A lo largo de 40 meses,
durante la década del 30, un arquitecto de origen siciliano
sembró el sudoeste de la provincia de Buenos Aires de edificaciones tan
bizarras como monumentales. Sólo construía mataderos, cementerios
y palacios municipales. Para poblar la pampa de estas demenciales moles futuristas,
sus grandes aliados fueron el hormigón (“la piedra líquida”)
y un gobernador fascista que pretendía “dignificar la región”.
Ahora, una muestra de fotos vuelve a poner sobre el tapete su obra. Conozca
la increíble historia de Francisco Salamone,
y del exegeta invisible que intenta reivindicar desde las sombras la figura
de este arquitecto tan enigmático como original.
Hace cosa de una semana
llegó a casa, en un enigmático sobre a mi nombre, el material
fotográfico que ilustra estas páginas. En una lacónica
nota adjunta, un tal Juan Valentini me decía que esos edificios fantasmales
eran parte de la obra monumental y más bien incongruente que un arquitecto-ingeniero
siciliano llamado Francisco Salamone había “sembrado” por todo
el sudoeste de la provincia de Buenos Aires en los años 30. A continuación
había una lista breve de “bibliografía” que remitía
a materiales tan diversos como un catálogo del Centro Cultural Borges
con texto del crítico Ed Shaw, una nota en la revista DAPA del profesor
Alberto Belucci, un volumen de “Reconocimiento Patrimonial de la Provincia
de Buenos Aires” dedicado al tal Salamone y hasta una monografía
de un investigador del Conicet llamado Dardo Arbide titulada “Una arquitectura
de los márgenes: reconsideración de la obra de FS”. Eso era
todo. O casi todo: al vaciar el sobre encontré, además, una invitación,
de la Fotogalería del San Martín, para una muestra de Esteban
Pastorino que se inauguraría el martes 4 de junio. No había imagen
en la invitación. Lo que sí había, en uno de los márgenes,
escrito a mano en tinta azul, era la siguiente leyenda: “Entérese
de lo que hizo Salamone. Y vaya a la muestra”. Sin firma.
Mi dirección no está en la guía. Y éstas no son
cosas que me pasen todos los días. En el San Martín no supieron
decirme quién era el tal Valentini, pero me confirmaron que la muestra
de Pastorino se inauguraba el 4 de junio. El paso siguiente resultó menos
complicado de lo que creía. Salamone es, efectivamente, un objeto de
culto en el mundo de la arquitectura y sus márgenes, por una serie de
razones: 1) el demencial cruce de estilos de esas construcciones monumentales
que erigió en medio de la pampa; 2) el hecho de que se “especializara”
en tres rubros de lo más elocuentes: mataderos, cementerios y palacios
municipales; 3) el breve y febril lapso de cuarenta meses en que realizó
toda su obra (unos 60 edificios en más de 15 pueblos perdidos de provincia),
supervisando desde el primero hasta el último detalle en cada una de
ellas, y 4) que todas esas edificaciones fueran un proyecto de connotaciones
ideológicas de lo más sugestivas, encargadas en persona –y
salteándose licitaciones– por el gobernador provincial, de francas
simpatías fascistas, Manuel Fresco. Pero vamos por partes, porque la
historia de Salamone es aún más apasionante de lo que parece.
De Sicilia
a Buenos Aires
Empecemos por su apellido, con esa segunda a más bien absurda
a la hora de pronunciarlo (hasta la computadora trastabilla y corrige automáticamente
la grafía a Salomone, cada vez que lo tipeo). Algo similar ocurre con
su fecha y lugar de nacimiento: el profesor Belucci (quien inaugura el rescate
de Salamone, en una nota publicada en el diario masserista Convicción
en julio de 1982) lo da por nacido en Buenos Aires el 5 de junio de 1898, pero
Ed Shaw corrige el dato (“esto es primicia en la escasa literatura sobre
el arquitecto”, dice) ubicando el nacimiento en el pueblo Leon Forte, de
Catania, un año antes exactamente (¿era Francesco, entonces?).
