–¿Llegaste bien?
Angela Pradelli pregunta eso mientras abre la puerta de su casa, en Adrogué. Para llegar hasta allá desde Capital hay que darle y darle y darle por La gran vía del sur, el nombre de fantasía que el duhaldismo provincial utilizó para promocionar el ensanchamiento de una avenida que hoy se llama Hipólito Yrigoyen y que antes fue Pavón, y antes Calle Oscura, y todavía antes Camino Real y más atrás aún en el tiempo, pampa, nomás. Al principio, en el siglo XIX, fue una huella para llevar vacas a los mataderos, a los saladeros, del otro lado del Riachuelo; hoy día muchos de los que viven en estos barrios del sur del Gran Buenos Aires encaran, cada mañana, esta senda más bien caótica hacia el Puente Pueyrredón. Adrogué, Turdera, Temperley, Lomas de Zamora, Banfield, Remedios de Escalada, Lanús, Gerli, Avellaneda: por ahí circula Combi, la novela que Pradelli acaba de publicar, un libro de viaje con un chofer, una agencia, quince pasajeros de clase media en tránsito hacia sus ocupaciones y la perspectiva incierta de un corte piquetero en un día que es uno más y no, porque transcurre durante el 26 de marzo de 2006 y entonces se cumplen tres años y nueve meses desde el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. 2002: duhaldismo, pero presidencial.
“Empecé a viajar en la combi para dar clases en Buenos Aires, y una vez me tocó una en la que había algo distinto”, cuenta Pradelli después de ofrecer café. “Era una que venía de regreso a Adrogué –sigue–. Cuando llegué al cruce del Puente, entendí: estos tipos viajaban siempre juntos y ese día había faltado alguien y me subieron a mí. Pero había, ahí, una lógica de comunicación en la que yo estaba afuera, mensajes que venían desde la mañana y continuaban en ese momento. Siempre me gustaron los escenarios chiquitos para narrar. Pequeños por lo doméstico, pero también por lo dimensional. Los pasillos de las terapias intensivas, por ejemplo, me parecen lugares donde se cuentan historias muy potentes.”
¿Y por qué más le interesan las situaciones en esos espacios?
–Es que en esas situaciones las personas logran mucha intimidad sin conocerse, o habiéndose conocido hace minutos, o conociéndose de viajes cortísimos. Varias de esas personas que viajaban conmigo ese día se contaban sobre aspectos de su vida muy personales, íntimos. No se encontraban fuera de ahí, no pasaban un fin de semana juntos, no comían asado con amigos, ni se llamaban por teléfono, nada, pero sabían de aspectos de la otra persona que, a lo mejor, eran desconocidos para quienes vivieran con ella. Me pareció una escena bárbara para empezar a contar una historia.
Pero esta historia, la de Combi, quedó en suspenso hasta que hizo su camino otra, El lugar del padre, novela con la que ganó el premio Clarín. Como eso le dio, podría anotarse, cierta fama, unas cuantas personas que habían leído en entrevistas que tenía por delante la escritura de Combi le propusieron sus historias para ser personajes-pasajeros del viaje. “Fue muy curioso eso”, dice.
¿Personas que conocía?
–Sí, pero en la combi me pasó con personas que no conocía. Una vez subió alguien y me dijo: “Ah, deseaba que nos cruzáramos en uno de los viajes, porque quiero ser personaje de tu novela y tengo una historia muy potente que contarte”. Y me contó su historia, que no está en la novela.
Es que hubo otras más potentes. O más convenientes para lo que quería contar. Pradelli hizo varias entrevistas para formatear a sus criaturas de ficción y se encontró con otra cosa curiosa: apenas los tranquilizaba avisándoles que no aparecerían con sus nombres y apellidos, le decían que al contrario, que querían figurar con sus señas reales. “El único que aparece con su nombre verdadero es el fotógrafo Pepe Mateos”, dice la escritora. “Los otros me dieron una cantidad de información muy interesante, imprescindible para mí. Pero luego iban a hacer un viaje en el que yo les iba a hacer decir cosas, o asumir posturas que quizá no les gustaran. No sabía si iban a pensar bien o mal de la policía, o de las movilizaciones, y eso me impediría escribir libremente. Con Pepe Mateos me pasó lo contrario: no podía dejar de poner su nombre real. Por supuesto que a él también lo entrevisté.”
