Al conocerlo a usted, siento
la misma emoción que sentí al conocer a Enzo Ferrari, en el ‘86,
cuando cubrí Fórmula l para la revista Corsa.” Esta fue la
primera frase, a modo de presentación, que la periodista Silvia Renée
Arias le dijo a Adolfo Bioy Casares en l998, cuando entrevistó por primera
vez al escritor. Aquel reportaje fue el inicio de cuatro meses de charlas sistemáticas
de una hora de duración, ambientadas en La Biela, que tiempo después
integrarían el primer libro de la autora, publicado bajo el título
de Bioy en privado (Guía de Estudio Ediciones, Buenos Aires, l998) y
que hoy todavía se puede encontrar en algunas librerías. Ahora,
en ocasión de publicar Los Bioy, junto a Jovita Iglesias, Silvia reconoce
que el desconcierto y la fascinación producidos por su doble condición
de interesada en la literatura y en los automóviles fueron decisivos
para sentar las bases de una sólida amistad tanto con ABC como con la
relatora y coautora del reciente libro. Hasta ese momento ella desconocía
la pasión de ABC por los autos, pasión compartida con su amigo
Charlie Menditeguy y paralela a la idéntica afición por el tenis
que el autor de La invención de Morel jugaba todas las mañanas
en el Buenos Aires Lawn Tennis Club.
Fue en l998, en consecuencia, cuando Silvia se hizo muy amiga y confidente de
Jovita Iglesias, ama de llaves de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares durante
cincuenta años, prácticamente desde el momento en que pisó
la Argentina procedente de Galicia, España, en l949. “Casi medio
siglo después, cuando ambos ya no estaban, Jovita me confió que
quería escribir sus memorias, y ambas emprendimos la tarea que hoy acaba
de publicar Tusquets en Buenos Aires.” Puede decirse que en Los Bioy coexisten
dos libros: uno donde se leen los recuerdos nítidos y afectuosos de Jovita,
y en el que Silvia, como editora, respeta la voz y la mirada atenta y alerta
del ama de llaves, y otro que reúne las notas al pie de Silvia Arias,
y que hace las veces de cable a tierra de la vida extravagante de Silvina y
Adolfito (para los íntimos). Pero en conjunto se trata del relato de
una espía buena y fidelísima (Jovita) que Arias refiere a las
memorias de Céleste Albaret, ama de llaves de Proust, recogidas por Georges
Belmont y publicadas en Francia bajo el título de Monsieur Proust por
la editorial Robert Laffont en l973.
En el caso de Los Bioy, abundan las excentricidades de la pareja, dignos representantes
de la alta bohemia intelectual, aristocrática, culta y elegante de algunos
happy few del Buenos Aires entre los años treinta y el fin del siglo
XX; un estilo de vida que hoy se ha convertido en una verdadera rareza. Quizás
el rasgo más excéntrico para el lector actual sea la despreocupación
(o desorden) de este matrimonio de escritores por los bienes terrenales; una
distracción permanente que se traducía, por ejemplo, en el extravío
de miles de billetes, escondidos en bolsas que luego eran olvidadas en los rincones
oscuros de un ropero y que recién eran encontrados cuando ya habían
salido de circulación. “A las cosas hayque saber perderlas”,
decía ABC, como le había enseñado su madre, Marta Casares.
Por otro lado, la vida doméstica, fielmente retratada en el libro, contempla,
en algunas anécdotas, la conversión de las labores domésticas
practicada por Silvina, quien las transformaba en un hecho poético-literario
al reformular las tareas: tanto cocinar, como lavar, planchar, coser o cantar.
(Ver recuadro: “Silvina de entrecasa”.)
Pero el testimonio de Jovita también señala proverbiales distracciones
de la dueña de casa que muchas veces son cómicas. Como cuando
le ordenó, por ejemplo, que pusiera veinticinco kilos de naftalina en
el placard adonde guardaba las pieles y los zapatos, antes de un viaje corto
a Europa, con consecuencias casi letales para la salud de la debutante ama de
llaves. O cocinar arroz gratinado con puré de arvejas, sin quitarse el
tapado de piel y los guantes.
Jovita cuenta, con un lenguaje auténtico y simple, el devenir de una
vida glamorosa e imaginativa que a la vez ilustra los usos y costumbres de una
clase rica y despreocupada con fortunas sólidas, a la que pertenecían
“la más inteligente de las Ocampo” y su marido, el guapísimo
estanciero, escritor y deportista, amén de fotógrafo. Todo esto
se refleja en las casas que ocuparon, sobre todo en la de Santa Fe y Ecuador,
un edificio proyectado por Hernán Lavalle Cobo, que en el primer piso
albergaba la pileta de natación privada de Silvina y su taller de artista
y poeta. Y luego, la de Posadas al l600, obra de Alejandro Bustillo, según
encargo de don Manuel Ocampo, padre de Silvina, quien había mandado a
construir un piso para cada una de sus hijas. Este departamento encerraría,
muchos años después, momentos menos felices y serenos, y fue allí
donde ABC vivió asistido y acompañado por Jovita hasta su muerte,
en l999.
Sin embargo, para Jovita (según le confiara Silvina, ya que ella aún
no vivía con ellos) los años más felices del matrimonio
fueron los que pasaron en Pardo, en la estancia Rincón Viejo, donde vivieron
juntos durante seis años, antes de casarse, en l940. Una época
en que, tal vez, no existían aún los enredos amorosos de ambos,
las muertes desdichadas ni la enfermedad de los últimos años en
Posadas.
Para Silvia Renée Arias, el libro “no juzga ni deduce nada. Jovita
(Jova para los íntimos del círculo de los Bioy) es una testigo
privilegiada que no toma partido por nadie, y cuenta con la objetividad y la
emoción de una fiel servidora”.
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