¿Qué es lo que tiene la película María Antonieta de Sofia Coppola para haber logrado –sin proponérselo– disparar ese arrebato internacional que, más allá del debate sobre su enfoque personalísimo, ha alcanzado al mercado editorial, la moda en distintas manifestaciones, el diseño publicitario, la decoración de interiores e incluso ha impulsado el auge de la dulcísima pâtisserie francesa? Porque tampoco es que la chica Coppola haya desempolvado las pelucas de la archiduquesa austríaca que fuera convertida a los 14 en esposa de Luis XVI por simple descarte (era la única hija que le quedaba por ofrecer a la autoritaria emperatriz María Teresa, y al delfín galo le daba lo mismo cualquier candidata, siempre que no interrumpieran sus partidas de caza). No, María Antonieta nunca cayó en el olvido, y menos aun en la última década. En todo caso, lo que hizo la muy talentosa cineasta fue aspirar intuitivamente el aire de su tiempo.
Desde mediados del siglo XIX, con los hermanos Goncourt y su Historia de María Antonieta (1858), montones de biografías de variadas tendencias, con distinto grado de rigor en cuanto a la documentación, se han escrito y publicado. Entre otras, la muy citada y bastante psicologista de Stefan Zweig (1933, reeditada en España por Editorial Juventud) que se consigue en librerías locales, lo mismo que María Antonieta, del esplendor a la tragedia (“traducción” del original Chère Marie Antoinette, 1988), de Jean Chalon; María Antonieta, la última reina de Francia, de Evelyne Lever (de 2000, una mirada algo descarnada y esquemática) y la apasionante, comprensiva y exhaustiva María Antonieta de Antonia Fraser (de 2001, 700 páginas, editado en 2006 por Edhasa e ilustrado con pinturas, grabados y dibujos de la época).
Por otra parte, han aparecido en los últimos años ensayos varios, entre los que vale mencionar La reina desalmada (El Aleph, España) que propone a María Antonieta como la primera reina moderna, adicta a una moda que evoca invenciones recientes como las toilettes punk, “los bonnet á la crête de coq, los peinados retorcidos y muy elevados (...) son como los pelos a la mohawak de los punks, desafíos al hundimiento. Peinados arrogantes y suicidas”.
El cine, desde luego, tuvo numerosas M. A., entre las que vale citar la realización de Jean Delannoy, Marie Antoinette, reine de France, protagonizada por Michéle Morgan, no tanto por sus acotados valores artísticos sino por el hecho de que fue presentada en el Festival de Cannes, igual que la de Coppola, pero exactamente medio siglo antes. Y entre las M. A. de acento californiano, está la de ES Van Dyke (1938). Sobre los pasos de Zweig y siguiendo su idea de “todos los acontecimientos históricos son el reflejo de conflictos íntimos”, esta María Antonieta soslaya las penurias populares que fogonearon la Revolución Francesa (que, según se narra, habría sido provocada por un grupo de nobles traicioneros, liderados por el duque de Orleáns, primo hermano de Luis XVI, muchos años después, personaje protagónico del film de Eric Rohmer La inglesa y el duque, 2001). En esta versión bien hollywoodense, de decorados fastuosos, Norma Shearer encarna a la reina con emocionante convicción en los tramos finales, Robert Morley es un memorable Luis XVI y el bonito Tyrone Power hace al aristócrata sueco Fersen, presunto –casi seguro– amante de la soberana obligada a crecer de golpe.
La película de Coppola parece culminar y condensar bellamente, certeramente, líricamente la reivindicación (no la exaltación), que ya estaba en ensayos y biografías, de un personaje calumniado y martirizado, y a la vez tocar cuestiones tan de nuestra época como la exposición de la intimidad, la vida en una burbuja desconectada de la realidad de tantos políticos (y algunas políticas), la pasión por la moda (y las modelos: M.A. fue una recontratop model), el diseño en general, el neorromanticismo, el naturismo, las abismales desigualdades socioeconómicas, el pasaje a la adultez...
El film, encabezado inmejorablemente por Kirsten Dunst, habrá provocado algún que otro abucheo chouvinista en Cannes, y ciertamente no faltó quien encontrara esta producción “trop mode, trop chic, trop américaine, trop médiatique...”, pero real (por realidad, no por realeza) es que desde The New York Times a Cahiers du Cinéma (número 612), críticos muy exigentes le dieron su bendición. María Antonieta empezó a estrenarse en diferentes países y, más allá de la relativa polémica, se multiplicaron las ventas de los libros que hablan sobre ella, mientras que diseñadores como John Galliano, Chanel, Christian Lacroix (con sus antecedentes, no podía faltar), Balenciaga, Oscar de la Renta se fueron afiliando al frou-frou versallesco. De hecho, la inquietante chupasangre prepúber de Entrevista con el vampiro, después de llevar con principesca elegancia las pilchas descacharrantes de Milena Canonero y los zapatitos primorosos de Manolo Blahnik en el film que se estrena en Buenos Aires el próximo jueves, se calzó vaporosos diseños rococó de conocidas firmas y de nuevo se instaló en el palacio durante varias sesiones de fotos para la revista Vogue.
