Cuando se habla de preservar el patrimonio de una ciudad, enseguida aparece uno que dice “¡no se puede congelar una ciudad!”. A veces, el pajarón dice “museificar”, pero siempre pone una cara entre enojado, pedante y preocupado. Nueve de cada diez veces, el pajarón es también un arquitecto, clase que suele tener el vicio profesional de ver en cada casa antigüita un lote mal ocupado, un espacio usurpado donde debería estar esa creación que él ya tiene pensada, un hermoso edificio de nueve pisos con balcones al frente.
Estos pajarones –que también suelen ser funcionarios municipales– actúan con una sabrosa mezcla de ignorancia y mala fe, difícil de digerir. Por un lado, dicen una tontera: ¿cómo transformar en museo una ciudad del tamaño de Buenos Aires, anárquica e interminable? No hubo ni habrá autoridad municipal o autónoma capaz de mantenerla limpia un fin de semana, mirá si la van a museificar...
Como el pajarón bien sabe, cuando se habla de poner un freno drástico a la destrucción del patrimonio se trata de proteger con firmeza sólo una clase de edificios que representa una minoría de lo que existe en nuestra ciudad, en todas las ciudades del país. Y ni siquiera se busca “congelar” a la clase entera, sino a una parte.
Ahí viene la mala fe, el espíritu corporativo que hace que hasta arquitectos solidarios y partidarios de las soluciones consensuadas, enemigos del individualismo liberal, se transformen en leones que protegen el sacro derecho de la propiedad privada, y el más sacro de demolerla. Ayuda a que los arquitectos de últimas trabajen para constructoras, empresas más vale grandotas a las que les gustan poco y nada los límites. Si alguien lo duda, pregúntenle a Mauricio Macri.
Esto tal vez explique la extremada timidez de las autoridades porteñas, capaces de lustrar hasta que brille el Colón y de poner hasta plata propia para restaurar la Avenida de Mayo, con tal de que no se les hable de encarar una ley en serio que detenga la demolición sistemática. Dependiendo del funcionario, se ponen lívidos y empiezan a hablar de la “ciudad viva”, que viene a ser “un organismo que se renueva”, o ponen esa cara de tía vieja cuando escucha hablar de la utopía: “Sí, sería deseable, pero es imposible”... Ponen esta cara hasta cuando son más jóvenes que el que saca el tema.
Bueno, resulta que no es imposible. La ciudad de La Plata acaba de hacerlo con una simplicidad que abruma. No habrá más torres en esa ciudad. No habrá más demoliciones de edificios históricos. Ni siquiera habrá reemplazos de casas bajas por casas altas o edificios. Y no sólo nada indica que La Plata se “congeló” o “museificó”, sino que ni siquiera aumentó el precio del metro cuadrado construido y no hay recesión en el sector.
Es que lo que dicen los pajarones es simplemente equivocado.
Hace casi doce años, en 1995, La Plata se presentó ante la Unesco y pidió ser declarada Patrimonio de la humanidad. Con sede en París, el organismo de la ONU suele tenernos de hijos y sólo acepta de los sudamericanos maravillas naturales o ciudades incaicas. En un punto se entiende, ya que para los europeos que dominan numéricamente la entidad, este lado del charco es “nuevo” y lo que llamamos patrimonio para ellos es apenas un barrio de Lyon.
Pero resulta que la Unesco está empezando a percibir eso como una desviación y a considerar que los americanos –a los yanquis les pasa lo mismo– podemos tener como patrimonio otro tipo de cosas. Entonces, la respuesta a La Plata fue que era una idea interesante, ya que la ciudad es la única de América Latina que nació en el siglo 19 planificada en una mesa de dibujo (Washington es del 18 y Brasilia del 20). Los franceses, sin embargo, avisaron algo básico: si un tejido urbano es declarable como patrimonio, debe ser protegido con rigor. No puede llenarse de torres. No puede degradarse.
Entonces nació el Plan Participativo de Recuperación y Puesta en Valor del Patrimonio, parte del manejo y ordenamiento de la ciudad en general, con mucho énfasis en la ciudad original, el cuadrado con las diagonales de 1882. En la década que siguió, se creó desde legislación propia hasta una Dirección de Patrimonio, se restauraron algunos edificios simbólicos –lo que disparó la habitual ola de sana imitación entre los privados, que en esto siguen el ejemplo oficial– y se instalaron algunas ideas potentes. Como la que dice que hay que proteger el patrimonio pero también su entorno, para que no quede tapado por las torres.
Cualquiera que se dé una vuelta por La Plata percibe en milésimas de segundo que esa ciudad dista de ser una utopía urbana, que sufre las mismas malarias, vandalismos y problemas que cualquier casco urbano que venga a quedar en esta maltratado país. Pero lo que también se ve es que el centro se está recuperando y limpiando. Por ejemplo, del bosque de carteles comerciales abominables que competían a la Darwin para ver quién era más largo y habían cubierto las principales calles comerciales con una suerte de techo deslucido y roñosón. Varias de esas calles ahora lucen despejadas, mejor iluminadas, más limpias, con un sistema de cartelería inventado por la Municipalidad que se adosa a los frentes y es compartido por los comerciantes. Nuevamente por el factor imitación, se ven privados que ya pintaron, despejaron, restauraron.
