Abro el diario, y busco, busco, hasta que encuentro. La noticia parece estar en todas partes, pero su ubicuidad es un espejismo: en realidad está ahí, precisamente, donde su estallido no es novedad.
Un nacimiento intersex en Oberá, una mamá apenas adolescente y una familia que sobrevive en la pobreza extrema, un ejército de profesionales de la salud prescribiendo el horror, declaraciones oficiales estampándoles el sello estatal.
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La cobertura mediática de esta y otras historias similares repite sin tregua los lugares comunes de la exaltación indiferente. El anuncio del nacimiento llegó a la opinión pública a través de su calificación inmediata de emergencia nacional. El propio ministro de Salud de la Nación aseguró que la familia misionera sería recibida en Buenos Aires, donde un equipo del Hospital Garraham tendría la misión de resolver el enigma de la asignación del sexo y la tarea de “normalizar” el cuerpo para garantizar el género.
Cada vez que el periodismo argentino redescubre la intersexualidad vuelve a descubrir, además, el recurso al giro estadístico: no hay como la cuenta de los monstruos para producir estremecimientos de ambigüedad gozosa entre quienes, una vez más, nos descubren. ¿Cuál es nuestro número real? ¿Es mucha gente la que nace “así”, es poca, es cuánta? Las estadísticas suelen detenerse allí, en la presunta objetividad de la fórmula. Nadie se atreve a formular las otras preguntas: ¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos? ¿Cómo vivimos? ¿Qué nos hacen? ¿Por qué, para qué? ¿Con qué resultados, con qué consecuencias? ¿Cuál es, exactamente, la emergencia?
Las primeras versiones periodísticas plantearon inadvertidamente la cuestión: en este caso, la noticia es tal porque la única urgencia impostergable era, y es, la vulnerabilidad de la familia a la que el Estado debe dar respuesta con o sin mediaciones hermafroditas. Sin embargo, el eje de la cuestión se desplazó velozmente de la angustia ante los obstáculos materiales para llegar desde la casa en Misiones hasta el hospital en Buenos Aires, para instalarse en esa otra angustia, la que produce la irrupción de seres “con dos sexos” en la frágil hegemonía del monosexismo.
Antes de desplegar cualquier aparato crítico es preciso reconocer que la angustia expresada por la madre es real, y no obedece necesariamente a ninguna complicidad manifiesta con el binario de la diferencia sexual, la medicalización de la vida o la omnipotencia biomédica. La aceleración súbita de los acontecimientos, precipitada por la visibilidad mediática de la situación, hace olvidar otra necesidad básica profundamente descuidada: la necesidad de tiempo y espacio para hacer el duelo por el nacimiento que no ocurrió, y la vida que ya no tendrá lugar. Ese tiempo y ese espacio son las únicas coordenadas posibles en las que podrá inscribirse el nacimiento que sí tuvo lugar, y la vida que de ahora en más ha de transcurrir. No es la criatura quien necesita ser traída de urgencia a Buenos Aires a fin de que sus genitales sean pesados, contados y divididos; es su mamá y quienes la rodean quienes necesitan acompañamiento, apoyo, contención e información. La angustia materna, familiar, comunitaria y social existe, y no debe ser ignorada –pero esa angustia no puede ser resuelta “científicamente” sobre el cuerpo de alguien, quien nació para vivir, y no para convertirse en la encarnación quirúrgica del alivio de quienes l* rodean–.
La intensa atención mediática fijada en la duplicidad del sexo distrae la opinión pública de estos y otros temas. La espectacularidad imaginaria del hermafroditismo oculta, por ejemplo, dos preguntas capitales. Primero, la pregunta por la necesidad de una o más intervenciones médicas. La repetición –entre incrédula y gozosa– de las partes corporales (“un pene y una vagina, un pene y una vagina, un pene... ¡y una vagina!”) parece justificar por sí misma la necesidad de intervenir cuanto antes para erradicar la presencia maléfica de lo que sobra. Y la necesidad de evaluar si existe algún riesgo concreto de malignización gonadal desaparece así de la consideración y la comprensión públicas. Segundo, la pregunta por las consecuencias de la intervención médica –allí donde la necesidad de anclar la identidad en cuerpo monosexuado prevalece sobre cualquier interés en indagar sobre los efectos devastadores de la intervención–.