En verdad, este revival de volados y puntillas, moños y corsés, pelucas y pedrería le está también rindiendo homenaje indirecto a una pionera de la creación de moda, la francesa Rose Bertin, hacedora de los vestuarios de M.A. Bertin hizo el escalafón: primero aprendiz de costurera, luego costurera con ideas propias, dueña de una boutique en la rue Richelieu, Au Grand Mogol, en la que tuvo a más de treinta obreras trabajando. Consiguió su objetivo de introducirse en la Corte, encantó a la joven reina, se volvió la modista estrella de la sociedad parisina haciendo y deshaciendo a su antojo en materia de tendencias. Su suerte empezó a decaer a medida que crecía la impopularidad de la reina, pero hay que reconocer que se mantuvo fiel a M.A. durante parte de su cautiverio. Luego emigró a Londres, puso otra boutique, regresó a París y con inagotable creatividad inspiró la moda desgreñada de las merveilleuses del Directorio. Reabrió el Grand Mogol en 1806, faltaba más, y se retiró de los negocios al borde de los 70. De modo tal que la antepasada directa de los grandes couturiers, monarcas de la moda del siglo XX fue una mujer.
El perfume, inseparable de la moda y del patrimonio cultural francés, no podía estar ausente de la cita versallesca: se sabe que Jean-Louis Fargeon se había especializado en el oficio de perfumista en Montpellier, centro aromático absoluto, y que luego instaló su laboratorio y su tienda en París, según se detalla en El perfumista de María Antonieta (publicado localmente por El Ateneo). Pero JJF, como Bertin, quería entrar en Versalles, cosa que logró gracias a la favorita de Luis XV, Madame Du Barry. Luego se las apañó para visitar a la propia reina y con la genial nariz que lo caracterizaba, supo prepararle mezclas que la extasiaron por su exquisitez y diversidad (adelantándose a los aceites aromáticos personalizados de la actualidad, le inventó perfumes para distintos estados de ánimo). No es de extrañar, pues, que el Palacio de Versalles haya lanzado recientemente una fragancia fresca, de ondas florales, carísima, que pretende recrear los efluvios que sensibilizaban a la soberana cuyo labio inferior colgante, herencia de los Habsburgo, fue muy ridiculizado por sus detractores. Y que hoy estaría tan a la page, entre tantas colagenadas o no, puesto de realce por figuras como Scarlett Johanssen, Angelina Jolie y, en escala mucho más modesta, Victoria Oneto.
Precisamente, la excelente pintora Elisabeth Vigèe Le Brun, retratista favorita de la reina, trató de disimular un poco ese labio sobresaliente de María Antonieta, a la vez que destacó su cuello de cisne siempre erguido y la famosa luminosidad de su tez en varios cuadros (que evoca Coppola en su film para dar cuenta del paso del tiempo y la muerte de la princesita Sofía). También hay un libro sobre esta artista relacionada con la glamorosa reina, Elisabeth Vigèe Le Brun, la favorita de la reina (Edhasa), firmado por Géneviéve Chavel.
La primera referencia interesante que Sofia Coppola recuerda haber tenido sobre María Antonieta, es la que en 2000 le transmitió Dean Tavoularis, el gran diseñador de arte, cuando ella acababa de filmar Las vírgenes suicidas. Tavoularis estaba leyendo la biografía de Stefan Zweig y le habló a Sofia de esa adolescente austríaca que, sin estar mínimamente preparada, había sido fletada por su madre a la Corte francesa para tramar alianzas políticas casándola con el delfín. “Los detalles de su vida despertaron ecos en mí”, declaró la realizadora a la revista Cahiers du Cinéma. Entonces, empezó a buscar materiales relativos a la reina decapitada al llegar apenas a los 38, durante un tiempo se inclinó por la biografía de la francesa Evelyne Lever y tuvo conversaciones con la autora (quien finalmente quedó como consultora en el film). Hasta que se publicó el libro de Antonia Fraser y, ahí sí, Sofía quedó flechada, supo que esa biografía iba a ser su fuente de ideas, de anecdotario, de familiaridad con la Corte.
