Donde están enterrados nuestros muertos empieza trágicamente. Una madre que pierde a un hijo en un accidente en la ruta. La pérdida es la experiencia que lo cambia todo: reúne a la protagonista con otras madres, marcadas también por esa tragedia abismal y, al mismo tiempo, visibiliza una tensión. La tragedia disuelve y resalta las diferencias de clase entre esas mujeres. “En el origen, es una historia que me cuenta mi propia madre, sobre la señora que trabaja hace muchísimos años en su casa, a la cual yo conozco también desde hace mucho”, cuenta.
El universo del relato es mayoritariamente de mujeres. Los espacios son de refugio interior: casas que siempre resguardan de un afuera desolador, que se siente a través de un viento que no para de soplar y de perturbar. La novela también entalla los personajes prototípicos de muchos pueblos: una ex miss (de la estepa en este caso) venida a menos, un pintor bohemio, un ex corredor de automovilismo, un político añejado y, sobre todo, un periodista cínico que debe entrevistarlos a todos por encargo del intendente.
El funcionario tiene objetivos proselitistas: festejar el centenario del nacimiento de la localidad que gobierna a través de un fresco de sus habitantes “ilustres”. El periodista, oriundo de ese pequeño pueblo que debe retratar, se ha fugado hace mucho al anonimato de la capital porteña pero ahora regresa a cargar con una tarea que se le va volviendo patética a medida que avanza.
La cuestión de la minería es un telón de fondo. Aparece en detalles, no en los discursos de los personajes. Tiene un elemento, sin embargo, que la sintetiza: las camionetas doble cabina que recorren el pueblo como síntoma de una compleja prosperidad y de la modernidad veloz que prometen las corporaciones mineras. El slogan que se repite en el pueblo Cinco Cruces, así bautizado el lugar donde transcurre la historia, es que se trata de “la gran hora de los pueblos chicos”.
“Adonde vayas, sea Jujuy o Loncopué, cordillera, precordillera o meseta, ves esas camionetas. Y la gente en los distintos lugares hace referencia a ellas. Es una figura fugitiva y omnipresente”, dice la autora que recorre el interior de manera permanente. No había reparado en su posible uso literario hasta que la imagen se hizo presente por sí misma, en su teclado. A la hora de la escritura, sin embargo, Svampa asegura que no sabía hacia dónde iba, aunque se despertaba de madrugada asaltada por la necesidad de escribir. “Muchas cosas las resolvía mientras iba escribiendo. Veía claramente que lo que escribía era una novela de alcance político y social y no quería que terminara en un discurso moralizador, dada la envergadura de las problemáticas que estaba tocando. Lo que arma la novela es la pregunta por esos pueblos del interior a los cuales se les quiere imponer un determinado destino colectivo.”
El tono que reclamaba la narración no podía ser ni de grito ni de estallido: “más bien de sollozo; quería que fuera calmo”. La novela fue escrita de un tirón en cuatro meses de verano y luego llevó un año de correcciones.
“Cuando la terminé estaba sorprendida: ¿qué hizo posible que saliera esto? Mi experiencia como investigadora y mi experiencia como provinciana hicieron síntesis en un lugar inesperado. La ficción colonizó un espacio que me parecía un cruce imposible.”
Cuando publicó su novela anterior, Los reinos perdidos (Sudamericana, 2005), Svampa declaró estar preocupada por preservar la autonomía del género literario. Con esta novela parece dar un giro sobre esa definición.
“En Argentina hay un rechazo y al mismo tiempo un temor hacia la novela social y política, bastante afianzado, como si una apuesta de este tipo atentara contra la autonomía de la literatura, o bien, no buscara otra cosa que instalar un relato pedagógico o moralizante.”