“Durante los primeros meses estaba todo el tiempo recordando la situación, los dos chicos ahí, en el hall de la estación”, dice Pepe Mateos, que con su material documentó la participación de la Policía Bonaerense en los crímenes de Kosteki y Santillán. Lo dice en el libro y lo escuchan, en la combi, los pasajeros, que viajan pendientes de si habrá corte en el Pueyrredón o no, de si llegarán a tiempo al trabajo o no, de las complicaciones que puede traerles. La perspectiva del corte indirectamente interpela, en el relato, a unos viajeros que Pradelli compone y despliega como abanico de posibilidades: una horoscopera trucha de revista, un vendedor de zapatería, una pareja de jubilados machucados porque una hija se mudó a Europa, una maga independiente, un integrante del Equipo Argentino de Antropología Forense, una mujer que baña personas a domicilio, un viejo polaco que busca a su hermano, una vendedora jovencita y llena de granos, un muchacho huérfano y deprimido que pasea por cementerios, una japonesa que dona horas a un banco de lecturas, un director de cine porno, una peruana que teje y estuvo presa y limpia casas. Pradelli cuenta sus historias y los retrata sobre todo a partir de tres vertientes: trabajo, afectos, sueños. Combi es una apuesta neta a un realismo de acá y de ahora que muestra fantástico, entre otras cosas, que la clase media es mucho más heterogénea de lo que pretende generalizarse.
“Nunca puedo partir de una idea para escribir: no me funciona”, dice Pradelli. “Voy viendo cuál es la historia que me interesa contar, en este caso cuáles son los personajes que me interesa subir a la combi; demoré mucho en escribirla porque hay todo un trabajo de composición, pensar los personajes, tratar de escucharlos, y eso me llevó bastante tiempo. Seguramente hay una idea o una ideología sustentando cada una de las historias, porque hay ideología en todo, pero lo pienso al revés. Yo creo que con las buenas ideas no se hace literatura. En Combi me pareció narrativamente muy interesante la posibilidad de poner a convivir muchísimos personajes e historias, porque yo venía de una novela muy íntima, de pocos personajes y como muy económica, en un sentido, y entonces ésta me permitía trabajar en el otro extremo. Y me encantó. Los personajes son comunes y, a la vez, raros. Es una rareza que tenemos todos, me parece, si buscamos un poco. Si uno hurga en lo común, en los espacios pequeños, se encuentra con una cantera de cosas. Depende cómo uno mire, también. A mí me interesan las cosas comunes.” Lo doméstico y lo cotidiano, dice, y menta a Chejov como ejemplo, le parece un territorio “con una potencia literaria enorme”.
¿Y cómo se posiciona, como escritora, frente al “gran personaje”?
–En general no los tomo para escribir. Y si los tomara en algún momento buscaría aquello que los minimiza, o que los humaniza. Me parece que lo heroico pasa más por la intensidad que por la enormidad de los gestos y las historias.
¿Qué papel juegan en la composición de la novela los trabajos, las ocupaciones?
–Es una obsesión. Yo conozco a alguien y a los dos minutos le pregunto dónde trabaja. Es una obsesión personal. Digamos que para mí mucha de la información del personaje está dada por el lugar en el que trabaja, lo que hace, el oficio, la profesión.
¿Por qué?
