En el lobby de un hotel porteño, Bruno Dumont hace un círculo con el pulgar y el índice de su mano derecha: “Esto es lo que tiene mi película de política. Cero. Nada”. La afirmación puede ser rebatible en cualquier caso, pero más todavía en el de Entre la fe y la pasión, cuya protagonista, hija de un ministro francés y miembro de la más alta burguesía, termina siendo miembro activo de un grupo fundamentalista islámico. En los corrillos del cine se sabe de sobra que si a algo se dedica en las entrevistas el realizador de La Humanidad y Flandres es a afirmar lo contrario de lo que su interlocutor espera oír. Lo cual no sólo es sumamente estimulante (las entrevistas con Dumont parecen vuelos llenos de turbulencias) sino de una perfecta coherencia, teniendo en cuenta que en sus películas este nativo de la ciudad norteña de Bailleul también muestra lo contrario de lo que se deseaba ver. En La vida de Jesús (1997), unos chicos de provincia violan a una chica, de puro aburridos. En La Humanidad (1999) hay una niña machucada, un inspector de policía discapacitado, un sexo femenino en tamaño gigante. En Flandres (2006), la guerra separa a dos jóvenes. Pero también su propia abulia.
Ahora, en la que posiblemente sea la más consumada y provocativa de todas sus películas, Dumont muestra qué fácil es pasar de la alta sociedad parisina al retiro conventual y de allí a la bomba, previa escala en Medio Oriente. Ganadora del premio de la crítica en la última edición del Festival de Toronto, Entre la fe y la pasión viene despertando desde su estreno en Francia la clase de debates que a esta altura del siglo el cine ya no parecía capaz de gatillar. “Me interesa menos la película en sí que aquello que despierte en el espectador”, confirmó el realizador de La vida de Jesús durante la entrevista con Página/12, que tuvo lugar en ocasión de la presentación de Hadewijch (tal el título original de su opus 5) en el Bafici.
Que al hombre le interesa provocar queda claro en cuanto se pone el grabador en play. Dumont se define primero como místico, enseguida como ateo, luego califica a la película de “viaje espiritual a través del interior de la protagonista” y casi antes de terminar esa frase ya está confiando que piensa que la protagonista está loca. Más vale ni mencionarle a Bresson, aunque la Céline de Entre la fe y la pasión recuerde enormemente a Mouchette (1966), porque puede ponerse rojo de furia y calificar al interlocutor de reiterativo y poco imaginativo. Ya furioso, sus bombazos dialécticos serán aún más explosivos que los de la película, abordando la cuestión árabe –por poner un ejemplo particularmente ríspido– desde el costado más sulfuroso. Bienvenidos al mundo Dumont, en el que el más leve indicio de corrección política es recibido con bombas suicidas.
–Usted le da a la protagonista el apellido de una mística flamenca del siglo XIII. ¿A qué se debe?
–Di un día con los escritos de esta mujer, Hadewijch de Amberes, y me maravillaron. Tengo formación de filósofo, dicté clases de filosofía durante mucho tiempo, pero el cine me fue llevando hacia una visión cada vez más mística del mundo.
–¿A qué se refiere?
–Filmar, montar un plano con otro, hace nacer cosas de origen invisible. De hecho, si de algo trata el cine es sobre la relación entre lo visible y aquello que queda fuera de la vista, pero ejerce influencia sobre lo que vemos. La misma clase de cuestiones desvelaba, en otros términos, a los místicos medievales.
–¿Se considera algo así como un místico del cine?
–Lo que puedo decirle es que trabajo con cosas parecidas a las que frecuentaban los místicos, y que sé de ellas tan poco como sabían ellos. Los místicos vivían experiencias religiosas que no necesariamente comprendían, porque hay cosas de las que la inteligencia no puede dar cuenta. Incluso hasta puede no ser necesario, porque son cosas que no se trata de comprender sino de experimentar. A mí me sucede lo mismo: no necesariamente entiendo del todo lo que filmo. No considero que sea una falta, sino una fuente de goce.
–¿Espera lo mismo del espectador?
–Hasta tal punto filmo para el espectador, que me interesa más lo que suceda con él que la película en sí. A lo que aspiro es a que cuando ve la película le ocurra algo del orden de la experiencia, antes que de la comprensión racional.
–¿Y en su trabajo con los actores, a qué apunta?
