Un domingo de fines de abril de hace casi veinte años, con calor carioca, con una brisa del Atlántico que te mantiene con vida, firme en la pileta, buscando la sombra, tentado por los langostinos y por nada más que los langostinos. Al restaurante del viejo y lujoso hotel se entra si seco, si calzado, si con camisa, y apenas para servirse del buffet y salir a las mesas al aire libre. El interior está reservado para los vestidos, para los de Rolex y soleros de lino, para la bijouterie estilo Miami que parece ser el uniforme de la burguesía de Brasil. Excepto un rincón copado, como si estuviera acordonado, por un grupo muy mayor, muy elegante, una banda de ancianos de sacos de tweed impecables, de ese paño tropical wool que inventaron los ingleses para no perder la línea y no morir sofocados en sus colonias. Ahí hay corbatas, pañuelos en el bolsillo del pecho, gemelos, pantalones grises y, misterio de misterios en este país, zapatos a la inglesa y acordonados. Junto a cada viejo elegante hay una anciana impecable, con vestidos últimamente usados por Jackie Kennedy, de los que hacen frufrú por las enaguas, con zapatos de hebilla discreta, peinados rígidos, maquillaje discreto y hasta sombreros. Entre gringos y argentinos de bermudas, este rincón habla francés, bebe cosas claritas en copas pequeñas y evidentemente espera.
La escena en el Harry Cipriani del Copacabana Palace se resuelve con la entrada de una última pareja mayor, igualmente vestida para el Savoy de Londres. Los caballeros se ponen de pie, las damas inclinan la cabeza y los más cercanos, con una sonrisa, besan la mano y saludan en voz baja a Madame la comtesse. Como relojeros, tres mozos se acercan al rincón y comienzan a servir vinos y platos livianos. Van de Madame y su marido hacia cada dama, dejando a los señores para el final, sin parecer impresionados por las solapas que exhiben el cordón de alguna Soberana Orden Imperial, una OBE o un ya olvidado honor austrohúngaro o papal.
Por calendario, los viejos del Cipriani habían nacido en la belle époque de una ciudad que fue capital de un reino y un imperio, y lo era de una república oligárquica, una ciudad de cúpulas francesas y boulevards, de columnatas y ángeles victoriosos que trataban de tapar los viejas casonas coloniales y las nacientes favelas. De niños, esta gente estaba en el pináculo de lo que parecía una vida eterna de privilegio, de besamanos, de ropa rígida y simbólica, de modales exquisitos y sirvientes. Nunca se esperaron que su Brasil cambiara tanto que su infancia resultara increíble, arqueológica, una prueba de que realmente el pasado es otro país. Jeffrey D. Needell, un académico norteamericano enamorado de todo lo brasileño, le dedicó una obra hermosa y profunda a esa infancia, uno de esos libros que ya quisieras que te lo escribieran. Belle époque tropical. Sociedad y cultura de elite en Río de Janeiro a fines del siglo XIX y principios del XX acaba de ser bien traducido y mejor publicado por la Universidad Nacional de Quilmes en su colección Las ciudades y las ideas. El largo nombre académico medio que esconde un libro muy apasionado, muy entretenido y muy pregnado de conclusiones y de ideas.
La imagen argentina del Brasil es, para alegría de muchos de nuestros vecinos, muy norteamericana: el país enorme, la economía enorme, los edificios enormes, la vocación de potencia con algo de desmesura, el desorden como precio y una alegría bastante ficticia salvándolos del desagrado. Todo esto es, como tantas imágenes, falso y a la vez verdadero, con la ventaja solapada de inventar un argentino comparativamente culto, europeo y elegante. Los sujetos del libro de Needell se sorprenderían de este juego de espejos, porque la belle époque brasileña fue un proyecto europeísta, de importación directa, muy a la manera de la Generación del Ochenta, con París de lucero y Londres de ingeniera.
Needell, académicamente, fija el apogeo de esta bella era entre 1898 y 1914, pero para explicar el fenómeno necesita contexto y se remonta a bastante antes. Una época es marcada, después de todo, por gentes nacidas mucho antes de que se pusiera nombre a sus años.