–No sé por qué. Será la inmigración. La familia que vino de Italia: para ellos, el trabajo era una cosa absolutamente importante y la vida se organizaba alrededor de un eje que era lo laboral. Tal vez. No sé. Pero yo conozco a alguien y enseguida estoy hablando de su cuestión laboral. En la playa, en un banco, en donde sea. Para mí los oficios hablan de uno. Aunque estés haciendo un laburo que no te guste. Y ahí está: el libro es un despliegue de laburos. Me llaman la atención las novelas en que los escritores no ponen de qué trabajan los personajes. Me falta algo cuando no lo encuentro.
El trabajo como forma de dar cuenta de cómo se vive. Eso y lo que se desea: los sueños. Rosalinda, la dueña de la agencia, fantasea con un local más importante; el antropólogo, con tener muchos hijos; la maga, con llenar el Opera; el director, con hacer una película pornográfica-histórica: humanizar a los héroes. Dice Pradelli: “Casi hasta el final trabajé con un epígrafe de (Steven) Millhauser: ‘Podemos decir, pues, que en cierta medida nuestros sueños forman nuestra historia’. Y yo creo que sí, que ir detrás de un sueño, o reconocerlo y abandonarlo absolutamente, tiene que ver con cómo se vive luego la propia historia. Más allá de que se cumpla o no”.
“Empecé a escribir de grande”, cuenta Pradelli. “Salvo esos espantosos poemas que todo el mundo escribe a los 18, que por suerte se pierden en las mudanzas, hasta cerca de los 30 no escribí nada, porque para mí el deseo era la lectura. Yo quería pasarme buena parte de la vida leyendo. Lo primero fueron unos poemas que premiaron en Casa de las Américas, en el ’94. Pero cuando escribo poesía, incluso, tengo muy presente la narrativa, las historias: para mí los géneros están cerca, no veo una marca que señale dónde empieza o termina uno u otro. Encuentro mucha narración en poetas como Gianuzzi, por ejemplo.”
Ese gusto por la mixtura se ve en Combi, en cuya narración aparecen letras de canciones, poemas, listas, carteles, partes meteorológicos, epígrafes de fotos en revistas, recetas y hasta un cuento. “Cuando empecé en periodismo, en Las12, escribía las notas como si fueran cuentos”, dice Pradelli. “De hecho, después usé esos personajes en Turdera; escribía perfiles para una sección con personajes nada conocidos socialmente, pero sí en el pequeño universo que habitaban. Bueno, esos perfiles para mí eran cuentos, no había diferencia. Es más: para mí no había diferencia entre el lector de diarios y el de literatura. Eso me parece que está en esta novela: en la realidad, los registros están mezclados. Y esa contaminación me parece buenísima para el discurso. Los discursos puros, encerrados, me parecen aburridísimos. Como si no tuvieran que ver con la lengua, que es lo contrario; la lengua se nutre de un montón de recursos diferentes. Y no está para encerrarse, encapsulada. Cuando narro, entonces, cruzar esos discursos es mostrar, simplemente, cómo se mezclan en un día.”
Un día entero, justo, es el nombre del exquisito libro de poemas que Pradelli publicó hace tres meses por Ediciones del Dock, un viaje por infancia, recuerdos, detalles de brisas o estaciones, de rostros o gestos, sueños, miedos, noches, familiares y desconocidos. “En discursos alejadísimos de lo poético encuentro poesía”, dice Pradelli. “Lo raro es el momento de la escritura de la poesía; uno tiene una historia en la cabeza y se sienta, la escribe, construye el relato; pero la poesía, más bien, acontece. Por supuesto que luego corrijo, laburo, hago varias versiones, aunque nunca me alejo de ese corazón con el que empieza. Tiene como una respiración que se impone y trabajo alrededor de ella.” Pradelli dice que Un día entero fue escrito a lo largo de 20 años.
¿Qué signan Kosteki y Santillán?
