Hay una primera conclusión que pudiera parecer un poco evidente al abordar la propuesta de Zona de prólogos: Saer es un escritor para ser releído. Y no lo es sólo porque efectivamente pueden releerse los libros de Saer como hicieron los críticos y escritores convocados en este volumen, sino porque hay algo decididamente abierto e inacabado en el corazón de su sistema literario, hay todavía múltiples entradas para un mundo propio, no cerrado. En ese sentido, la propuesta de Zona de prólogos es ni más ni menos que una invitación para volver a Saer libro por libro, obra por obra en orden cronológico. Otra conclusión, no tan evidente, y que se va desenvolviendo a medida que se avanza en la lectura: no se lee a Saer en contra de otros escritores argentinos. Si bien hay que admitir que él tenía gustos definidos y definiciones estéticas fuertes, que aparecen muy bien representadas en la confrontación que hace Beatriz Sarlo entre el momento de salida de Rayuela (1963) y el de Responso (1964) –confrontación que se agranda porque los dos textos ni siquiera se rozan– o en la consideración de Glosa como novela política que hace Martín Kohan, la obra de Saer obtuvo un grado tal de autonomía que lo alejó del uso posible de tal contra cual; provoca la necesidad de absorberse en su mundo, simplemente se aleja del campo de confrontación, que queda como un horizonte ya lejano donde chisporrotean fuegos cruzados de los años ‘60.
Saer quedó indudablemente incluido en ese diálogo tenso y por momentos de oídos sordos entre los ‘60 y los ‘80, que empezó a abrirse paso desde la apertura democrática. Por entonces, una matriz pluralista y antiautoritaria del discurso literario y el campo cultural vino de la mano de cierto elitismo intelectual que menospreciaba todas aquellas propuestas de escritura que, por una razón o por otra, logarara algún impacto de lectura por decir así, popular. Se rechazó lo comercial, algo un poco absurdo porque el campo editorial de esos años todavía era un páramo (y no Pedro, justamente), en nombre no de la calidad estética sino de la complejidad conceptual y literaria de los libros. Lo curioso es que sin ser un escritor del mercado ni mucho menos, en la mitad de los años ‘80 Saer logró filtrar en el campo literario argentino un combo más que atractivo: con El entenado y Glosa puede deslumbrar a un lector más o menos avezado pero no necesariamente especializado; con La ocasión, llega con el prestigio de un premio como el Nadal. Se lo empieza a estudiar en las facultades, no sólo en la UBA, también en Rosario, en Santa Fe. Este libro, sin ir más lejos, es parte de una iniciativa de la Universidad Nacional del Litoral, donde se nombró a Saer doctor Honoris Causa, título que no llegó a recibir en mano. En la facultad y sus alrededores –bares, calle Corrientes, talleres literarios– empezó a circular su obra, se leían Palo y hueso, La Mayor, Cicatrices, Nadie nada nunca. Era el descubrimiento que a la vez ya era un redescubrimiento: a partir de los ‘80, se lo lee con la plena conciencia de que ese autor había sido muy relegado en las décadas anteriores.
Esa suerte de tensión entre leer por primera vez y releer ahora, tal como lo propone Zona de prólogos, aparece nítida en Noé Jitrik, quien confronta su lectura contemporánea a la salida de El limonero real con la que hace ahora para el libro. Todos los convocados se encuentran, en rigor, con esta suerte de regreso al recuerdo de lectura para la lectura del presente. Hay, entonces, en juego, tres tiempos de lectura: la contemporánea a la salida de los textos, la Gran Recuperación de los ‘80 y esta tercera visita del nuevo siglo, con el autor ausente y la presencia de la novela inacabada, La Grande (muy interesante artículo de Juan José Becerra, que cierra el libro), lo que confirma la sensación de relato que vuelve y envuelve, la puerta que, cuando parece cerrarse, se abre.
Hay que aclarar que aquí el uso de la palabra “prólogo” se inclina para el lado de la metáfora. Como señala el compilador, Paulo Ricci, “es un libro de prólogos al que le faltan, detalle no menor, todos los libros prologados”.
“También es una evocación, desde la lejanía que impone hablar de los libros en su ausencia, de la proximidad que tenemos con muchos de esos textos, escritos que tal vez hace tiempo no visitamos pero que pertenecen a nuestra más preciada intimidad”, señala también Ricci. “Este libro es un pretexto para volver a leer todos los libros de Juan José Saer.”
Que así sea. No sólo para los relectores. Es casi seguro que quien vuelva sobre los pasos de su biblioteca o quien vaya a abordar a Saer por primera vez, vuelva a sentir el sabor –o lo sienta por primera vez– del contacto personal que inmediatamente genera, esa preciada intimidad que señala Ricci. Inmersión en un ciclo que la muerte interrumpió pero sin dejar de permitir que las entradas sigan abiertas, en el futuro, en la zona.
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