Lo cierto es que su padre, Salvatore Salamone, llegó a la Argentina entre
1898 y 1899, a probar fortuna en el gremio de la construcción, y que
contagió el oficio a sus cuatro hijos varones. El joven Francisco se
recibió de maestro mayor de obras en el Otto Krause, en Buenos Aires,
y luego de inscribirse en la Universidad de Córdoba se recibió
en sólo dos años de arquitecto, primero, y de ingeniero civil
poco después (además de técnico y proyectista, tal como
rezaban sus sellos). En 1919, gana dos medallas por sus diseños en exposiciones
internacionales de Milán y Barcelona (también incluía esta
información en sus sellos). Sus primeras obras, en diferentes localidades
cordobesas, son paralelas a su breve militancia política (es candidato
a senador provincial en 1923, pero luego de perder se aleja del Partido Radical
y de las arenas políticas). Si bien se inscribe en la Sociedad Central
de Arquitectos porteña, se mantiene al margen de la actividad intelectual
y social de sus colegas. Dato significativo, y paso a explicar por qué:
en 1924, sale segundo en un concurso para el diseño de carátula
de la revista de la SCA, pero no le publican el material (era tradición
publicar siempre todos los trabajos premiados); poco después, en 1926,
genera un escándalo en otro concurso, esta vez para la construcción
de la Bolsa de Comercio de Rosario, donde el proyecto ganador es, según
nuestro personaje, un calco del Banco de la República de Uruguay, donde
el jurado era sugestivamente el mismo que en el concurso de la Bolsa de Rosario.
Salamone acusa de fraude al jurado (integrado por la cúpula de la SCA:
el presidente Coni Molina y el arquitecto Christophersen) y la SCA amenaza con
echarlo de la institución. Por misteriosos motivos el asunto no pasa
a mayores, pero la relación queda francamente deteriorada: desde entonces,
las únicas comunicaciones entre la entidad y su asociado son una serie
de reclamos por el pago de la cuota que culminarán, unos años
después, en la decisión final de Salamone de quitar de su tarjeta
y papelería el título de arquitecto. Pero antes de eso tiene lugar
un drástico golpe de suerte que cambiará la vida del joven siciliano:
se muda a Buenos Aires y aquí conoce a un caudillo nacionalista de Avellaneda
devenido gobernador de la provincia por su estrecho vínculo con el golpista
Uriburu: el ya mencionado Manuel Fresco.
Un golpe de suerte
Estamos en 1936,
y las obras públicas (de edificios y caminos) son uno de los motores
esenciales para la reactivación económica, en un país aún
azotado por el crac mundial del 29. Bajo el lema “Dios, Patria y Hogar”,
el gobernador Fresco (un hombre cuyas simpatías fascistas lo llevaban
a saludar públicamente con el brazo en alto, además de ensalzar
sin pudor al Duce), decide encarar un ambicioso plan de edificaciones en los
110 municipios de provincia, para “dignificar el perfil oficial y paisajista
de la región”. Mientras el “patricio” ministro de Obras
Públicas José María Bustillo adjudica a su hermano, el
arquitecto Alejandro Bustillo, la magna tarea de urbanizar la playa Bristol
en Mar del Plata, queda para Fresco el enorme patio trasero que era el sudoeste
de la provincia, y éste elige a Salamone para “consolidar urbanísticamente”
todos aquellos humildes asentamientos que, hasta los años 30, seguían
siendo sucedáneos de los fortines defensivos que se habían levantado
a fines del XIX para protegerse del indio, o bien habían nacido como
puntos intermitentes de concentración sembrados cada cincuenta kilómetros
por la avanzada del ferrocarril.
