“¡Canalla!, ¿qué pretende usted de mí?”, le pregunta la morocha de tailleur Jaumandreu al tipo que antes de eso la violó dos veces y se le viene al humo por tercera vez. La frase es, por derecho propio, la más mítica en la historia entera del cine argentino, pero ciertamente no la única memorable de Carne. Más tarde, cuando se cruce con su novio Víctor Bo, a quien acaban de rajar a cuchillo, la Sarli le preguntará, señalándole la panza como al descuido, “¿Y esto?”, como si en lugar de sangre la mancha fuera de birome. Como corresponde, Carne inaugura la colección dignamente llamada Isabel Sarli, diosa nacional, que el sello Video Digital comenzó a lanzar hace unos días. Lo hace a dúo con Intimidades de una cualquiera, film indudablemente menor dentro de la obra del binomio, pero nunca del todo carente de los habituales shocks de desconcierto que la pareja proveía como nadie. Para el mes próximo se anuncia un nuevo tándem, integrado por otra de sus cimas (Fiebre) y otro film menor pero de ningún modo descartable (La tentación desnuda). Y es sólo el comienzo.
“Sarli & Bo, hecho maldito del cine burgués”, podría haber poetizado un John William Cooke cinematográfico, viendo los sacudones que el cine de la pareja produjo durante décadas a la corrección fílmica nacional. Versión criolla de Sternberg & Dietrich, Sarli & Bo fueron una pareja tan ilegal en términos de moral convencional como de buenas maneras estéticas. Formado a los trompazos –no sólo en los rings, por donde pasó, antes de comenzar a lucir sus músculos en la pantalla, a fines de los años ’30–, desde el momento que se puso detrás de una cámara (fines de los ’50) para hacer rendir la voluptuosidad de su compañera, a Bo le importó poco lo que los manuales de cine prescribían. El, que desde una década atrás venía produciendo algunas de las películas más populares y rendidoras del cine argentino (Pelota de trapo, El hijo del crack, Adiós muchachos), sabía lo que había que hacer. Había que desnudar a esa morocha argentina, ex Miss sin la menor experiencia en actuación, sumergirla en algún lecho de agua (aprovechando que la chica sí sabía nadar), ponerle un jabón en la mano y hacer que se lo refregara como si fuera algo bien distinto de un jabón.
Lo demás –el estilo, el verosímil, la gramática– era una terra incognita que debía conquistarse, del modo en que hombres embrutecidos conquistan a la Sarli en estas ficciones: por la fuerza y sin miramientos. Al ubicar la acción en un frigorífico, instalando el desbordante cuerpo de la Sarli entre cortes vacunos, Carne plantea la definitiva erótica nacional, en términos de crudeza total. Literalmente dicho. “Carne sobre carne”, se ilumina el reiterado violador (a quien sus compañeros llaman El Macho), tras tumbar a la Coca (Delicia es el nombre del personaje) sobre una res. ¿Y qué decir del cartel de “Carne en tránsito”, al que la cámara le dedica un plano detalle, sobre la carrocería del camión que transporta a “la ternera más linda y más jugosa”? En medio de la serie de violaciones, del llanto, de los ruegos y retorcimientos de Delicia, aparece Juan Carlos Altavista y hace de Minguito. Se baja, sube un ruso y canta en su idioma, antes de violarla. Atrás viene Vicente Rubino y se entrega a un numerito como de La tuerca. Después, vuelta a la tragedia, el tango, la sangre. A nadie que no fuera Armando Bo se le hubiera ocurrido jamás algo así.
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