En el medio del libro un personaje confiesa que toda novela es autobiográfica y al mismo tiempo no lo es. Svampa sostiene esta frase pero se distancia de las narrativas del yo. “Encuentro que en nuestro país hay una literatura interesante alrededor de la ironía, de la búsqueda de originalidad e incluso de la exposición del yo, en clave autobiográfica, pero no es la tradición en la cual me identifico. Me reconozco más en otras tradiciones literarias, como en la novela peruana, desde Arguedas, Scorza, Cueto, el propio Vargas Llosa –más allá de mis claras diferencias políticas– o Roncagliolo. Estos autores incorporan con naturalidad la realidad política y social, la actualidad, sin renunciar por ello a la autonomía de la literatura, ni pretender terminar con discursos moralizantes. Y terminan construyendo una novelística muy potente.”
Rosana, la protagonista, la madre que pierde a su hijo, se va quedando sola. Su marido la deja. Su otro hijo también. No entienden la obsesión por el santuario que arma en la ruta y que se va volviendo un lugar frecuentado en silencio por muchos. Menos aún toleran que se convierta en la voz pública de un reclamo que suma a otras madres. Tampoco que use una remera con la foto estampada de su hijo ni que confíe en un abogado que coloca su caso en una trama más amplia de la vida del pueblo. Rosana es una empleada doméstica y su tragedia la vuelve extraña para su propia familia pero también para su patrona, con la que lleva años de una relación de aparente confianza.
“Yo me sentí más cómoda con el registro de Rosana, una figura de reclamo de justicia que se repite desde el caso María Soledad en adelante. Argentina es un país donde existe un gran movimiento de víctimas, gente que encuentra un lugar para vincularse con otros diferentes y resignificar el dolor. Para construir ese lenguaje escuché por la televisión cuál era el lenguaje de padres y madres que reclamaban, porque no es algo que haya trabajado sociológicamente. Se dirigen casi siempre al Estado, por causas diversas: por el asesinato de un hijo a la salida de un boliche, por gatillo fácil o por denunciar a sus hijas asesinadas por la elite en las provincias. En todos se repite la idea de que los hijos son quienes les dan la vida a ellos. Además, quise poner como protagonista a una mujer de las clases populares que en general tiene que hacer un doble esfuerzo: salir de las limitaciones que la condición de clase y la condición de mujer simultáneamente le imponen a la hora de actuar.”
Esta es otra zona que se cruza en los intereses de la investigadora y la novelista, en la que los registros se hibridizan. Ahora la referencia salta, en la conversación, a las activistas de Famatina: “A mí hoy me llama mucho la atención que las seis mujeres que tienen un rol protagónico en esa protesta tan importante, todas maestras, están solas. No sólo eso: no hay hombre que se les acerque. Muchas han roto el vínculo con sus parejas a partir de sus militancias. Hay algo en ellas que perturba y les da miedo a los varones. Y eso es percibido con mucha angustia: ¿por qué la militancia se tiene que asociar con la soledad? Pero es muy típico, recorre la historia de las mujeres y sus involucramientos. Yo creo que el mundo masculino se asusta de esa desmesura de la lucha femenina que ningún poder puede contener.”
Volviendo a la novela: las otras chicas que aparecen son unas que justamente desaparecen. Jóvenes que estaban en la plaza principal del pueblo. Que se las vio subir a las camionetas y que llevan horas y días sin aparecer. Sobre las cuales se monta la sospecha sorda de inmoralidad, de haberse fugado indebidamente de sus casas.
La cuestión de la trata también se enmarca en las vicisitudes del pueblo chico. “Las industrias extractivas en general se desarrollan como economías de enclaves, muy atravesadas por la presencia del mundo masculino y tienen mucho que ver con la prostitución. Muchos de ellos son pueblos-campamentos en los que la figura de la mujer aparece como la prostituta. A mí se me ocurrió que podía mezclar las dos cosas que muchas veces van ligadas: el tema de la trata y la prostitución. Pero no puedo darle otra explicación que la estructura de ficción que tiene la novela.”
Sin embargo, en la novela puede trazarse el paralelo entre la explotación del territorio y del cuerpo femenino. Ambos vinculados de forma distinta a una misma modalidad económica.