De la noche a la mañana, Salamone se convierte en el proyectista más
activo en toda la provincia (por entonces circulan dos dichos populares; uno
de ellos dice: “Lo que Fresco dispone lo construye Salamone”; el otro
corrige: “No se mueve un ladrillo sin que lo diga Bustillo”). Mientras
Bustillo redefine “elegantemente” Mar del Plata con el estilo neoclásico
que imprime al Casino, el Hotel Provincial, el Municipio y la gran Rambla con
su plaza seca, piletas cubiertas y enormes vestidores en sus balnearios (una
tarea que le llevó diez años enteros), a Salamone le alcanzan
menos de cuarenta meses para la titánica tarea de poblar los pueblos
perdidos de la pampa de edificaciones monumentales e imposibles de definir estilísticamente.
A esa combinación delirante de elementos del art déco y el futurismo,
del funcionalismo racionalista y el clasicismo monumentalista (aplicada a edificaciones
tan simbólicas como mataderos, cementerios y palacios municipales) hay
que sumarle el efecto que producen esas elefantiásicas y aluvionalmente
mestizas construcciones sobreimpresas al inalterable horizonte pampeano, empequeñeciendo
aún más esos pueblos de casas chatas y escasas calles. Por si
todo esto fuera poco, la obra de Salamone plantea dos problemas adicionales
a los estudiosos de laarquitectura: 1) que el tipo no dejó un solo escrito
teórico o apunte personal fundamentando el porqué de esa decisión
estilística (lo que deja a los estudiosos pedaleando en el aire, a tal
punto que el investigador del Conicet Dardo Arbide puede reivindicarlo como
producto puro del Cubismo Checo; el profesor Mario Sabugo opta por bautizarlo
como Futurismo Populista Bonaerense, y el mencionado Belucci habla en cambio
de lo anticipatorio que es Salamone del estilo iconográfico de Las Vegas
y Disneylandia); y 2) el espíritu ideológico que originó
el megalómano proyecto y terminó “envolviéndolo”
(a falta de reflexiones del propio Salamone), atribuible al fascista Fresco.
Las moles que hablan
No es casualidad
que las obras de Salamone se centraran en tres instituciones-eje en la vida
de los pueblos pampeanos, como cementerios, mataderos y municipios. En el proyecto
de Fresco, era imperativo que el municipio se convirtiera en el corazón
urbano de cada pueblo (así como el matadero y el cementerio debían
“anunciar” la entrada y la salida del centro urbano, uno en cada extremo).
En cuanto a los municipios, la elección que hace Salamone del monumentalismo
(en lugar de alguna variante aggiornada del cabildo con recovas o el palacete
neoclásico) apunta a transmitir el paternalismo estatal con su nuevo
signo de eficiencia administrativa (“la máquina de tramitar”).
A tal punto el municipio debe regir simbólicamente las vidas del pueblo
que el arquitecto remata la construcción con una torre que supera en
altura hasta el campanario de la iglesia, a la que corona con un inmenso reloj
(ya no es la evolución del sol sino el municipio el que da la hora “oficial”).
En cuanto a los mataderos, debían ser símbolo orgulloso de la
nueva industria, con la creciente mecanización del faenado y la imposición
de mayores medidas sanitarias, desde las salas azulejadas hasta las bombas eléctricas
y los laboratorios (en este caso, a falta de signos visibles exteriores fuera
de los corrales, Salamone optó por convertir la fachada del matadero
en verdaderas ornamentaciones simbólicas, a las que imprimió forma
de enormes cuchillas verticales). En cuanto a los cementerios, tener familia
enterrada consolidaba el sentido de pertenencia a ese asentamiento urbano de
parte de los sobrevivientes. Para consolidar ese vínculo, Salamone opta
por enfatizar casi operísticamente la frontera entre la ciudad de los
muertos y la ciudad de los vivos, edificando enormes portales de acceso (con
gigantescos cristos cubistas y ángeles guardianes, o monumentales inscripciones
RIP en letras de granito negro que alcanzan por sí solas los quince metros,
a los que hay que sumar la altura del portal que las contiene).
El gran aliado material de Salamone en esta tarea fue el hormigón (llamado
por entonces “piedra líquida”), una innovación que permitía
no sólo conquistar las alturas sino de elocuencia hasta entonces inimaginable.