Cada vez que la intersexualidad aparece en el horizonte de lo registrable se produce, precisamente, una crisis de registro –y, de pronto, un cuerpo humano se convierte en carne dolorosamente inclasificable–. La crisis registral produce, cual efecto dominó, una crisis bioética, y aquello que sería criminal en el contexto de otras vidas y otros cuerpos se convierte en protocolo a obedecer en el contexto de nuestras vidas y nuestros cuerpos. La relación entre genitales y registro enloquece de literalidad –y de pronto, para ser alguien es imprescindible encarnar un género absoluto en la reducida superficie de la entrepierna–.
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La ley 26.743 establece que la inscripción registral del nombre y el sexo no tendrá costos corporales. Eso significa que para acceder al reconocimiento legal de la identidad de género no es necesario someterse a ningún diagnóstico psiquiátrico, ni a tratamiento hormonal alguno. Tampoco es necesaria la esterilización, y ninguna cirugía, de ningún tipo, le es requerida a nadie a fin de acceder a ese reconocimiento. Aunque el género sigue siendo materia de control estatal, y la pobre oferta de géneros legalmente reconocidos sigue reducida a dos, lo cierto es que nadie, bajo ninguna circunstancia, debe ceder su libra de carne para satisfacer requisito corporal alguno a fin de inscribirse en el orden de la ley. Nadie.
Hay países –como Australia y Nueva Zelanda– donde la intersexualidad comienza a ser reconocida como una identidad en sí misma. Alemania estudia la posibilidad de omitir la asignación de sexo cuando ciertas formas de la intersexualidad se hagan presentes en el momento de nacer. Mientras tanto, en la Argentina se puede y se debe proteger la integridad corporal de las personas intersex, limitando la realización de cualquier intervención “normalizante” a su capacidad intransferible de consentirla o rechazarla de manera libre e informada.
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En vano busqué la noticia entre los titulares sobre violaciones a los derechos humanos –aunque algo de eso había ahí donde la encontré–: al parecer el sobrante o el faltante genital siguen siendo considerados amenazas reales al cumplimiento del derecho a la identidad, mientras que, en nuestro caso, el derecho a la salud parece consistir en el sometimiento a procedimientos carecientes de necesidad médica.
Hasta hace relativamente poco la crítica a esos procedimientos en nombre de los derechos humanos estaba limitada al activismo intersex, y a algunos documentos internacionales –como el artículo 18 de los Principios de Yogyakarta, que los identifica como “abusos médicos”, alentando a los estados a “adoptar todas las medidas legislativas, administrativas y de otra índole que sean necesarias a fin de asegurar que el cuerpo de ningún niño o niña sea alterado irreversiblemente por medio de procedimientos médicos que persigan imponer una identidad de género sin el consentimiento pleno, libre e informado de ese niño o niña de acuerdo con su edad y madurez y guiado por el principio de que en todas las acciones concernientes a niñas y niños se tendrá como principal consideración el interés superior de las niñas y los niños”.
En plena consonancia, los dos foros internacionales de activistas intersex –reunidos en Bruselas en el 2011 y en Estocolmo en el 2013– llamaron a “poner punto final a las prácticas mutilantes y ‘normalizadoras’, tales como las cirugías genitales, los tratamientos psicológicos y otros tratamientos médicos, incluyendo el infanticidio y el aborto selectivo (con causa intersex) en algunas partes del mundo”.