Porque la investigadora y la novelista no están escindidas vale la pena, y la entrevista rueda hacia allí, hablar de otro libro de reciente aparición en el que Svampa escribe: Renunciar al bien común. Extractivismo y (pos)desarrollo en América Latina (Gabriela Massuh comp., Mar Dulce Editora). Del piquete y el barrio periférico Svampa se deslizó ahora, en su tarea académica y como activista, a los pueblos chicos y medianos del interior. Sitúa allí un nuevo ciclo de la protesta social ligado a lo que llama las “luchas eco-territoriales”. Este giro en las luchas remite a una revalorización de la “matriz comunitaria indígena”, de la territorialidad que converge con las demandas ecológicas. Sin embargo, esta dinámica no se reduce a un discurso indígena o rural. Para Svampa, en las pequeñas urbes estas luchas se concentran en la defensa de modos de vida locales cuando se los percibe amenazados por una economía de tipo extractivista de gran escala.
–Porque esa palabra funciona como estigmatización. Además, los propios movimientos no se reconocen en la denominación de ambientalistas. Esas luchas no tienen sólo que ver con la contaminación ambiental, sino con abrir la discusión de un modelo de desarrollo y, sobre todo, con una pregunta política fundamental: ¿hasta dónde vamos a democratizar o no las decisiones que tienen que ver con los estilos de vida colectivos?
–Salir de la oposición irreductible entre reforma o deuda social y reforma o deuda ambiental. Me refiero a cuando Evo Morales en Bolivia dice por ejemplo: “Pero si no quieren que se expanda la frontera hidrocarburífera a la Amazonia paceña, entonces ¿con qué vamos a pagar el bono Juancito Pinto?”. Discursos similares encontramos en el presidente de Ecuador, Rafael Correa, con mayor nivel de invectiva hacia los sectores que defienden los bienes comunes. En Brasil el discurso es parecido pero con mayor énfasis desarrollista. Y en Argentina comienza a abrirse la discusión.
–Creo que hay que pensar escenarios de transición, de salida del extractivismo, a partir de escenarios que buscan conciliar lo social y lo ambiental. Por eso hay que desmontar esa falsa oposición que no permite discutir la renta sojera o la renta minera en tanto, se dice, tienen un destino de redistribución.
–Para mí el desafío es cómo pensar reformas sociales, del esquema tributario, por ejemplo, que impliquen conservar y aumentar la renta pero en un escenario de transición que posibilite la paulatina salida del extractivismo depredatorio. Esto se puede hacer sólo a través de políticas públicas ligadas a la suspensión y la moratoria de los megaproyectos. No, por ejemplo, festejando el descubrimiento del gas no convencional porque hay pruebas de que es una metodología tan nefasta o más que la megaminería a cielo abierto. En Estados Unidos se ha prohibido en varias ciudades. También en Canadá y en Francia.
–Participo de un grupo de intelectuales que se llama Alternativas al Desarrollo, impulsado por la Fundación Rosa Luxemburgo, en el que nos convocamos activistas, movimientos sociales e intelectuales de América latina y otros lugares. Desde acá pensamos en un doble plano: por un lado la revalorización de experiencias ligadas a las economías sociales, regionales y alternativas y, por otro, la necesidad de otras políticas públicas.
–Dada la envergadura de estos megaproyectos de las corporaciones mineras es evidente que sólo a partir de políticas públicas también de gran envergadura sería posible orientarse hacia un escenario de salida del extractivismo. Aquí el rol del Estado es fundamental si pensamos su acción enmarcada en un horizonte estratégico de cambio.
–Son las formas de vida que sostienen la existencia de un territorio como tal. Cuando hablamos de bien común como bien natural tiene siempre que ver con un territorio valorado desde otro lugar. Supone una noción de territorialidad que no permite entender la naturaleza simplemente como mera canasta de recursos disponibles para el capital.
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