Al mismo tiempo se elaboró un nuevo código urbano, que en 2000 redujo a diez pisos la altura máxima a construir dentro del casco histórico –el cuadrado con las diagonales– y a menos en los barrios. Poco después se codificó drásticamente la publicidad, que en La Plata ya no puede ponerse arriba de edificios ni en las veredas (los que todavía están tienen contratos anteriores a 2001, no renovables).
El que explica todo esto como si lloviera es el arquitecto Ariel Iglesias, subsecretario de Planeamiento y Obras Públicas platense, creador de la Dirección de Patrimonio y alfil en estas cosas del intendente Julio César Alak. La tarjeta de Iglesias lo hace notable: los “de planeamiento” siempre son enemigos de los “de patrimonio”, un Boca-River donde unos desprecian a los otros como “museístas” y los otros devuelven la cortesía pensando en “piquetas”. Iglesias tiene una vida interesante y se dedica a las dos cosas con mesura.
Este fin de año, con la ciudad más bajo control, se llegó al centro de la cosa. Por decreto, como para que no haya avivadas de demoler contrarreloj, Alak catalogó casi 2000 edificios en su ciudad. Cuarenta de estos edificios son palaciegos, de categoría Monumental, y tienen un grado Integral de protección. Son 30 grandes edificios públicos y 10 grandes residencias o edificios de propiedad privada. Luego hay 171 edificios de categoría Arquitectónica y diverso tamaño, con protección Estructural. Le siguen 227 edificios con grado Cautelar, lo que incluye los que rodean a los monumentales, no sea cosa que algún genio le haga una torre tipo Madero a la catedral. Y finalmente hay 1559 edificios o lugares de categoría Ambiental, con grado de protección Contextual, prácticamente todos privados.
Esta última categoría es notable. Como se verá en la lista, sólo hay 211 edificios imposibles de demoler, más 227 casi imposibles pero modificables. El grueso del catálogo son edificios que se pueden modificar pero sólo con permiso especial y sólo si el proyecto nuevo no altera el aspecto de su cuadra o región. Esta lista es producto de un largo trabajo de identificación y fichado de 55.000 edificios en las 1600 manzanas de la zona histórica. Al catálogo se le agregan 15.000 edificios “con carácter”, identificados y con límites a lo que se les puede hacer. Este año que empieza, la lista pasará a la Legislatura para ser transformada en ley.
El gobierno no hizo todo esto solo ni piensa hacerlo solo en el futuro. Iglesias explica que la clave del sistema es la Comisión del Sitio, formada por representantes del Colegio de Arquitectos, el Colegio de Ingenieros, las FADU nacional y católica, el gobierno de la provincia, el Centro de Investigaciones Científicas y ONG como el Cicop, el Icomos y otras). La comisión se formó a fines de los noventa y todas las decisiones pasan por ella.
La municipalidad sabe perfectamente que en el fondo del alma de cada propietario hay un cálculo de cuánto vale la propiedad, y que una catalogación puede generar broncas sicilianas. Los casi dos mil de la lista ya no pagan ABL ni permisos de obra ni nada que sea una tasa municipal, y se está trabajando en un sistema de préstamos blandos para que puedan cuidar lo suyo. Para el futuro se busca crear una novedad compleja de articular, la venta del “aéreo”, los pisos que no se pueden construir pero podrían ser vendidos a otro para otro sitio en la ciudad.
Y ya que hablamos de dinero, ¿qué pasó con el mercado inmobiliario? Los pajarones se ponen agoreros y siempre murmuran “desocupación”, “aumento de precios” cuando se habla de proteger el patrimonio. Iglesias explica que nada de eso ocurrió. Los precios de la propiedad a estrenar no subieron, ni se desplomaron los de las usadas. No hay mayor desocupación en el gremio. De hecho, dice el subsecretario, la construcción en La Plata vive un boom nunca visto, ya que muchos locales están invirtiendo en el nuevo negocio: construir chico. Cuando las torres mandan, los terrenos valen fortunas y sólo grandes empresas se animan a entrar al mercado. Cuando las torres no mandan, es negocio reciclar casonas, edificar casas o departamentos de hasta tres pisos, escalas que caen en los ahorros de la clase media. La Plata se está poblando de nuevas empresas que en realidad son algunos profesionales de clase media juntando sus colchones y dando trabajo.
Para variar, los pajarones se equivocaron. Una de las principales ciudades del país acaba de demostrarlo. Una suerte para todos: La Plata puede salvarse en un proceso cuerdo de embellecimiento viable en lo económico que recién empieza.
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