Padre, madre, hermanos, ¡ay!
Sigmund Freud nació en Freiberg, Moravia, en 1856. En realidad quien nació fue Segismund Freud, pero luego perdió dos letras, una “e” y una “s”, letras que juntas, en alemán, pueden traducirse como “eso”.
Su padre se llamaba Kallamon Jacob, pero era conocido solamente por Jacob. Quizás esto fue resultado de un mal negocio en el rubro de las lanas, en el que había “comprometido su buen nombre”; tal vez perdió uno de los dos.
La madre se llamaba Amalia Nathansohn y le llevaba veinte años a Sigmund. Kallamon, por su parte, le llevaba diecinueve años a Amalia. Debió ser difícil para Amalia, ya que no solamente se casó con un hombre diecinueve años más grande que ella, sino que, encima, su primer hijo... ¡fue Sigmund Freud!
Sigmund la recuerda como la madre perfecta, lo cual tiene sentido si pensamos que fue la mujer con la que él desarrolló su Edipo. Sin embargo, para algunos de sus nietos era una mujer muy autoritaria, algo vulgar y muy egoísta.
Ya que Freud llegó a la conclusión de que los recuerdos de la infancia son necesariamente encubridores, le resultó muy práctico recordar a su madre como un ser maravilloso, que sabía coser, bordar, abrir la puerta para ir a jugar, que cantaba el tango como ninguna, que era la más agraciada, la más renombrada de la población, una mujer con sombrero, como un cuadro del viejo Chagall, ojos negros, piel canela, a la que seguramente, en sus momentos más edípicos, Sigmund le cantaría “me importas tú y tú y tú y solamente tú”. Total, después viene la represión y todo queda en el generoso olvido.
Dicen que, antes de casarse con Amalia, Jacob se había casado dos veces. De su primer matrimonio, con Sally Kanner, nacieron dos hijos: Emmanuel y Philipp. Sally falleció en 1852.
Sobre la segunda esposa, Rebecca, no hay mayores datos.
Es posible que se haya divorciado luego de cuatro años de matrimonio y quizás ella se haya llevado uno de sus dos nombres, además de parte de su casi inexistente fortuna.
Finalmente, Kallamon Jacob se casó con Amalia. Dada la diferencia de edad en la pareja, es probable que ella lo llamara “Tutan-Kallamón” y él decidiera quitarse el primer nombre para evitar males mayores (mayores que él, sobre todo, y que ella).
Cuando Sigmund nació, su medio hermano Emmanuel ya había tenido un hijo, John. O sea que, en el mismo momento de llegar al mundo, Freud ya era “medio tío”.
La esposa de Emmanuel, Marie, media cuñada de Sigmund, lo cuidaba a veces, cuando Amalia ayudaba a Jacob en el negocio de lanas o cocinaba knodels (albóndigas) para toda la familia. O estaba enferma. O embarazada. Amalia se pasó la infancia de Sigmund pariendo bebés.
Siete en cosa de diez años. Seguramente, él se preguntaba “¿de dónde vienen los niños?” sin poder contestárselo; debía tener muy clara la respuesta para “¿adónde vienen?”: “¡A mi casa, los niños vienen a mi casa!”.
Algunos autores se plantean por qué Jacob y Amalia dejaron de tener hijos cuando él tenía cincuenta y ella veintinueve (años, no hijos). Si usted le pregunta a alguien que tiene que mantener a ocho niños y dos hijos grandes por qué no tiene más bebés, es probable que reciba algún eructo, gasecito, patadita (de los niños) o un llanto desesperado (de los padres) como respuesta.
Sin embargo, cabe preguntarse cómo hicieron Jacob y Amalia para no generar más hijos. Surgen opciones diversas:
* Utilizaban un anticonceptivo natural: programaban a sus bebés para que, cada vez que ellos se acostaban, alguno de los pequeños llorara y los interrumpiera.
* Jacob decidió renunciar al sexo y dedicarse full time a buscar excusas para su fracaso comercial.
* Amalia le juró que, si llegaban a tener otro bebé, lo iba a llamar Kallamon.
* Se turnaban para fingir jaquecas.
* Los frenó el miedo a que el pequeño Sigmund los viera en medio de una relación sexual y después escribiera una teoría al respecto.
La acción transcurre en el monte Sinaí. Moisés está grabando letras en unas piedras, mientras piensa. A un costado, Freud, viejo, vestido de blanco, con una pipa y un paño de hilo blanco sobre la cabeza.
Moisés: (Hablando para sí) No fumarás, no beberás, no especularás, no roncarás, no desafinarás, no histeriquearás, no sobreprotegerás... ¡No sirven, no sirven! ¿Qué pongo? (Más fuerte.) ¡Ya sé! ¡No idolatrarás!