Con lo que se arranca con un breve resumen de la historia del país americano que no tuvo guerra de independencia, la única colonia en la historia en virar metrópolis por la llegada de la corte real –en 1808, corridos por Napoleón–, nuestro único vecino en ser una monarquía imperial por casi todo el siglo diecinueve. Este camino peculiar permite explicar que Brasil tuviera mayoría de esclavos pero Academia de Artes, analfabetismo casi absoluto pero pintores de la Corte, tres metros de caminos empedrados pero palacios nobiliarios y un imaginario visual de coronas y pelucas. También se entiende así la muy personal influencia francesa: la familia imperial es la de Bragança y Orleans, lo que facilitó la inmigración espontánea o fomentada a partir de 1822.
La fecha de 1898 tiene nombre apellido, porque es el año en que asume Campos Sales como presidente, cerrando una década de enfrentamientos entre facciones –reaccionarios contra hacendados, campo contra puertos– que había arrancado con el golpe militar de 1889 que instauró una república donde votaba algo así como el tres por ciento de la población, los varones que sabían leer, eran mayores de 21 y tenían al menos casa propia. Esta presidencia, que coincide con la segunda de Roca, impone la idea positivista de la bandera nacional, “Ordem e Progresso” expresados materialmente en un vasto programa de construcciones y en un notable, súbito cambio en las maneras de la élite. Needell menciona a Buenos Aires como “otro nudo” del proceso de afrancesamiento de esta América latina, pero marca las fuertes diferencias. Por ejemplo, que la clase dirigente “civilizada” de Brasil es de un racismo duro, abierto, reactivo a la mayoría negra: “La elite percibía al Brasil como los colonizadores europeos a otras partes del mundo”, como por ejemplo el Africa. Una figura como el Martín Fierro, un héroe idealizado sobre la figura del gaucho, es simplemente inconcebible para esa generación.
La mayor expresión material de la nueva ideología fue la Avenida Central, cuyos restos se adivinan hoy entre rascacielos en la llamada Rio Branco, plena asfixia del centro carioca. Cuando se concibe el proyecto, Río apenas supera su actual área central, con un puerto viejo en la bahía de Guanabara, quintas desparramadas hacia el norte y alguno que otro audaz tirándose al sur, camino a Copacabana. Esta aldea de piedra de alvenaría y techados de poca pendiente de tejas portuguesas es básicamente la que crearon los portugueses, con alguno que otro espacio mejorado, como el Paço Imperial. Brasil ya tiene, sin embargo, un espacio urbano “civilizado”, Petrópolis, residencia imperial y suburbio de moda para las vacaciones, que en ese entonces no incluían la playa. En Petrópolis las calles son rectas, hay mucho de esa novedad europea que es el parque arbolado y las casas son “modernas”, no esos sobrados donde todos se morían de calor.
La Avenida Central se abre como un tajo en la ciudad vieja, yendo del puerto, al norte, hasta el arranque de los nuevos barrios paquetes, al suroeste. Construirla, a la Haussman, implicó desalojos y expropiaciones, demoliciones y hasta la voladura de un morro que creaba una cuesta fuera de programa. Lo que se alzó en esos lotes irregulares, muchos de encanto triangular, fue de una belleza singular, en todo comparable a nuestra contemporánea –y también modelo, aunque sea para competirle– Avenida de Mayo. El Teatro Municipal, la Escuela de Bellas Artes y una enorme Biblioteca, concentrados en un extremo y frente a una plaza y el mar, mostraban la singular importancia política del proyecto: el Estado se guardaba el arranque del nuevo espacio.
Needell aclara que las delicadas y ornadas fachadas, las cúpulas, máscaras y molduras cubren espacios interiores muy inferiores, lo que define, con cierta malicia, como una cara europea para un cuerpo brasileño. Este fenómeno es muy común en la misma Europa, donde fachadas palaciegas disimulaban conejeras en propiedad horizontal hasta bien entrada la era del racionalismo. Pero la metáfora se extiende a la adopción “de las formas europeas” por una sociedad todavía colonial, conservadora, inconmovible al cambio social. La clase dirigente se educa en francés, con modales refinadísimos y hasta clases de “comportamiento social” con nota y todo, además de códigos de vestimenta muy exigentes. Nada hay de práctico en esta formación de colegio caro, donde de hecho se inculca que todo lo práctico es inelegante, basto y plebeyo. Brasil tiene una sola escuela técnica, manejada por el Ejército –que sí necesitaba matemáticas e ingeniería– y reservada para la clase media en ascenso pero no tanto.