A eso le sobreimprimía revoques lisos y uniformemente blancos (el color
democrático, además de económico). También se encargaba
obsesivamente del diseño de los interiores, combinando siempre geométricamente
pisos de granito (que venía de las canteras de las sierras pampeanas),
con aberturas de hierro, metales cromados y opalinas en los artefactos lumínicos
y carpinterías en nogal. Los baños eran de diseño igualmente
funcional y luminoso, con azulejos de piso a techo y griferías sin molduras
innecesarias (vale aclarar que, en el caso de los muebles, sus diseños
no eran especialmente felices, ni en innovación ni en comodidad, como
puede verse en la silla oficial del intendente de Laprida, cuyo respaldo altísimo
repite los trazos de la torre que remata la sede municipal).
La tremenda ironía es que, mientras Bustillo se dedicaba a inaugurar
en Buenos Aires el tedioso edificio del Banco Nación, que según
sus propias declaraciones a la prensa “fijaba el punto de partida del Estilo
Clásico Nacional Argentino” (sic), las demenciales moles de hormigón
de Salamone se alzaron en localidades ínfimas, además de perdidas
(en la mayoría de los casos su población no alcanzaba al millar
de habitantes, como Salliqueló, Urdampilleta, Saldungaray, Puán,
Laprida, Lobería, Cacharí, Carhué o Carlos Pellegrini),
casi “a espaldas” del progreso pretendido prepotentemente por el gobernador
Fresco. Aun así, hay anécdotas legendarias, como la que se cuenta
en Laprida, donde el caudillo del pueblo, un tal Martínez, que había
llegado a intendente, interceptó al mejor estilo cuatrero el tren que
llevaba más al Sur (aparentemente a Bahía Blanca) las piezas desarmadas
de lo que sería el enorme frontispicio de la necrópolis local,
y a punta de pistola ordenó: “El cementerio se queda acá”.
El sueño terminó
Con la intervención
que hace Castillo a la gobernación provincial en 1940, queda interrumpido
de cuajo el proyecto urbanístico de Fresco. Salamone no se queda en la
calle precisamente: de hecho, sigue trabajando para el gobierno, pero en las
provincias del Norte, con la empresa de pavimentación que había
creado con uno de sus hermanos, y dedicado exclusivamente al trazado de caminos
(misteriosamente, se abstiene de encarar toda edificación). Las nuevas
autoridades lo fuerzan, poco después, a exiliarse de apuro en Montevideo,
acusado de irregularidades en su relación con el gobierno provincial
(aquí nuevamente discrepan los estudiosos, pero el proceso judicial no
se debe a su relación con Fresco –si bien el caudillo provincial
no sólo salteó siempre a la Dirección de Arquitectura a
la hora de contratar a Salamone, sino que además le aplicaba un sistema
“especial” de liquidación– sino por una de las licitaciones
de caminos en Tucumán). Lo cierto es que, luego de casi tres años
de proceso, Salamone es sobreseído y vuelve a Buenos Aires, “reivindicado
su buen nombre”.
Esto incluye, al menos tácitamente, el aspecto ideológico: si
bien en la inauguración oficial de las obras en Tornquist, con presencia
y discurso del inefable Fresco, flamearon, según la prensa local, banderas
con la svástica nazi en manos de la gran colectividad germana de la zona
(cabe aclarar que estamos hablando de 1938, y que por entonces la bandera “oficial”
alemana era la bandera del Reich), en ninguno de los trabajos que he leído
sobre Salamone aparece la menor evidencia sobre sus simpatías políticas,
fuera de su temprana filiación (y pronto desencanto) con el Partido Radical.
Que quede claro: tampoco estamos hablando de un progresista precisamente. Hasta
su muerte, en 1959, Salamone tuvo una tertulia vespertina en su palacete de
la calle Uruguay al 1200, frecuentada por el historiador Levene, el inefable
Arturo Capdevilla (a quien algunas maestras de escuela aún deben definir
como escritor) y un monseñor Lafitte, entre sus miembros más conspicuos.