Freud: ¿Le parece que con esa sola indicación va a frenar usted los impulsos de tanta gente por creer que existen seres superiores?
Moisés: ¿Quién es usted? ¿Una nueva manera de aparecerse de Dios? ¿No le alcanzó con la zarza ardiente y ahora se disfraza de viejo judío?
Freud: No me idolatre, no me trate como si fuera Dios... Hágase cargo de que está grabando sus propios deseos.
Moisés: No son mis deseos, son leyes que vienen de Dios.
Freud: Moisés, ¿de quién se defiende? Si les quiere contar eso a los hombres sencillos que lo esperan debajo del monte, allá usted. Pero, en realidad, a usted le gusta que los demás sigan sus deseos como si usted fuese su padre, el faraón...
Moisés: ¡El faraón no era mi padre! La hija me encontró en una cestita en medio del Nilo.
Freud: ¡Moisés, conmigo no! ¿Qué les pasa? ¡A uno lo encuentran en una canastita en medio del río, a otro lo cuelgan de los pies y lo dejan abandonado, a otro lo amamanta una loba junto a su hermano mellizo, a otro la madre lo mete en un río que da vida eterna, pero lo sostiene del talón, a otro lo conciben sin sexo..! ¡¿Todos tienen origen traumático?!
¿Nadie nació naturalmente? ¡Dios mío!
Moisés: No nombre a Dios en vano.
Freud: ¿Por qué? ¿Está prohibido?
Moisés: Todavía no, pero es una buena idea. (Graba: “No nombrarás a Dios en vano”.)
Freud: Hábleme de su madre, la hija del faraón.
Moisés: No es mi madre. Me encontró en la cestita.
Freud: Veo que le resulta difícil hablar de ella; entonces, hábleme de su padre, el faraón.
Moisés: ¡No es mi padre! ¿De donde sacó semejante idea?
Freud: Me dijo usted que la hija del faraón lo encontró “en la cesta”; es decir, “in-cesta”, ¿se entiende? No debería negar a su padre ni a su madre. Debería honrarlos.
Moisés: Esa no es una mala idea. (Graba: “Honrarás a tus padres”.)
Freud: La idea fue mía, no me la robe. (Moisés graba: “No robarás”. Freud se queda en silencio. Moisés lo mira inquisitivamente, como esperando que diga algo.) Está usted codiciando mis ideas, eso está mal. (Moisés graba: “No codiciarás”.) Ahora cree usted que yo soy Dios y que ésos son mis deseos, ¡por eso los graba!
Moisés: ¿Es o no es?
Freud: ¿Usted qué piensa?
Moisés: Que no es.
Freud: ¿Por qué?
Moisés: Porque usted me lo dijo.
Freud: Mire, yo creo que no lo soy simplemente porque yo no creo en él. Para mí, las religiones son un delirio compartido y yo no podría ser alguien en quien yo mismo no creo. En cambio, si usted es creyente, para usted podría serlo.
Moisés: Usted es complicado.
Freud: Los caminos del psicoanálisis son misteriosos.
Moisés: A ver, cuénteme qué hace: ¿cómo es su manera de trabajar?
Freud: Las personas vienen y trabajamos seis días a la semana.
Moisés: ¡Eso me gusta! (Graba: “trabajarás seis días y descansarás el séptimo”) ¿Qué más?
Freud: Deben decir lo primero que les pase por la cabeza.
Moisés: Esa idea no. Son judíos: si los dejo decir lo que quieran, pasarán todo el tiempo criticándome. ¡Ayúdeme!
Freud: Bueno, lo escucho.
Moisés: Se me ocurre algo como “soy tu dios, tu único dios, el que te sacó de Egipto”.
Freud: Me suena un poco narcisista. ¡Unico, único... todos se sienten únicos! Conozco casos de hijos únicos, de padres únicos, pero... ¿dios único? Es como demasiado.
Moisés: Es que los egipcios son politeístas.
Freud: Y los niños son perversos polimorfos.
Moisés: Dios es innombrable, incognoscible, irrepresentable.
Freud: ¿Inconsciente?
Moisés: ¿A usted qué le parece?
Freud se despierta. Está en su cama, tiene más de setenta años. Se dice: “¡Qué raro, qué raro! Bueno, al fin y al cabo, ¿quién no soñó alguna vez con ser hijo de una princesa egipcia?”.
El 6 de mayo de 1936, Freud cumplió ochenta años. Desde luego, toda la comunidad psicoanalítica celebró el acontecimiento: muchos lo festejaron, otros lo olvidaron y algunos lo interpretaron. El propio Freud no quiso recibir demasiadas felicitaciones; al menos, no más que las que pudiera recordar, repetir y elaborar. Aceptó que la IPA (Asociación Psicoanalítica Internacional) editara un álbum con las fotos de todos sus miembros, siempre que todos salieran más feos que él.