Esta máscara se extiende con toda naturalidad a los clubes sociales, con el Casino, el Clube dos Diários y el Jockey Club alternando en el pináculo. Needell señala la llegada del turf como deporte aristocrático y el peculiar uso de la ópera como escaparate social, tan alejado de la idea de formación cultural que los pocos teatros ni tenían “paraísos” de entradas baratas, grandes formadores del gusto y de los músicos. En rigor, lo que describe el norteamericano es un mecanismo de definición social filtrado por el alto precio de la membresía o de la entrada, que servía para moverse entre iguales, hacer negocios, arreglar casamientos y cementar el círculo dorado de la elite. El inmenso estatismo de esta época, una suerte de mercantilismo pero aplicado al propio país por su propio gobierno, paralizaba toda vida económica exterior al Estado: sólo el favor oficial, los contactos clientelares, permitían hacer fortuna y mantenerla.
Esta rigidez se explica en parte por la histórica inestabilidad de la economía brasileña, hecha de ciclos de riqueza explosiva seguidos de decadencias súbitas. Así como Félix Luna siempre subrayó la pobreza espartana de las clases dirigentes criollas, forma de destacar el asombro de la opulencia de fines del siglo diecinueve, la nota dominante en nuestro vecino es el subibaja de las fortunas. Brasil arrancó con capital en Bahía, economía del azúcar y fortunas creadas por la importación de esclavos. Pero luego cae el azúcar, la riqueza se muda al sur y al cultivo del café, Río deviene la capital y casi inmediatamente se deprime. San Pablo y Minas Gerais, respectivamente una aldea ganadera y un polo minero, crecen como los nuevos centros cafeteros y el ciclo vuelve a arrancar. Cada cambio deja una región como colgada del pincel, viviendo de glorias pasadas y con una elite de buenos apellidos y nada en la cuenta bancaria.
Estos apellidos no eran, como en la España quevediana, apenas una carga de hidalgos. Eran la llave al único mecanismo real de entrada a la elite carioca de la belle époque, el clientelismo entre “gentes bien”. Needell describe los mecanismos por los cuales “parientes” pobres eran como adoptados y, de acuerdo con sus talentos, su alcurnia o su suerte, recibían empleos públicos, sinecuras u oportunidades de negocio tuteladas por el patronazgo estatal. En parte, esta descripción se lee como una suerte de agencia matrimonial, con niños y niñas de buenas familias del interior colocados en la capital. Los que mandaban necesitaban estas inyecciones, porque la élite era realmente pequeña y no era cosa de andar casando hijas con tenderos.
Estas manías sociales daban también alguna estabilidad a los que parecían vivir la frase de Marx, la de que todo lo sólido se desvanece en el aire. Grandes o pequeñas, las residencias particulares eran irreconocibles para los que se mudaban, con techos altos, molduras, aires franceses y la batería de muebles, bibelots y objetos de arte necesarios para la vida victoriana tardía. Hasta la ropa era irreconocible de una generación a otra, con los brasileños de clase alta transpirando en sus levitas y cuellos duros, torturados por los zapatos de horma fina y llevando del brazo a damas que se desvanecían, románticamente, por la asfixia de sus corsets. La moda, destaca Needell, es algo profundamente simbólico e independiente del confort.
Y no sólo la moda, porque el fin de siglo es la llegada de la idea de consumo a este lado del Atlántico, la aparición de las grandes tiendas, de la venta por catálogo, de la experiencia de ir de compras. Con originalidad, Needell apunta que crear calles de comercios modernos liberó a las mujeres de esa especie de purdah árabe que les impedía literalmente salir a la calle. Hasta bien entrado el siglo diecinueve, las compras las hacían las domésticas, ellas sí libres de circular, o los vendedores iban de casa en casa. Al hacerse “decente” la idea de ir de compras, se transforma en una salida, una oportunidad de lucir vestidos y de mostrar el grado de “civilización” de la familia. Al mismo tiempo se imponen los primeros medios masivos, los diarios, y se crean los primeros medios de transporte públicos, los tranvías a caballo. De la clase media para arriba, los cariocas comienzan a moverse.
