Algunas condenas sociales pueden llegar a ser una bendición. Incluso
una revelación: si la marginación social y la condena moral que
recaen sobre la prostitución (“el oficio mas viejo del mundo”)
es tan hipócrita como injusta, también ha sido, en la vida de
estas cortesanas de “elite”, el origen de su independencia, la causa
de su autonomía y una de las razones de su rara libertad intelectual.
No estamos hablando de “todas” las cortesanas: Las cortesanas. Un
catálogo de virtudes, el libro de Susan Griffin, trata sobre aquellas
que, superando todos los niveles (generalmente una cortesana era antes una grisette,
mantenida por hombres, y antes, sencillamente, una chica que se prostituía),
se convirtieron en supercortesanas, en celebridades exhibidas como objetos suntuarios,
pero capaces de independizarse económicamente, de generar estilos y tendencias
y de codearse con toda la alta sociedad.
La vida de las cortesanas “notables” que recorre con fascinación
y placer Griffin es un ejemplo de esta realidad: ellas, las cortesanas, tuvieron
a los hombres girando alrededor, como moscas alrededor de un pote de miel.
O quizás sea más acertado considerarlas como verdaderas abejas
reinas alrededor de las cuales giraron muchas personas, hombres y mujeres, que
deseaban cierta jalea real, cierta sustancia que, más allá de
los placeres sexuales mecánicos y de la belleza, estas mujeres ofrecían
o daban la ilusión de ofrecer, lo que para el caso es lo mismo. Si del
siglo XV al XIX las mujeres en general ocupaban un lugar marginal en la sociedad,
mujeres como la Bella Otero, Madame Pompadour, La Paiva, Mogador, Verónica
Franco, Ninon de Lenclos, Madame Du Barry y, más cerca en el tiempo,
Sarah Bernhardt y Coco Chanel (y muchas otras), fueron celebridades y les brindaron
alegría, inspiración y misterio a las sociedades en las que vivieron.
Hasta el rey sol, Luis XIV, afirmó alguna vez sobre Ninon de Lenclos:
“Sus contradicciones preservan la urbanidad”. Es probable, pero
de tan caprichosas, las cortesanas también la transformaron, de manera
sutil pero inevitable”.
Selecta elite
Como bien señala Griffin, el dominio del placer sexual es también
el dominio de la psique: como las geishas, la atención que las cortesanas
debían ofrecer implicaba muchos requisitos: debían ser cultas
y refinadas para integrarse a la alta sociedad (generalmente fueron autodidactas)
y demostrar una sensibilidad extraordinaria. Características que trascendían
ampliamente la satisfacción mecánica del sexo pago. Las cortesanas
europeas de este libro formaban parte de una elite que sedujo a las personas
más destacadas y poderosas de su tiempo: reyes, artistas, aristócratas,
escritores, comerciantes, músicos y religiosos cayeron rendidos ante
sus encantos y ayudaron, a veces cayendo en la ruina, a veces sacrificando sus
herencias y su prestigio en el camino, a que las fortunas y el prestigio de
estas señoras crecieran. “París es unacortesana”,
escribió Honoré de Balzac, y otro tanto se dijo sobre Venecia,
ciudad que agasajó al rey francés Enrique III con un gran libro:
El catálogo de las más importantes y mas renombradas cortesanas
de Venecia, que incluía 210 retratos.
Por su parte, las cortesanas que aparecen en este libro tuvieron, en todos los
casos, un extraordinario sentido de la oportunidad. En principio, ese sentido
del aquí y ahora no sólo les permitió destacarse sino también
superar todo tipo de adversidades: violadas, prostituidas desde niñas
por sus madres (a menudo también cortesanas, como el caso de Sarah Bernhardt),
golpeadas, casadas a la fuerza en la más tierna edad, marginadas y obligadas
a mendigar por las calles, estas mujeres se recuperaron mejor que cualquier
heroína de novelón. No fueron unas pobrecitas. Su respuesta ante
tanta estupidez fue ser revolucionarias, cada una desde su propia historia.
Y desde su propia histeria: condenadas por la misma sociedad que después
las coronó como celebridades, el encanto y la gracia de las cortesanas
estaba apoyada en su inteligencia; una belleza que se construye permanentemente
requiere de una inteligencia fina y sutil. Una prueba de esto es el que esta
selección de cortesanas supieron ir mutando con el tiempo y algunas pocas
se convirtieron en notables escritoras (Tullia D’Aragona fue filósofa,
poeta y autora de Diálogo sobre la infinitud del amor; Verónica
Franco fue poeta, Mogador escribió novelas), y otras, destacándose
como astutas mujeres de negocios (el caso de Alice Ozy, o la Paiva). Más
cercanas en el tiempo, Coco Chanel se convirtió en sinónimo de
moda y Sarah Bernhardt fue una estrella teatral internacional. Se trata de excepciones,
sí, pero que también marcan ejemplos y sutiles quiebres sociales.
Pero, en definitiva, su talento era poco común porque en sus historias
de sangre, sudor y lágrimas fueron tomando cierta conciencia de lo efímero
de la existencia, despertándose así al placer de la vida.
Ellas tuvieron la osadía de hacer todo lo que no estaba permitido: marginales
desde su origen, se las ingeniaron para vivir sus vidas, con una libertad inusual.