Lady Antonia Fraser, mujer del genial dramaturgo Harold Pinter, es hija de lord Longford, propulsor de la reforma carcelaria británica, y de lady Longford, feminista, activista del laborismo y escritora. Personaje descollante desde chica, escribe Andrew Graham-Yooll en una nota publicada en Página/12 el 11-8-03, “una foto en la Nacional Portrait Gallery de Londres, tomada por el fotógrafo de palacio Patrick Lichfield, recuerda a una Antonia Fraser joven, modelo, que se codeaba con la sociedad más elegante de los años ‘60 y comienzos de los ‘70, los swinging sixties, la era de los Beatles y los comienzos de los Rolling Stones”.
Notable historiadora que aúna minuciosidad en la investigación, humanidad en la mirada y un estilo de escritura transparente y extremadamente ameno, Fraser ha escrito sobre reinas guerreras, sobre las esposas de Enrique VIII, sobre María Estuardo. Pero también acerca de Oliver Cromwell y Carlos II. Y luego de empaparse del planeta Versalles, se puso a trabajar sobre Luis XIV y las mujeres de su vida. Antonia Fraser es también autora de una serie de novelas policiales cuya detective se llama Jemina Shore.
Empatía y compasión (en el sentido de compartir los sufrimientos de otra persona, de ponerse en su lugar) son las virtudes que distinguen a A.F. en la biografía que enfervorizó a Coppola. También podría hablarse de caridad desde el significado de amor al prójimo, indulgencia, misericordia, ya que lady Fraser es una católica conversa, cuya preocupación, según anota en el prólogo de María Antonieta, “ha sido desarrollar dos aspectos principales del viaje de esta reina francesa nacida en Austria. Por una parte, el suyo fue un viaje político porque partió de su tierra natal para ejercer de embajadora –o agente– en un país predominantemente hostil, donde ya antes de llegar la llamaban l’autrichienne. Por otra parte, se trata del viaje de un desarrollo personal, desde la esposa incapaz que era a los catorce años, la mujer madura y muy distinta en que se convirtió dos décadas después. Durante este viaje, he tratado de aclarar los mitos crueles y las tergiversaciones obscenas que se han asociado a su nombre. (...) En cuanto a la vida sexual de la reina –¿amante insaciable? ¿lesbiana voraz? ¿heroína de una única pasión romántica?– intenté aplicar el sentido común en un ámbito que siempre quedará sujeto a conjeturas”.
Y al terminar su libro, luego de los profundamente conmovedores capítulos finales que detallan vívidamente el cautiverio de la reina muy enferma, las condiciones cada vez peores del encierro, la muerte de su marido en el cadalso, la separación desgarradora de sus hijos y el juicio infame al que fue sometida –se obligó a su hijo menor, de ocho años, a acusarla de incesto–, escribe Fraser en el epílogo: “La idea de María Antonieta como tribade –término del siglo XIX para referirse a una lesbiana– se proclamó rápidamente en panfletos subidos de tono que buscaban el insulto”. Pero finalmente esa imputación llevó a que su nombre figurase con estima en crónicas homosexuales, honrándola. “Por tanto”, dice Fraser (quien tiende a creer que la reina si bien cultivó relaciones intensas con mujeres, no tuvo sexo con ellas), “en la actualidad, María Antonieta es un icono homosexual. Fuera o no reina de una tribade en el sentido pleno de la palabra, este respeto compensa en cierta forma los burdos insultos formulados en su época”.
Así como Sofia Coppola prefirió dejar como rumor de fondo las señales del estallido de la Revolución Francesa, del mismo modo eligió terminar su film con la tristísima partida de la familia real de Versalles. El clic ya había tenido lugar en el alma de la reina que prefirió permanecer junto al rey. Cuando se lo consultó, Fraser estuvo de acuerdo. En realidad, fue su madre, Eleanor Coppola, quien le recomendó a la directora de Perdidos en Tokio el libro de la historiadora inglesa. A Sofia le gustó tanto que enseguida, corría 2001, le mandó una esquela en papel celeste a Antonia diciéndole que su biografía era “la mejor, está llena de vida, no es un seco drama histórico”. Además, añadía tan campante la hija de Francis Ford Coppola y madre reciente de Romy, una beba de dos meses –hija del rockero francés Thomas Mars–, “sé que seré capaz de expresar cómo una chica experimenta la grandiosidad de un palacio, la presencia de las rivales, las fiestas, la ropa, y en última instancia el tener que crecer”. Sofia, claro, pensaba que podía identificarse con el rol viniendo ella misma de una familia fuerte y teniendo que luchar por su identidad.