La tensión social encuentra en el consumo conspicuo un nuevo escenario. La idea, nuevamente, viene de Francia y ya en 1830 fue sintetizada por el gran Balzac: “La nobleza se traduce en cosas”. Río se puebla de tiendas de alto vuelo, las de moda afrancesadas y las de muebles a la inglesa, con mercaderías casi exclusivamente importadas. Needell señala tres niveles de consumo que caracterizan a esta elite finisecular: la ropa preciosista, la casa abarrotada y la moda de tener una querida pública y “oficial”, de preferencia francesa pero obligatoriamente blanca. El rico civilizado pasa no sólo a mostrarse en público con mujeres de elegancia de alto presupuesto, sino que abre una segunda casa para los amigos y sus queridas. La prostitución de alto precio se transforma en un servicio abierto y en absoluto vergonzante.
El final de la historia de Needell se reserva a lo más perdurable de esta etapa, la vida intelectual. Brasil había tenido ya una generación de románticos, bastante olvidada y olvidable, pero no una figura tan fuera de catálogo como Sarmiento (en lo político como en lo literario). El ensayista norteamericano elige concentrarse en la literatura en parte por la casi nula vida musical local –aclarando que se refiere a la música “culta” y no a la formidable criatura que ya se estaba gestando y daría el samba– y en parte por el plúmbeo acartonamiento de la pintura brasileña, alérgica a toda idea de impresionismo o postimpresionismo. De hecho, podría haber declarado que elige las letras porque en esta belle époque de palmeras surgieron los dos primeros escritorazos que despertaron al portugués de su sueño.
Esta literatura tiene la curiosidad de ser un mecanismo de ascenso social oficializado. Antes de tener los libros, por así decirlo, Brasil tuvo una Academia de Letras, tan a la francesa que sus sillas tienen nombre y sus miembros un uniforme a la Luis Napoleón. asombroso de entorchados y oros bordados. El hombre de letras no tiene mercado en un país donde casi nadie sabe leer, excepto en el periodismo, escenario para lucirse política o socialmente, o ganapán para bohemios automarginados. Pero la pluma sí permite ser aceptado en la élite, lo que implica que los escritores reconocidos como “cultos” reciben ellos también un buen empleo público, una cátedra o hasta una banca en la maqueta de legislativo de la república de pocos. Es la historia del mejor escritor de esta época, Machado de Assis, mulato pobre que vendía pasteles en la puerta de un colegio de señoritas, que aprendió francés con un panadero inmigrante y se educó solito leyendo en trasnoche. A fuerza de talento, fue aceptado y pasó su vida como empleado de ministerio, adulado como figura de las letras y presidente de la Academia. Nombres justamente olvidados como el de Olavio Bilac, Paulo Barreto o Coelho Neto siguieron caminos similares con mayor o menor suerte.
El otro gran escritor es, por supuesto, el ingeniero Euclides da Cunha, que un poco por casualidad terminó de corresponsal de la guerra Dos Canudos, la revuelta monárquica y mística de Antonio Conselheiro. Con sus notas de viaje, Da Cunha escribe Os Sertoes, una historia tan potente que el mismo Mario Vargas Llosa la refritó en La guerra del fin del mundo. Hizo bien el peruano, porque lo que tiene de fuerte la historia lo tiene también la prosa victoriana, vueltera y afrancesada del autor, paralizado de temor por no quedar como un “civilizado”. El libro fue un enorme bestseller saludado como algo así como un Nuevo Periodismo de la era.
Esta Río, comenta al final Needell, es no sólo “una ciudad lejana sino también una ciudad muerta”. La Gran Guerra de 1914 liquidó toda ilusión de progreso indefinido a nivel global y la muerte en 1922 de los últimos dos escritores famosos de esa generación, Joao do Rio y Lima Barreto, le abrió el camino al modernismo en la cultura. La ciudad francesa que asomó frente a Niteroi fue pulverizada por la avalancha de edificios en altura y el tránsito masivo de una megaurbe: nadie podría reconocer la Avenida Central en el centro carioca, como sí se puede encontrar la Avenida de Mayo en Buenos Aires. La Rua do Ouvidor, que fue el centro de la moda y de las librerías-tertulia, es una guarangada de tiendas baratas y bloques de oficina.
El injerto no prendió, como sí prendió el posterior y americano. Y los últimos testigos llegaron a este siglo con sus tweeds y sus diamantes, muriendo en las últimas ceremonias en un hotel entre turistas de shorts.
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