Así como la muerte es algo que siempre les sucede a los demás pero invariablemente remite a la propia, algo similar ocurre con las desgracias ajenas en muchos de los cuentos que integran Un largo río, donde los personajes experimentan un sentimiento muy intenso: más allá de la inconformidad o incluso infelicidad en la que estén sumidos, sus vidas ya no les resulta tan terribles después de todo. Una vez que pasó ese primer instante de temor y temblor (terror a ser alcanzado por la fatalidad algún día) todos se meten de lleno en esa ilusión que llamamos presente como un lugar aparentemente seguro donde refugiarse. Sentimiento que deja una sensación extraña cuando el lector se asoma por esas zonas oscuras donde imperan los deseos y pensamientos inconfesables. En “Por primera vez en mucho tiempo nos sentimos a salvo”, por ejemplo, una pareja viaja a España, tal vez para oxigenar la relación o intentar salvarla (el desamor asoma con furia en la mujer); lo cierto es que aprovechan ese viaje para visitar a Miriam en Barcelona, una antigua amiga de la narradora en la época que estudiaban juntas en la facultad. Hace años que no se ven y el encuentro apenas si logra recuperar migajas del pasado. Ocurre que Miriam y su esposo han sido atravesados por una de esas desgracias de las que difícilmente alguien puede recuperarse (develarlo sería atentar contra el cuento), pérdidas que pueden llevarte a relatos místicos donde surge la idea karma o la reencarnación, cualquier cosa que haga más tolerable la vida. Y lo que en un principio pareciera incomprensión por parte de la narradora pronto da un giro para definir esas zonas oscuras que Pía Bouzas desarrolla a lo largo del todo el libro. “Martín me da un beso en la boca, como si me dijera tenés razón o qué suerte que estamos juntos, y yo me acurruco en sus brazos, protegida. Parece mezquino, lo sé, pero por primera vez en mucho tiempo nos sentimos a salvo”.
Algo similar pero desde otra perspectiva ocurre en “El bebé de Geraldine”, donde el descubrimiento de un secreto en la vida privada de una empleada doméstica logra movilizar a la dueña de casa cuando al mirarse a sí misma comprende que, por más lejos que se encuentre de tener una familia ideal, siempre hay vidas peores que sirven como un espejo para observar la propia realidad con algo de alivio. “Si ese día yo no hubiera descubierto que mi marido me engañaba con otra mujer, me habría espantado de la historia de Geraldine”. Exceptuando el cuento que lleva por título el libro, en el que toda una vida familiar se reduce a un instante que cabe en la habitación de un hospital donde una mujer con una enfermedad terminal es acompañada por sus hijos, el resto de los cuentos breves adolecen de cierta fragilidad e inconsistencia. Quizá porque en el cuento demasiado breve Pía Bouzas no logra desplegar sus mayores virtudes como narradora: la capacidad que tiene para, un vez generado el clima de tensión, resolver en una pocas líneas la historia hasta generar más de un sentido oculto. Y por sobre todas las cosas, el modo con que aborda temas dolorosos y complejos que no son tan simples de encontrar en la literatura argentina, o por lo menos no sin que se note muchas veces la costura, acaso una distancia desmedida que termina reduciendo todo a su anécdota o tan literaria que resulta inverosímil.
La originalidad de Pía Bouzas podría reducirse a una cuestión de perspectiva: el punto de vista que logra sobre todo cuando narra en primera persona porque recrea con naturalidad el modo particular de ver el mundo de cada uno de sus personajes sin pisar jamás la baldosa floja del arquetipo. Una prueba de esto es “Los juegos de Max”, historia terrible y bellamente escrita donde la muerte de un hijo invierte hacia el final por medio de un gesto tan íntimo como desgarrador la historia de un matrimonio recientemente divorciado. Un cuento memorable y de los más logrados es “Un globo, una nave espacial y un robot tirafuego” donde Bouzas reconstruye desde un clima tan opresivo como inocente aquel 20 de junio de 1973 a través de la mirada de un niño que está siendo cuidado por su abuela mientras la ausencia de su madre se convierte en algo más que un simbolismo de aquella generación. Un largo río es un libro donde el dolor de los demás se invierte a favor de una mirada honesta sobre el duro oficio de vivir.
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