba de Nueve reinas, estrenada en agosto de 2000 para sorpresa de todos, al punto que la película no llegó a entrar en los festivales de ese año y tuvo que esperar al siguiente para hacerse apreciar en el exterior.
Desde un comienzo, en los primeros cruces de esos dos personajes de la marginalidad porteña, en la progresiva tensión que generaba el relato, se intuía un film argentino infrecuente: preciso, seguro, bien contado, con un guión complejo y a la vez de una rara concisión y una puesta en escena límpida, transparente, sin tropiezos. Casi dos horas después, cuando la película se cerraba con la contundencia de un cuento consumado, esas virtudes seguían siendo las mismas, lo que convirtió a la ópera prima de Bielinsky en un debut tan asombroso como cada una de las vueltas de tuerca –y no son pocas– de la trama.
La película permitía, además, múltiples lecturas, lo que la hacía particularmente rica, sustanciosa. Por un lado, a nivel narrativo, Nueve reinas se identificaba con sus personajes, en la extraña, contradictoria fascinación que son capaces de ejercer los “cuenteros” en tanto fabricantes de una ilusión; ilusión a la que, a su vez, siempre aspira el cine. Por otro, Nueve reinas se conectaba con la realidad más inmediata, sin la obligación de bajar línea, arrojar panfletos o enarbolar discursos. Ese universo conspirativo que construía el film, ese laberinto de taimados, farsantes y embusteros no era otro, claro, que el de la Argentina de Menem, llevada a un extremo casi paródico. “¡Esto está lleno de chorros!”, se quejaba nada menos que Marcos (Darín). “¿Será igual en todos lados? Estamos jodidos acá.”
En esa línea, no deja de ser interesante poner al film de Bielinsky al lado de otros importantes debuts del llamado nuevo cine argentino, que también se vinculaban de manera muy intensa con una realidad del país. Nueve reinas no tiene la urgencia de Pizza, birra, faso, de Caetano y Stagnaro, ni la sensibilidad de Mundo grúa, de Pablo Trapero, ni el misterio de La ciénaga, de Lucrecia Martel. Pero a cambio propone un preciso mecanismo narrativo (en la línea del primer Aristarain), de una gran profesionalidad, capaz de comunicarse de manera directa con el espectador sin necesidad de facilismos o guiños televisivos, sino con las armas más nobles del cine clásico. Tras su paso por el festival de Toronto, en septiembre de 2001, Hollywood empezó su tarea de seducción: Sony, Universal y Fox lo tentaron una y otra vez, pero ni siquiera la debacle del país tres meses después lo impulsó a aceptar la oferta. “No querría que las dos primeras películas que haga fueran la misma, es como no avanzar”, declaró cuando le ofrecieron hacer la remake de Nueve reinas, que terminó produciendo en 2004 Steven Soderbergh, con resultados muy por debajo del original.
Para entonces, Bielinsky ya tenía perfeccionado un nuevo guión, “un thriller psicológico, bastante más oscuro, sin el aspecto humorístico de Nueve reinas, la tentación de un hombre honesto por pasarse del otro lado de la línea”, en sus propias palabras. El aura, uno de los estrenos argentinos más esperados de los últimos años, volvió a sorprender, pero esta vez por la severidad y el rigor de su propuesta. Cuando Bielinsky tenía todo servido en bandeja –éxito masivo de su primer film, generoso respaldo de producción, una estrella en su apogeo como Darín– prefirió darle la espalda a la taquilla fácil y entregar un film umbrío, hondo, complejo, sin concesiones. Con su estela de violencia, traición y muerte, El aura puede considerarse como uno de los mejores policiales del cine argentino, un film noir ambicioso, taciturno, grave, con el que Bielinsky no sólo resistió la tentación de hacer TV en pantalla grande, sino también la de convertir a su película en una tarjeta de presentación para mostrar a las puertas de Hollywood.
Y no sólo en Hollywood. La sequedad de sus personajes, el clima ominoso que preside la película y la ambigüedad de su final le costaron caro a El aura en San Sebastián, donde crítica y jurado suelen estar acostumbrados a un cine más pasteurizado y accesible. Por el contrario, las dos asociaciones de críticos que tiene Argentina coincidieron en considerar a El aura como la mejor película nacional de 2005 y el lunes, justo antes de viajar a Brasil para iniciar un casting, se llevó seis Cóndor de Plata, entre ellos al mejor film y al mejor director. En todo caso, el secreto de Bielinsky –casado, padre de un hijo de once años– es que no filmaba para los premios ni para el público. “Hago la clase de película que siempre me gustó ver”, decía. Las mejores.
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