Hay instrumentos ligados a ciertos géneros de manera casi obligatoria: los bronces y el jazz; la guitarra eléctrica y el rock. Pero ninguna relación es tan fuerte como la que hay entre el bandoneón y el tango. Podría decirse que cualquier sonido de ese instrumento evoca al tango y que cualquier tango hace pensar en el bandoneón, aun cuando no haya ninguno tocando. Sin embargo, hay una excepción. Y se trata, prácticamente, de un género único y encarnado en una sola persona: Dino Saluzzi. Si bien sus raíces están en la tradición del tango y, también, en una herencia menos notoria, pero igualmente significativa, que viene de la utilización del bandoneón en los grupos folklóricos de Salta y Santiago del Estero, el estilo de este salteño que pasó, en Buenos Aires, por la orquesta de Gobbi y que saltó, más adelante, a ser la figura más atípica del jazz europeo, tiene un poco de cada una de ellas, pero no se parece definitivamente a ninguna.
Desde que en 1982 el sello alemán ECM editó Kultrum, su primer disco de improvisaciones a solas, el nombre de Saluzzi fue convirtiéndose en inevitable a la hora de pensar en los creadores más originales dentro del campo de la música artística de tradición popular. Parte de esa originalidad tiene que ver con su propio estilo, con la manera de encontrar una organización más ligada a la idea de la travesía, de la improvisación en un sentido estricto –la posibilidad de detenerse o desviarse de un discurso o de unas células temáticas– que a cualquiera de las formas más habituales al jazz, con sus secuencias más o menos fijas de acordes y sus estructuras más bien simétricas. Y parte de lo que hace única a la música de Saluzzi es, también, su apertura a los encuentros con otros intérpretes y con otros géneros. En ese sentido, sus discos con músicos como Charlie Haden, Enrico Rava, Marc Johnson o el gran trompetista polaco Tomasz Stanko señalaron caminos no transitados.
La última de estas fructíferas relaciones tiene como coprotagonista a la cellista Anja Lechner, a la que conoció como integrante del Cuarteto Rosamunde, con el que grabó, en 1988, el disco Kultrum (extraño caso de disco con un nombre repetido dentro del catálogo de un mismo músico y en un mismo sello). Después llegó el bellísimo Ojos negros, de 2006 y a dúo y, tres años más tarde, con la incorporación de un ladero de años, su hermano Félix “Cuchara” Saluzzi en clarinete, y la participación de una orquesta, un álbum de título inequívoco: El encuentro. Ahora, el trío a solas acaba de publicar Navidad de los Andes. Y se trata, nuevamente, de un disco extraordinario. Cuchara incorpora también el saxo tenor y en sus intervenciones con ese instrumento, en dos tangos –“Recuerdos de bohemia” y “Soledad”– su planteo, casi literal, tiene el efecto de una especie de eco. O, más bien, de un sonido fantasmal al que se sobreimprimen las brumas del bandoneón y de un cello de sonido rico y expresividad elocuente. Con la habitual calidad sonora y el cuidado en las presentaciones de las producciones de ECM, este disco es, sin duda, uno de los hitos de su carrera.
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