Juan Carlos Onetti recordaba haber tenido una infancia feliz, pero los reparos que le hacía a su propio recuerdo eran inevitables y onettianos. “Tal vez no exista un período de la vida tan profundamente personal, tan íntimo, tan mentiroso en el recuerdo como éste. Hay decenas de libros autobiográficos sobre el tema: la experiencia me ha enseñado a saltearlos. Ningún niño puede contarnos su paulatino y sorpresivo, desconcertante, maravilloso, repulsivo descubrimiento de su mundo particular. Y los adultos que lo han intentado padecen siempre de un exceso de perspectiva.”
Pues bien: comienzo más bien deprimente pero realista para abordar el último libro de Paul Auster, Informe del interior, que salvo en su última parte trata del niño que fue, y lo hace como una profunda inmersión del adulto en el niño, o sea, acepta de entrada y no oculta en absoluto el riesgo de ese “exceso de perspectiva” del que hablaba Onetti, salvo que explica que hay muchos momentos que no recuerda o en los que no se reconoce, como una pérdida de la relación adulto-niño, y la excursión se convierte así en una búsqueda por reconstruir eso que parece haberse perdido entre los doce y los catorce años. Y el primer resultado, desde ya, es una falta absoluta de sentimentalismo, un arranque un tanto apático si se quiere. Como si aquellos territorios de la infancia identificados con la aventura, el descubrimiento y la intimidad le fueran un poco ajenos. Pero Auster es Auster: no sólo está en buena posición para narrar su propia infancia sino que gradualmente va ganando el interés y el corazón del lector, y nos pone frente al ineludible espejo de la propia infancia. De todas formas, cualquier atisbo de infancia genérica válida para todos, es, apenas, un telón de fondo para recortar la suya, que resulta a su vez una historia cultural de la infancia de un chico norteamericano crecido en la posguerra.
Cuando Auster deja de ser niño, cuando Auster deja la adolescencia, el hombre no sólo está por llegar a la luna sino que ya fue enviado a Vietnam. Es otro mundo. Es otra historia.
Paul Auster tiene las mismas sospechas que Onetti acerca de lo engañoso que puede resultar recordar la propia infancia, paraíso perdido si los hay, entre todos los paraísos perdidos posibles. Descree de sus recuerdos. Dice (narrando en segunda): “La única prueba que posees de que tus recuerdos no son enteramente engañosos es el hecho de que a veces incurres en la misma forma de pensar. A tus sesenta y tantos años persisten vestigios, el animismo de la primera infancia aún no se ha desterrado por completo de tu intelecto, y todos los veranos, cuando te tumbas en la hierba, observas las nubes viajeras y ves cómo se transforman en caras, en pájaros y animales, en estados, países y reinos imaginarios. Las rejillas de los coches te siguen sugiriendo dientes y el sacacorchos continúa siendo una bailarina de ballet”.
¿Qué busca Auster en su infancia? Uno sospecha al comienzo que puede tratarse de una imposición entre personal y literaria. Si en Diario de invierno se hacía foco en el cuerpo –su madurez, el proceso de envejecimiento, los efectos del paso del tiempo– este “informe del interior” vendría a ser su reverso y complemento perfectos: aquello primigenio y no mancillado aún ni por el tiempo ni por la sociedad, que constituye la primera hora de la vida; esos años que el tiempo se encargará tanto de mistificar como de borrar, convirtiendo la infancia en un ensayo, un borrador. Pero la verdad es que Paul Auster, si se hizo un encargo a sí mismo, también se superó a sí mismo al cumplir con el encargo. Hay aquí una resonancia de un gran libro como La invención de la soledad (la ausencia casi completa del padre, salvo en unos pocos recuerdos, es notable y casi clamorosa en Informe del interior) y un impulso por ir más allá del “programa” más obvio de un libro sobre la propia educación sentimental.
Paul Auster gradualmente irá revelando que era un chico norteamericano modelo, no en sentido virtuoso sino más bien como la horma que encaja perfectamente en el molde de los normales años cincuenta... (hasta que descubre un leve desvío de lo normal, su judaísmo, el de sus padres). Pero antes de esa revelación afirma: “En aquella época tus circunstancias eran las siguientes: la Norteamérica de mediados de siglo, madre y padre; triciclos, bicicletas y carritos; radio y televisión en blanco y negro; coches con palanca de cambios normal; dos apartamentos pequeños y después una casa en un barrio de las afueras; salud precaria al principio y después más adelante la fortaleza física normal de la niñez; colegio público; familia de esforzada clase media; ciudad de quince mil habitantes poblada de protestantes, católicos y judíos, todos blancos salvo por algunos negros; una hermana pequeña y ocho primos hermanos; tebeos, sopa Campbell’s, pan de molde Wonder y guisantes de lata, coches con el motor trucado y cigarrillos a veintitrés centavos el paquete...”
