“Mi madre decía que él no volvía porque tenía una mujer afuera, así la ubicaba dividiendo el mundo en dos. Adentro y afuera”, cuenta la protagonista de Mandinga de amor y se ubica entre fuerzas opuestas, en esa línea que separa y une bandos como una cicatriz. Señala ese lugar de cruce y tensión al principio y desde ahí, habla. Ella misma llegó a un límite. Mandinga de amor es una novela de fronteras.
El libro es un pasaje al mundo poco frecuentado de las divisiones regionales y sus zonas liberadas, donde el país vecino es el otro lado y son frecuentes las letanías de todo lo que quedó “allá”. Luciana De Mello registra ese mundo en el presente pero la historia arranca en los años setenta, y unas pocas palabras –tortura, Marina uruguaya, servicio– marcan el texto como puntazos y van armando el cuadro: la hija creció pagando el precio de las migraciones y culpas de los padres. La idea de frontera excede la categoría espacial en este libro y es, de hecho, el criterio que usan las personas para entender todos los aspectos de la vida, aun el familiar.
Ahora recibe el llamado de su tío, Emilio Faura, y toma un micro en Buenos Aires para ir a buscarlo en una ciudad de frontera. Se instala en la Línea, la franja que parte la ciudad entre Uruguay y Brasil, y aprende a moverse rápidamente como si su vida hubiera sido un entrenamiento para esto. Conoce a un cambista y una mae de umbanda. Entra en la red de relaciones tejidas alrededor de la Línea, una población con códigos propios. Mientras trata de localizar a Emilio, cruza la división imaginaria entre pasado y presente una y otra vez. La clandestinidad, las lamentaciones envenenadas de la madre, las distintas caras del poder abusivo, son constantes biográficas. Hay un núcleo secreto y la historia se carga de sentido y suspenso en sus inmediaciones.
Su padre era un ex servicio, hombre de “alta tolerancia a la humillación siempre”, con un prontuario que ella se anima a revisar pese a las retóricas de la madre para justificarlo. Mientras avanza casilleros en la Línea, reconstruye la imagen del padre, con recuerdos, el fantasma de la ausencia y datos tendenciosos que aportaba la madre. “Los hilos de la historia aparecen cortados por esa manera que ella tenía de decir las cosas que le dolían”, dice la protagonista sobre su madre. Los diálogos madre-hija fueron siempre un campo minado, sobre el que vuelve con un lenguaje lúcido, de frases que desmontan mecanismos crueles. Las quejas de amor herido de la madre tenían su propia masa de iceberg: “Ella hablaba sola, entre dientes, y al mismo tiempo asegurándose de que yo pudiera escuchar el torrente de cosas que lanzaba como una maldición cuando estaba furiosa con mi padre”.
Pero en esta historia el típico flashback sería un recurso de salón. La lucidez narrativa de De Mello pone el pasado en acción al evocarlo. Los relatos de la madre hacen carne en la hija: “mi madre me lo contaba para que quedara en mí”. La infancia y la adolescencia no se convierten en textos funcionales a la buena conciencia, diseñados como descargo autocompasivo. Las marcas están en el cuerpo de la protagonista, las lleva a donde va, aparecen en sus relaciones de trabajo, en la cama y en la visión de la vida. El pasado insiste en sus repeticiones. Hecho el daño, es difícil zafar. Lo lleva puesto; eso da una idea de la presión que soporta pero también de su fuerza, en contraposición a la consabida figura de la víctima callada y suave. La búsqueda del tío se empata con una búsqueda personal. La peregrinación por la Línea se parece, en ese sentido, a un exorcismo.
Como dice Pascale Casanova en La república mundial de las letras, “contra las fronteras que producen la creencia política (y los nacionalismos), el universo literario produce su geografía y sus propias divisiones”. Dentro de ese universo, cada libro funda un territorio, se apropia de una zona o la inventa. En Mandinga de amor Luciana De Mello recorre los bordes de la ciudad con una mirada propia –Lugano es una ciudad gótica, ¡qué frágil parece la baranda de cemento de la costanera!–, y, sobre todo, produce sus fronteras. Las escribe reportando desde el límite mismo, que impone su propio clima y condiciones. Las fronteras, vistas de afuera, definidas como están en los mapas y tratados, son simples convenciones de un mundo repartido. Separan capital y suburbio, Argentina, Uruguay y Brasil y, en otro plano, otros conceptos, como odio y amor. Pero en esta historia, como en la práctica, esos cortes no rigen y la vida abunda en grandes ironías que parecen una burla a esas clasificaciones. “Justo nosotros acusados de tupas”, dice la protagonista en un momento, y en otros descubre que la desgracia une a las familias como una bendición. Esas grandes ironías son posibles en las fronteras de esta historia, propuestas como lugares de cruce, más que como delgadas líneas divisorias.
¿Qué idioma se habla en este territorio fronterizo? Mandinga de amor tiene su propio lenguaje, una escritura en dominio, también fraseo de español y portugués, como si una oyera el rumor de lenguas de la Línea, un lenguaje de mixtura donde no falta el consabido portuñol, esa “semilengua en la que todo está permitido”. Así piensan y hablan las personas de esta historia, donde la Virgen de Pompeya comparte altar con la Iemanjá, y a las dos se les piden milagros de amor. Algunas palabras se intercambian así como hay trueques de mercaderías y dinero en las tiendas. Malandra, mandinga, voces de tinte criollo o porteño, se oyen también en los puestos del otro lado y los terreiros porque en la frontera se descubre lo semejante y continuo, lo que la línea divisoria no puede separar. Eso la vuelve peligrosa para el vigía, tentadora para la escritura, atrapante para el lector.
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