Pero lo cierto es que Antonia Fraser no le creyó que la película se iba a hacer efectivamente, ya había tenido experiencias anteriores fallidas con otros libros y desconfiaba, aunque Coppola le cayó muy bien. Sin embargo, Sofia mantuvo contacto con la escritora, intercambiaron ideas, tomaron el té en Nueva York, hasta que en 2003, por cuestiones de producción, la directora decidió encarar primero la filmación de Perdidos... después de lograr el sí de Bill Murray, película que estrenó con buen éxito, y retornó a María Antonieta.
Cuando Antonia Fraser fue a la filmación se encontró por primera vez con Kirsten Dunst: “De turquesa, con un pañuelito de encaje, me cortó la respiración. No sólo se veía absolutamente hermosa y natural (esa fabulosa tez blanca y rosa, esos ojos azules bien separados) sino que además es encantadora. Salvo el hecho de que carece de ese gran labio inferior, Kirsten es una réplica exacta de la joven tal como yo me la había imaginado”.
Una chica muy rubia con tocado de plumas blancas, de cachetes redondos tan rosas como la torta de tres pisos decorada que tiene a su derecha sobre una mesita, en tanto que del otro lado hay más gateaux de distintos tamaños y colores, seguramente preparados por el chef Ladurée. La chica tirada lánguidamente sobre un sillón tapizado de turquesa pálido y marfil, haciendo juego con puertas, paredes y sus correspondientes molduras, tiene puesto un sedoso vestido blanco lleno de frunces y drapeados, subido hasta las rodillas, mientras que una mucamita de negro con detalles blancos le prueba un zapatito rosa digno de una reina, de la última reina de Francia.
Primeras imágenes del magnífico film María Antonieta que demuestran que si bien Sofia Coppola se bebió el libro de Antonia Fraser, la versión cinematográfica –el relato visual, auditivo, sensorial, emocional– le pertenece totalmente a la realizadora.
Es indiscutible que esta chica sabe rodearse de colaboradores ideales, que consigue armar elencos sorprendentes para dar su propia visión de la Historia, de la historia. Porque no es verdad, como dice la petardista antifeminista Camilla Paglia, que haya en el film “una sorprendente negación de la Revolución Francesa”. Aunque la propia Coppola avisa que no fue su intención hacer un film político, nada más que por mostrar la cápsula en que viven lujosamente la corte y el rey, con total ceguera frente a los signos de descontento popular, la directora deja que los tonos pastel se tiñan de política. Asimismo, la impresionante escena del balcón, con María Antonieta inclinando su cabeza frente a la multitud con antorchas a punto de invadir el palacio, y apoyando su frente sobre la baranda del balcón (una imagen que prefigura la decapitación) es de una sobrecogedora elocuencia.
Los monumentales edificios de Versalles, donde se rodó en su mayor parte María Antonieta, adquieren contornos escenográficos bajo el ojo de la cineasta. Un marco teatral para un micromundo de pura representación, de protocolos rebuscados y sumamente codificados, de cabezas con pelucas empolvadas y rostros muy pintados, donde se juegan intrigas incesantes. En ese universo decadente cae una chica vienesa de 14 años, con algunos conocimientos de música y de danza, por cierto insuficientes para el rol de esposa de un delfín dos años mayor que se tomará siete años para consumar la unión. ¿Es de sorprender que esa joven buscara complacer, hacer amistades, divertirse con alegre inconciencia, se volviera adicta a la moda?
Aunque acepta que leyó mucho sobre ese período histórico, sobre todo memorias de las época y biografías porque quería entender a los personajes, Sofia Coppola dice que lo que le resultó decisivo fue estar en el lugar de los hechos. “Las búsquedas en el plano visual me sirvieron más que los datos históricos. Nunca me tuve por una experta, sólo necesitaba esas informaciones para dejar volar mi imaginación”, comentó en la entrevista de Cahiers.
Es bueno saber que Lisztomanía, la película de Ken Russell vista hace poco por la señal de cable Retro, le pareció muy estimulante a Coppola. Porque este director inglés, tan irreverente e iconoclasta en los ‘70, rara vez es recordado y menos aun reconocido por la crítica. Y se comprende que la directora se fastidie un poco cuando gente como la citada Paglia compara a María Antonieta con personajes tan triviales como Diana de Gales o Paris Hilton (“no veo la conexión, son muy diferentes”), o cuando le empiezan a hacer la lista de los anacronismos como un juego de errores, porque son tan evidentes que hasta en algún momento, la cineasta pensó en poner automóviles.
En la corte que inventó Sofia Coppola están –verosímiles, como ella deseaba– Jason Schwartzman, Judyy Davis, Molly Shannon, Marianne Faithfull, Asia Argento (reventadísima, como la Du Barry). Y en vez de Mozart y Gluck resuenan naturalmente Gang of Four, The Strokes, Air, The Cure, New Order... y muy de vez en cuando un Rameau, por Les Arts Fleurissant, eso sí.
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