Siempre me llamaron poderosamente la atención los libros para niños: páginas con sus letras entreveradas en ilustraciones, dibujos que te llevaban más allá de las palabras. De chica me recuerdo copiando ilustraciones de Caperucita Roja, de castillos idÃlicos, de princesas adormecidas bajo el hechizo de brujas estereotipadas, de pinochos creciéndoles la nariz como consecuencia de sus mentiras. Si la memoria no me falla el libro que más copié, reinventé y dibujé, fue el que me regalaron una Navidad: El mundo encantado. En cada página, un dibujo: princesas escapando por túneles que conectaban con hermosos jardines para ir a bailar hasta destrozar sus zapatos, osos rescatados de duendes malignos y convertidos en prÃncipes, pájaros de oro devorando los manzanares del emperador... Creo que en esa época no me importaba lo que narraban esos libros sino aquello que la ilustración podÃa contarme.
De adulta, me sigue pasando lo mismo. Cuando nació FermÃn, mi hijo, compré compulsivamente libros de cuentos con ilustraciones, cargados de color, de texturas, de diseños, y redescubrà lo poderosa que es la imagen, el peso que tiene sobre un texto y cómo puede valerse por sà misma, sin necesidad de la palabra. Sus primeros libros fueron de páginas duras, vistosos, coloridos. Para FermÃn las letras no eran más que formitas negras desperdigadas por las páginas y a modo de juego él también inventaba sus propias historias. Cuando aprendió a leer, a comienzos del invierno, descubrió que las formas negras eran letras y esas letras formaban palabras. Entonces compramos libros donde las imágenes fueran más cautivantes, más elaboradas, donde pudiéramos inventar historias más complejas. Y fue en ese entonces cuando me encontré con un libro de Benjamin Lacombe. En ese libro sus dibujos te atrapaban de una manera hipnótica, en cada página hadas tristes fundiéndose con ilustraciones minuciosas sobre botánica, criaturas inventadas que se despegaban de flores que crecÃan en bosques, un estallido de fauna y flora imaginaria que te trasladaba. El herbario de las hadas es una amalgama de ilustraciones sutiles, de trazos de lápiz que rÃtmicamente se esparcen sobre el papel, de calados traslúcidos que dejan entrever una maraña de pequeñas mujeres aladas asustadas ante el posible cautiverio, una danza de tallos, hojas, pétalos, que se van transformando en anotaciones que un supuesto botánico ruso ha ido haciendo a modo de diario a lo largo de su vida en busca del elixir de la inmortalidad.
Abrir este libro me sumergió en el universo Lacombe.
Volvà a casa a googlearlo y me encontré con un artista maravilloso, capaz de fusionar un delicado dibujo con una baterÃa de técnicas al óleo, a lápiz color, a tinta. En cada ilustración de Lacombe no hay signos de alegrÃa, sus mujeres son una mezcla de rostros de niñas en cuerpos de mujer, casi no sonrÃen, tienen la mirada siempre con párpados a media asta, solitarias, perdidas en paisajes onÃricos, en bosques atiborrados de sombras, cubiertas por un velo de melancolÃa que las hace destellar. Benjamin Lacombe (1982), ilustrador francés, aparece en su blog en fotos cubierto por el mismo velo melancólico de sus mujeres. A medida que fui descubriendo sus libros querÃa tener todos y cada uno de ellos con una codiciosa rapidez. Todos me embelesaron de manera diferente y me enamoré de cada uno, pero hubo uno que me hizo temblar el alma.
A principios del 2014, mi hermana regresó de ParÃs con un obsequio para mÃ: Madame Butterfly. Un libro desplegable en 10 metros de ilustración, un larguÃsimo fresco cuidadosamente ilustrado a lápiz color en la gama de azules de cobalto y trazos en rojo coral. Cada lÃnea danzaba en mis ojos a medida que lo desplegaba, cada mariposa se desprendÃa del papel y se perdÃa en la atmósfera, cada mancha de acuarela se chorreaba dibujando el rostro delicado de una mujer oriental acongojada por el desamor. Mis pupilas se dilataron ante pájaros que abrÃan sus alas cubriéndola donde yacÃa tendida sobre un capullo. Cada fragmento que desplegaba aceleraba mi corazón. Miraba perpleja cada lÃnea intentando adivinar cómo fue el movimiento de la mano que dibujó los pétalos de rosas ensortijados.
Ahà estaba yo: de rodillas en el piso mirando cada pliego, siguiendo con el dedo las cientos de mariposas azules que salÃan del delicadÃsimo kimono de seda, alucinada ante la metáfora de la muerte –pájaros comiendo las cabezas de las mariposas–, silenciosa ante esa oriental arrodillada, cubierta por sus largos cabellos negros, rodeada de alas desperdigadas por el suelo, deslumbrada ante ese Japón antiguo y desaparecido.
Desplegué, desplegué y desplegué por todo el largo del piso, para poder verlo completo, no querÃa que ningún trazo escapara a mis ojos. No me acuerdo cuánto tiempo estuve asÃ, supongo que un buen rato.
Una vez que logré salir de la hipnosis que producen esas lÃneas, volvà a caer en un hechizo cuando vi la portada que habÃa pasado por alto, en ella habÃa un dibujo y una dedicatoria de puño y letra: Lacombe dibujó para mà una Madame Butterfly y escribió mi nombre con su pincel empapado en tinta. Lloré.
El texto está escrito en francés, no importa, no necesito leerlo, sólo me basta mirar los ojos rasgados de Cio-Cio San para sentir su dolor, la angustia de haber esperado tanto, la demencia melancólica que puede producir el amor, la desilusión.
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