–Cuando empecé a escribir la novela no estaban en la historia, que trataba de unos tipos que viajaban a Buenos Aires. Los pasajeros intercambiaban sus miedos, sus fracasos, sus logros, alegrías y tristezas, pero no estaba el afuera. Y a lo mejor por esto que decía de la lengua, sin ese cruce me parecía una cápsula artificial. Necesitaba que el afuera y el adentro se cruzaran. Desde lo social, lo que pasó con Kosteki y Santillán fue un acto terrible de barbarie, de poder político terrible. Más allá de que los responsables estén con prisión perpetua, haber visto cómo a los cinco minutos de haberlos acribillado los tipos salieron en todos los medios diciendo que los piqueteros se mataron entre ellos, la posibilidad que tuvieron para construir una verdad para proponerle a la sociedad, fue algo espantoso.
“Cuando se producen estas situaciones de corte –dice Pradelli–, de gente que reclama por algo fundamental, por justicia, digamos, es raro el discurso de los que están dentro de la combi, que podrían estar ahí abajo, reclamando; debería operar la comprensión, ahí, como cosa primera, y después la preocupación por no llegar. Pero he escuchado decir a la gente: ‘Estos negros de mierda’. Y no se entiende eso. Porque no es gente diferente, a la que nunca le puede pasar algo parecido: también podrían ser masacrados por la cana, en algún momento. Porque no son reyes de Arabia: es gente que se levanta y va a trabajar todos los días, a la que la guita no le alcanza. Es muy raro.” Los cortes, además, agrega Pradelli, ponen en marcha unos mecanismos de segregación para quienes viven en el Sur: “Tengo ex alumnas de esta zona que cuando terminan la escuela y van a pedir trabajo, tienen que mentir sobre su dirección, porque si dicen que viven por acá se pone en riesgo, por los cortes, que puedan cumplir o asistir. Si vivís pasando Puente Pueyrredón tenés muchas menos posibilidades”.
Es muy curioso, y perverso a la vez, cómo en las protestas campestres de los últimos meses fueron utilizadas mecánicas y terminologías que pertenecen a la tradición de la izquierda: piquetes, asambleas, cortes de ruta.
–Cuando se cortaban los puentes por Kosteki y Santillán estaba mal; con el campo, los cortes de ruta estaban bárbaros. Es perversa la apropiación, sí. Porque, además, son planteos y situaciones completamente diferentes.
¿Qué lectura hace del conflicto?
–Sorprenderse de que los del campo no quieran pagar impuestos me pareció, en algún momento, hasta infantil. Lo que realmente no puedo comprender es que defiendan esa lucha por no pagar impuestos las personas que se beneficiarían con estos recursos aplicados a educación y salud. Porque yo he visto defender a rajatabla las manifestaciones del campo a personas que necesitan de esos impuestos para que el Estado cubra la educación de sus hijos o la medicación de sus padres.
Argumentan que se lo afanan...
–Sí, pero más que un argumento eso me parece una trampa, de la que hay que salir urgente. Por supuesto que nadie quiere políticos corruptos, y nadie está defendiendo eso. Pero la gente tiene que pagar impuestos.
Y tiene que haber un Estado.
–Y tiene que haber escuelas, y el Estado tiene que asegurar educación, salud y justicia. Para eso necesita la contribución.
¿Qué opinión tiene con respecto al rol de los intelectuales de Carta Abierta en esta crisis?
–Me parece imprescindible la participación de los intelectuales. Tiene que ver, por otra parte, con cómo laburan socialmente. Es eso o vivir encapsulado. Como además soy docente, doy clases de Literatura en Turdera, no puedo vivir encapsulada. Porque todo te pasa ahí, en el aula. Todo. Lo bueno y lo malo. Hace muchos años, tal vez la vereda de la escuela era una franja y entonces adentro no pasaba lo que pasaba afuera. Hoy ya no es así. Hoy todo pasa adentro. Y hay armas adentro, y droga, y pibes en conflicto, y violencia. Por ahí a la pregunta más común, ¿por qué está pasando?, habría que invertirla y preguntarse ¿por qué no? Desde ese lugar para mí, entonces, el trabajo de los intelectuales mirando y hablando sobre lo que pasa me parece fundamental. Lo que no quiere decir que sea la única voz que haya que escuchar.
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