Sin embargo, la denuncia de esos procedimientos como violaciones a los derechos humanos ha terminado por rebasar sus límites activistas para convertirse en una cuestión oficial. Así lo prueba el llamado de atención de la alta comisionada para los Derechos Humanos en su informe sobre orientación sexual e identidad de género. Y así lo reafirma, de manera contundente, el informe del relator especial sobre Tortura –el argentino Juan Méndez–, que “llama a los estados a rechazar cualquier legislación que permita tratamientos invasivos e irreversibles, incluyendo la cirugía forzada de normalización de los genitales, la esterilización no consentida, la experimentación contraria a la ética, la exhibición médica, las ‘terapias reparativas’ o las ‘terapias de conversión’, cuando sean ordenadas o administradas sin el consentimiento libre e informado de la persona concernida”. La propia Comisión Interamericana de Derechos Humanos se apresta a realizar en las próximas semanas una audiencia temática sobre la situación de las personas intersex en la región.
Estoy convencido de que estos avances son imparables, y que más temprano que tarde las intervenciones “normalizantes” a las que nos obligaron a someternos serán reconocidas públicamente como violaciones a nuestros derechos humanos. Llegará entonces, así lo espero, un tiempo para hacer(nos) justicia. El cese de la violencia, mientras tanto, no puede esperar.
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No encontré narradas las distintas alternativas de la historia de este nacimiento intersex bajo ningún titular sobre violencia de género, aunque una intervención quirúrgica que se realice sin el consentimiento informado de quien va a encarnarla, con el propósito de inscribirl* en el género femenino, es, por definición, violencia de género. En otros continentes, y bajo otras circunstancias, esta violencia recibe otro nombre: mutilación genital. Femenina o intersex, ¿a quién le importa?
La identificación de los protocolos de intervención médica en situaciones de intersexualidad infantil con formas apenas veladas de misoginia es recurrente, y ha sido profusamente analizada. Algo similar ocurre con la asociación entre los protocolos de atención y la persistencia de la homofobia, la lesbofobia y la transfobia. En esta historia en particular todos los prejuicios, temores y desprecios parecen haberse dado cita a la misma hora, sobre el mismo cuerpo.
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La madre aseguró en una entrevista que los médicos le dijeron que es posible “hacer la operación cuando sea grande, pero que si se hace más chica va a ser mejor para que no se sienta incómoda”. Y agregó: “Pero mi marido y yo tenemos miedo también de que después se sienta hombre”.
Las dos cosas son ciertas. Es cierto que encarnar un cuerpo que desafía la norma puede hacer sentir incomodidad (especialmente en quienes nos rodean), y también es cierto que puede ocurrir que una niña “después se sienta un hombre”. Tan cierto es que muchas niñas se sienten niños “después” sin que medie diferencia corporal alguna, y las personas (incluyendo sus madres y padres) no deberían sentirse en la obligación de cortar alguna parte del cuerpo para evitar que sientan lo que sienten. La historia de la intersexualidad prueba que, sin importar qué parte del cuerpo se corte, lo que se siente, se siente. Y prueba también que donde se corta no se siente.
La insensibilidad genital es irreversible, y hace mucho más que incomodar. Tan es así que las intervenciones no consentidas que la producen son claramente identificadas con la mutilación genital. Muchas niñas, en todo el mundo, dejaron de sentir a causa del miedo mutilante que sentían quienes las rodeaban. Algunas de esas niñas crecieron y se sintieron hombres. Y ellos tampoco sienten.
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Quienes rechazan la práctica de intervenciones quirúrgicas no consentidas para “normalizar” la apariencia de genitales intersex suelen defender el derecho a decidir de quien los encarna. Este derecho, sin embargo, no viene contenido de manera diferencial en genitales que son y se ven de tal o cual manera; como en todos los casos, el derecho de las personas intersex a decidir debe construirse cotidianamente, más allá de su salvaguarda normativa. Se trata de un derecho que precisa del acceso a información precisa y a la oportunidad de brindar consentimiento libremente, pero que también excede la información y el consentimiento. La libertad de decidir requiere de algo más, de mucho más –por empezar, de la celebración–.
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Leo el diario de principio a fin. Y aunque llevo 30 años leyéndolo, no encontré todavía publicada la noticia que espero leer: la novedad de que la pesadilla terminó, de que estamos, por fin, a salvo.
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