De esa libertad se vale también la autora para realizar una caprichosa,
fragmentada y anecdótica antología de cortesanas, tratando de
encarnar, como escritora-cortesana, las virtudes de estas auténticas
cortesanas. Subtitulada como Un catálogo de virtudes, que en el libro
son 7 (al sentido de la oportunidad antes mencionado se le agregan la belleza,
el descaro, la brillantez, la alegría, la gracia y el encanto), Las cortesanas
es un rescate emotivo de estas heroínas, protofeministas, que supieron
invertir una situación que, en sí misma, está llena de
adversidades: “No puedes hacer nada peor en tu vida –le escribió
la cortesana Verónica Franco a un amigo que pensaba en la posibilidad
de convertir a su hija en cortesana–. El darse uno mismo en calidad de
presa ante tantos, arriesgarse a ser despojada, robada y asesinada. Comer en
la boca de otro, comer con los ojos de otro, moverte según los deseos
de otro y correr el riesgo de que naufraguen tus facultades y tu vida. ¿Existe
acaso destino peor?”. Pero si lo que no nos mata nos fortalece, las cortesanas
que lograron comprender los secretos de su propio cautiverio (las 7 virtudes
de la seducción, los 7 pilares de la sabiduría mística-erótica)
mutaron en chicas superpoderosas, y luego en supermujeres y hasta en abuelas
superpoderosas, como el caso de Ninon de Lenclos, seduciendo a los 80 años
a un abad. Y no hay que olvidar que el término “gay”, hoy
erróneamente asociado a la comunidad homosexual, tiene su origen en el
término Gay Paree, palabra que implicaba la presencia de cortesanas (y
de alegría) en París, donde ese mundo atrevido atraía a
turistas de todo el mundo.
Magia y sexualidad
De manera sutil y sugestiva, el libro va trazando las conexiones que hay entre
las cortesanas, y el resurgimiento, conocido como el renacimiento, del mundo
antiguo, lo que conecta a Las cortesanas con la tradición de las hetairas
de la antigua Grecia, dedicadas al culto de Afrodita. Con sus conocimientos
sobre el uso de hierbas (para nutrir la piel y el cabello, para mantener la
vitalidad), las hetairas eran tanto curanderas y parteras como prostitutas,
a la vez que eran consideradas como sacerdotistas del placer. Sus herederas,
las cortesanas, también fueron acusadas de brujería. Pero, durante
el renacimiento, Eros y Afrodita se pusieron de moda. Y, en esa misma época,
empezaron a brillar las cortesanas en las ciudades más refinadas de Europa.
En la obra de los grandes maestros, los retratos de Las cortesanas corresponden
muchas veces a los retratos de Venus, Dánae, Las Tres Gracias, Diana
o Galatea. Con sus bellas formas, inspiraron a los grandes maestros (Carpaccio,
Giorgione, Palma Vecchio, Veronese, Tiziano y Tintoretto), y luego siguieron
siendo modelos o musas de las obras de Boucher (protegido de Madame Pompadour,
y por lo tanto de Luis XV), Courbet, Manet, Degas, Renoir y Toulouse-Lautrec,
así como de los afiches de Mucha o las caricaturas de Daumier. Es decir
que los artistas que le dieron forma a la visión contemporánea
estuvieron, a su vez, inspirados por las cortesanas. Cuando Griffin señala
la amistad que existió entre la Franco y Tintoretto, lo que quiere señalar
es que las cortesanas eran, también, artistas. Dice Griffin: “Las
cualidades que la Franco compartía con la artista –una atención
cuidadosa a los puntos delicados de la carnalidad, una sensibilidad para la
vida emocional, una inteligencia con la que examinar el sentimiento, una atracción
hacia la vida mística– explican no sólo el motivo por el
que se la honraba como cortesana sino el que fuese la más reconocida
de su época en una ciudad reputada por sus cortesanas”. Así,
con erudición y encanto, el libro va delineando una historia paralela
en la que la sumatoria de anécdotas va corriendo el velo de la historia
oficial, escrita por hombres. Desde el caso de Friné (musa del gran Praxíteles),
quien después de que los macedonios destruyeran la ciudad de Tebas ofreció
la reconstrucción de ésta con la condición de que tuviera
la inscripción: “Alejandro la destruyó, pero Friné,
la hetaira, la levantó de nuevo”), hasta Harriet Wilson burlándose
de su amante, el Duque de Wellington, estas cortesanas (y otras de las que el
libro no habla) marcaron un contrapunto a los hombres más poderosos,
a la vez que ofrecieron una alternativa al modelo femenino dominante. El mérito
de este libro es el de rastrear esas excepciones que no sólo no confirman
la regla sino que, a veces, incluso llegan a cambiarla, ya sea creando estilos,
o haciendo caer dinastías de reyes (tal es el caso de Luis de Baviera,
que abdicó luego de una tormentosa relación de amor con Lola Montes).
En definitiva, las cortesanas, todas juntas, generaron cambios en la cultura,
en las costumbres y en la sociedad. Sin ellas, nos dice Griffin, no hubiesen
existido Marlene Dietrich, ni Josephine Baker, ni Greta Garbo, ni Mae West,
ni Madonna, ni Chloe Sevigny, ni el Girls Just Want to Have Fun de Cyndi Lauper,
ni el Se dice de mí de Tita Merello. A ellas, entonces, este homenaje.
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