En ese contexto, el niño Paul irá creciendo en una escuela “progre” que aplicaba un plan educativo tal que evitaba que los alumnos tuvieran que hacer tareas en su hogar, algo que –si uno piensa en su infancia– es revolucionario, abría la tarde entera a otro mundo, y que por supuesto se cortaría abruptamente al entrar en el secundario. Y también se convertirá en un fanático absoluto del béisbol y el fútbol americano, y en general todos los deportes. No es en absoluto, la suya, la historia de un chico tímido, minusválido o hipersensible, y en verdad, si nos dejásemos llevar por ciertos prejuicios y estereotipos, poco y nada de lo que aquí se narra llevaría al retrato del artista cachorro. Pero tampoco se trata de la historia de un patán. Es más bien la historia de la construcción de esa perspectiva de Onetti, en el esfuerzo simultáneo de no reducirla a la medida del chico y no licuarla en la visión del adulto. Es la reconstrucción de la perspectiva sobre la infancia, una que no sea totalmente adulta ni totalmente infantil. Y eso a lo que Auster logra acercarse mucho en la primera parte del libro (el “Informe del interior”) lo consuma en plenitud en la segunda parte, “Dos golpes en la cabeza”.
Esos “dos golpes en la cabeza” son dos films vistos de chico: a los diez años, sus padres lo dejan con otro amigo a solas en una sala de cine para ver El increíble hombre menguante, de Jack Arnold. Se trata de la novela de Richard Matheson, quien también escribió el guión de la película. Paul no sólo no puede dejar de identificarse con un adulto que expuesto a una radiación ve convertirse su cuerpo en el de un chico de diez años como él (luego todo empeorará y se convertirá en una miniatura de diez centímetros) sino que en el horror fascinado y fascinante de la pantalla de la que no puede quitar los ojos, descubrirá la ausencia de Dios, la soledad absoluta del hombre, algo de lo que le espera en ese mundo adulto que parece negársele al hombre menguante. Paul Auster sale agobiado de la sala de cine.
A los catorce años, por televisión, en un programa llamado La película del millón de dólares, recibirá hasta el cansancio (el programa recurre al recurso de las repeticiones, así que el mismo film puede verse varios días a la semana en diferentes horarios) el segundo golpe en la cabeza, el mazazo de Soy un fugitivo, de Mervyn LeRoy. A la manera de Los miserables, un hombre que vuelve de la Gran Guerra y se enfrenta paulatinamente con la falta de trabajo (el film transcurre en 1919 pero refleja claramente la crisis de los años treinta, cuando fue realizado), se convierte en delincuente por una hamburguesa (un símbolo norteamericano) y va a parar a una prisión terrorífica, donde se lo somete a trabajos forzados. Escapa, adquiere otra personalidad, se convierte en un gran constructor de puentes, pero el pasado no lo suelta así nomás. Moraleja: siempre será un fugitivo, un marginal para la ley. Ya más crecido, lejos de Dios, Paul Auster descubre en este segundo film la injusticia social sin límites.
El relato de ambos films es impecable y quizás aquí el escritor sí logra la hazaña que el escéptico Onetti negaba como posible.
Informe del interior se publica en Argentina casi en coincidencia con la reedición de Ensayos completos de Paul Auster, donde conviven libros enteros como La invención de la soledad o A salto de mata con artículos breves (aquí se reproduce uno sobre Salman Rushdie, cuando el 14 de febrero se cumplen 25 años de la fatwa promulgada en su contra por Los versos satánicos) y entrevistas. Leer ambos libros (aun si se lee el de ensayos “a salto de mata”) más o menos en simultáneo permite obtener no solo un panorama abarcativo de Auster sino discutir un poco con esa idea/ imagen que lo coloca casi de espaldas a la cultura norteamericana, resaltando su estadía en París, su relación con poetas como Jacques Dupin y su cosmopolitismo y formación cool universitaria. En todo caso, esa imagen que acepta que Auster es a lo sumo representativo de la ciudad de Nueva York (donde reside desde los años setenta) y no de los Estados Unidos más profundos.
Como él mismo subraya en varios momentos, su libro de infancia es no sólo un retrato oriundo de Nueva Jersey sino especialmente de Newark, una ciudad de quince mil habitantes donde descubrirse judío no era lo mismo que hacerlo en Nueva York, y donde años después tendría lugar una revuelta negra fuertemente reprimida. Su infancia es una infancia pueblerina. En fin, sin negar esa aura europea con la que se lo suele engalanar, la historia de este muchacho que amaba el béisbol es profundamente norteamericana y ayuda a apreciar un poco más esta cultura que en lo que va del nuevo siglo vuelve a resurgir de algunas cenizas. Y que tiene en Paul Auster un genuino producto, no insular ni sólo disidente de Vietnam. Ya se dijo: no es la suya la historia de un artista cachorro y tampoco la de un patriótico patán. Paul Auster es un escritor más complejo de lo que seguramente muchos han creído en su momento; alguien que a veces también se ha dejado seducir por cierta fluidez, cierta música del azar. Pero sin dudas, lo suyo tiene la solidez de aquello largamente enraizado en la vida familiar y social, en el pueblo y en la infancia. O es que habrá que aceptar que finalmente supo adquirir una perspectiva, sin caer en sus desbordes autocomplacientes.
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