“Cuantos más emigren, mejor. El derecho supremo es vivir, y cuando no se puede vivir en un sitio, el deber supremo es irse a vivir a otra parte”, recomendaba el anarquista Rafael Barrett a los hombres y mujeres que habitaban Paraguay a principios de 1910. Cuatro décadas después, los arrestos arbitrarios, la persecución ideológica y la represión política paridos por la Guerra Civil del ’47 y la posterior dictadura de Alfredo Stroessner llevaron al exilio a casi medio millón de paraguayos, entre ellos, a muchos escritores. Augusto Roa Bastos, Hérib Campos Cervera, Rubén Bareiro Saguier y el joven poeta Elvio Romero fueron algunos de los que desde el exilio enriquecieron las letras paraguayas.
Elvio Romero decía que, al igual que miles de sus compatriotas, era un hijo de la intemperie. La historia cuenta que huyendo de Asunción, después de atravesar los esteros del Pilcomayo y de cruzar a pie el Chaco paraguayo, durante aquellos años de la sangrienta revuelta de los pynandí, Romero llegó con lo puesto a Buenos Aires. Comenzaba así su exilio forzado, que se extendería por más de cuatro décadas. Durante esos largos años, la poesía de Elvio Romero se forjó con el nomadismo vital que cultivó en el destierro forzado. La reciente edición de Poesía Completa y el perfil Cielito del Paraguay rescatan la totalidad de la obra de este poeta nacido en el departamento de Caazapá en 1926, uno de los autores fundamentales de la literatura paraguaya del siglo XX.
Romero se definía como un poeta indignado pero también, como bien afirma Enrique Llopis en su extenso perfil, como un genuino cantor del pueblo guaraní. Su poesía trasluce la presencia silenciada de los pueblos que habitan la llamada “tierra sin mal”: los nivaklé, los toba, los sampaná, los guaraní ñandeva y los ayoreos. Pueblos “del palmar y el horizonte”, hombres y mujeres que “sueñan con sus bosques” y “están presos del espejismo de la palmera azul”.
La palabra viajera que denuncia, la ferocidad del monte y la tierra colorada; los padecimientos del Paraguay profundo. “En esta hora, allá, sube al cielo la respiración de los encarcelados, de los torturados, de los perseguidos por su afán de justicia”, arengaba Romero en una de sus conferencias recuperadas en el volumen. Es que en sus años de exilio bonaerense, Romero (en sintonía con Ernesto Cardenal, Nicanor Parra y Nicolás Guillén) escribió su poesía política más feroz, y es la que incluye los poemarios Días roturados (1948), Rosales áridos (1950), Despiertan las fogatas (1953) y El sol bajo las raíces (1956). Cantos igualitarios que defienden a los oprimidos y alientan a la revuelta ante las injusticias históricas del país guaraní: “Hambre a puñado / a puño enardecido./ Bocas rabiosas de dormir hambrientas. / A lo lejos vientres caídos. / La muerte en el camino. / Todo es sencillo”.
Su obsesión por el destierro, la mochila más pesada que tuvo que cargar, sobrevuela toda su obra: De cara al corazón (1961), Un relámpago herido (1967), Los valles imaginarios (1984), pero fundamentalmente Destierro y atardecer (1975) son libros donde la condición de exiliado, el extrañamiento y el contraste entre el “allá” y la nostalgia del “acá” se hacen carne en los versos. “Si me toca volver, si me tocara / volver a lo hondo, al haz de los rastrojos, / ...volvería a cumplir el mismo rito, / volvería a cantar del mismo modo / ...¡la misma luz coronaría a un hombre!”
Paradójicamente, la obra de Romero fue declarada de “utilidad pública” por la dictadura de Stroessner. Cuentan que los poemas de Romero podían ser leídos, pero no recitados, porque la censura oficial se jactaba de ser aplicada en lo político, y no en lo artístico. Desde el stronismo afirmaban que no valía la pena prohibir a un poeta si el número de lectores en el Paraguay era menor que el de asistentes a un partido entre Cerro Porteño y Olimpia. Sin embargo, Romero recién pudo pisar tierra colorada después de 1989, cuando la larga noche dictatorial ya había terminado.
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