La situación no era como para festejar porque los austríacos estaban cada día un poco más alemanes y reclamaban su derecho a sufrir la brutalidad nazi en su territorio nacional. Esperaban que Hitler los anexara rápidamente, para no tener que soportar un día más la oprobiosa libertad de tener que pensar lo que quisieran y, en cambio, disfrutar del cómodo placer de actuar según lo que les ordenara él.
Freud, en aquellos tiempos, sufría otra vez procesos malignos (en este caso, no nos referimos al nazismo, aunque también).
Se sabe que Freud recibió muchísimas felicitaciones de todas partes del mundo y las respondió, en muchos casos, por escrito. El lector podrá inferir que no disponemos de las cartas que Freud recibió, ya que seguramente las quemó, según su costumbre. En cambio, es posible que las que él envió estén en algún lugar del mundo, que hayan sido atesoradas por los receptores y luego por sus descendientes, sus albaceas o sus acreedores y que hoy forman parte del patrimonio universal o particular.
No disponemos de ese material tan valioso, pero haremos uso de nuestra propia creatividad para imaginar algunas:
* A Hitler: “Le agradezco muchísimo que no me haya enviado usted ninguna carta, la cual, en su caso, sospecho, tendría tono amenazador antes que celebratorio. Me permito, en cambio, responder a su inexistente misiva con este texto con la tranquilidad que me da saber que usted, lejos de leerlo, hará lo mismo que hizo con todas mis obras; es decir, lo quemará”.
* A Einstein: “Querido Albert, el tiempo pasa o nosotros pasamos por él, usted sabrá. Por eso, me asombra que me felicite usted por algo que, según sus ideas, es un fenómeno físico y no un mérito personal: llegar a los ochenta años. Por otra parte, he de decirle que ni mi masa ni mi energía son las de antes. No pienso responder a su probable pregunta sobre qué entiendo yo por ‘antes’”.
* A Jung: “Carl Gustav, gracias por tus buenos deseos y, ya que tú crees en Dios, te deseo que él te conceda a ti el doble de lo que me deseas a mí y que ambos podamos soportar tal cosa, como fuera”.
* A Picasso: “Estimadísimo Pablo, le estoy eternamente agradecido por el exquisito mensaje que me ha enviado y, aunque no entiendo en absoluto su significado, he de deducir que se trata de un saludo de cumpleaños, no por lo que la imagen devela, sino por la fecha en la que lo recibí”.
* A Trotsky: “Le agradezco profundamente que, esté usted donde esté, haya desperdiciado parte de su plusvalioso tiempo, dedicado a la lucha por la revolución permanente, para gastarlo en la decadente costumbre burguesa de celebrar aniversarios individuales”.
* A Stalin: “Le agradezco la brevedad y exactitud de sus palabras. Y no, no sé dónde está Trotsky”.
* A Neruda: “Gracias por su mensaje por mis ochenta años. Le confieso que he vivido y, en esta noche callada, como ausente, podría escribir las interpretaciones más tristes”.
* A Eisenstein: “Sabe usted que, cuando uno cumple años, suele recordar hechos de su infancia. A propósito, ¿tuvo usted de niño algún episodio traumático con un cochecito?”.
* A Brecht: “Algunos pacientes se psicoanalizan un día y son buenos. Otros vienen seis veces por semana y son mejores. Pero están los que se psicoanalizan toda la vida; ésos son los imprescindibles”.
* A Marx (Groucho): “He recibido una carta de felicitación maravillosa. No ha sido ésta”.
* A Gandhi: “Me siento honrado de ser reconocido por un luchador idealista como usted, pero yo soy más escéptico: no creo que ayunando logremos conseguir el apoyo mundial para el psicoanálisis”.
* A Borges: “Agradezco su saludo tan bellamente escrito, pero mucho me temo que idealiza usted mi relación con el sitio en el que vivo: he de decirle a que a mí con Viena no me une el amor, sino el espanto... ¿Será por eso que la quiero tanto?”.
* A Agatha Christie: “Agradezco la carta que me ha llegado firmada con su nombre, aunque, por la caligrafía varonil, el papel barato y algunos términos un tanto vulgares, sospecho que en realidad no ha sido usted quien la escribió, sino su mayordomo”.
* A Melanie Klein: “Mi hija Anna y yo le agradecemos su cálido mensaje, pero he de aclararle que quien cumple ochenta años soy yo, no ella. También le agradezco el objeto que me envió y le tengo dos noticias al respecto, una buena y una mala: el objeto se rompió, pero hemos podido repararlo”.
Estos fragmentos pertenecen a Sigmund Freud. Vida y milagros, de Rudy, que editorial Galerna distribuirá esta semana.
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