–A una entrega total. Aunque tampoco sepan qué están haciendo. Trabajo el guión muy libremente, lo uso sólo como una base, una guía. Lo que me interesa es lo que sucede en el rodaje, ésa es la verdadera instancia de creación cinematográfica. Tenga en cuenta además que no suelo trabajar con actores profesionales, así que la forma de trabajo tampoco responde demasiado a la ortodoxia cinematográfica. No es que primero se ensaya sistemáticamente el guión, escena por escena, y después se rueda. Suelo rodar escenas que no estaban previstas y no respeto demasiado el plan de rodaje. A veces me interesa tomar a los actores por sorpresa, porque lo que busco es una cierta respuesta ante la cámara.
–Por largos momentos la protagonista, Julie Sokolowski, parece actuar en estado de trance. ¿Cómo dio con ella?
–Me topé con ella a la salida de un cine, donde acababa de presentar mi película previa. En cuanto la vi, me impactó. Le pedí sus datos y los guardé. La llamé después de haber hecho pruebas con otras actrices, que no resultaron. El tema es que Julie no era actriz ni le interesaba serlo. Eso me gustó. Logré convencerla y le tomé una prueba. En cuanto la vi frente a cámara confirmé que era exactamente lo que estaba buscando, se produjo como una fusión entre ella y el personaje.
–¿A qué se refiere?
–A que para que un actor pueda “hacer” un personaje, el actor y el personaje deben fusionarse. No se trata de mimetización, sino de una mutua apropiación entre actor y personaje. Julie no es creyente, por ejemplo. Ni siquiera sabe rezar, y eso se nota en un momento de la película. Pero a mí no me interesaba tanto que su actuación fuera “creíble”, en términos de verosímil convencional, como que ella fuera capaz de transmitir al espectador la experiencia misma del misticismo.
–En la primera parte de la película parecería estar en estado de trance.
–Era fundamental que se percibiera así, ya que antes que nada la película es un viaje a través de su interior. El espectador debe convertirse en ella, para vivir en carne propia aquello por lo que ella atraviesa.
–¿A qué se refiere?
–Al trance místico. Una entrega de tal magnitud a la idea de Dios, al enamoramiento con Dios, que termina conduciendo a la locura. Si tuviera que definir en una frase de qué trata la película, diría que trata de eso.
–¿Esa locura es el fundamentalismo?
–Es cualquier clase de fanatismo, se le ponga el nombre que se le ponga. Por eso ella pasa de Dios a Mahoma, y de la idea a la acción. Cuando no hay freno, lo que se aborda con las mejores intenciones puede terminar de la peor manera.
–Entonces rechaza el misticismo.
–Lo que yo piense es algo que sólo puede importarles a los periodistas. A mí lo que me importa es lo que la película diga a cada espectador. Una película no es un mensaje unívoco, un cineasta no es predicador. El arte no tiene mensaje. Dispara inquietudes, más bien. Problemas, cuestiones que cada espectador debe plantearse, siempre y cuando se sienta involucrado con lo que ve.
–Pero hace un rato usted se definió como místico...
–No lo decía en sentido literal sino metafórico. Hice una comparación entre la mística religiosa y el cine. Yo no soy religioso. De hecho, soy ateo, no creo en Dios.
–Entre la fe y la pasión aborda un tema particularmente delicado, la cuestión árabe, vinculada en este caso con otro tema riesgoso, el de los inmigrantes pobres en Europa. ¿No sintió en algún momento que se había metido en camisa de once varas?
–Toda esa cuestión es secundaria en la película. Es una excusa para tratar el tema que verdaderamente interesa, que es el de los peligros del misticismo.
–¿En ningún momento se planteó que el hecho de que el chico árabe ande en una moto robada puede ser funcional a los discursos racistas que suelen oírse en Europa?
–En la película lo político es igual a cero. Nada. Lo que importa es el viaje espiritual de la protagonista.
–Un viaje espiritual que no termina bien.
–La protagonista está loca.
–Sin embargo, usted utiliza una serie de procedimientos para identificar al espectador con ella.
–Claro, eso era justamente lo que buscaba: poner al espectador en el lugar de una loca peligrosa.
–Loca que al principio no parece tal.
–No, claro, porque si no el espectador se hubiera defendido y la identificación que yo buscaba no se habría producido.
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