Seguramente hay una relación directa entre esas tertulias y la empecinada
abstención de nuevas construcciones monumentalistas de parte de Salamone,
pero ése es otro de los misterios que rodea al personaje. Si bien después
del exilio su actividad profesional se mantuvo acotada a la empresa de pavimentación
(suprimiendo el título de arquitecto de sus sellos y ahora participando
sólo de licitaciones de vecinos, no estatales), hay al menos dos edificios
en Buenos Aires que llevan su firma, aunque el tiempo se encargó de anonimizarlos,
cada uno a su manera: a uno de ellos, ubicado en la esquina de avenida Alvear
y Ayacucho, le sacaron la placa con su firma cuando le blanquearon la fachada;
el otro, en la calle Zufriategui, que fue sede de su empresa de pavimentación,
corrió suerte similar al quedar bajo la sombra de la unión de
las avenidas General Paz y Libertador cuando se construyó el puente de
la Lugones.
En cuanto a sus edificaciones más conspicuas, las que pueblan fantasmalmente
la provincia, todas salvo una (una fuente frente al palacio municipal de Balcarce,
que el pueblo llamaba “la torta de bodas”, y que fue derrumbada por
el gobierno posterior) siguen en pie. Los mataderos están en su mayoría
abandonados y en algunos casos aislados por el deterioro en los caminos causado
por las inundaciones, salvo el de Azul (que hoy es el hogar de perros abandonados
de la ciudad), el de Pringles (convertido en simpático museo de carruajes)
y el de Balcarce (que ha mutado en capilla dedicada a San Cayetano). Las sedes
municipales siguen albergando a las autoridades y los cementerios siguen albergando
a los muertos, roídos lentamente por el descuido y el burocrático
paso del tiempo, incluso el de Laprida, que supo conseguir el caudillo Martínez
a punta de pistola.
Valentini reaparece
Sumergirse en el enigma Salamone implica emerger con muchas más preguntas
que respuestas, así que después de todas estas averiguaciones
llamé a la Fotogalería del San Martín y pregunté
de qué iba la muestra de Esteban Pastorino. “Son fotos de edificios.
Edificios viejos”, me contestaron. ¿Edificios en el medio de la
nada? ¿Con un proceso raro de revelado?, pregunté. Hmmm, sí,
me contestaron. Pedí entonces, más bien imperativamente, el número
de Pastorino, y lo cité, más bien imperativamente, en un bar,
y cuando llegó no le di tiempo a sentarse: le mostré el sobre
que había llegado unos días antes a casa y le pregunté
si él me lo había mandado. Con las fotos en la mano, Pastorino
murmuró: “Son mías, pero yo no te las mandé”.
Le pregunté entonces si sabía quién carajo era un tal Juan
Valentini. Pastorino enrojeció apenas (es un tipo de lo más sobrio
y educado) y pasó a relatarme lo siguiente: el día anterior había
llegado a la Fotogalería un sobre sin remitente que contenía un
texto firmado por Valentini acerca de Salamone. La gente de la Fotogalería
se lo mostró a Pastorino encantada, pensando que lo había pedido
él para poner en la muestra. “Y la verdad no sé qué
hacer. Porque el texto me gusta muchísimo. Pero yo no se lo pedí”,
me dijo Pastorino. “Ni siquiera lo conozco. Una sola vez hablé por
teléfono. Él me llamó, en realidad. Dijo que hablaba desde
Lobería. Y que de ahí se iba a Roverano. Obviamente está
siguiendo los pasos de Salamone. Pero eso es todo lo que sé. No tengo
idea de cómo se enteró de mi laburo, ni de la muestra, ni de ese
sobre que te llegó a vos.”
No conozco mucho a Pastorino, pero es de esa clase de gente que se le nota cuando
dice la verdad, no me pregunten por qué (miren sus fotos, más
bien: la limpieza ascética y elocuente del encuadre, el misterio que
le agrega en el revelado con goma bicromatada, un viejo proceso que solía
usar el legendario Steichen). Quiero decir, Pastorino es un tipo de ley, que
hace su trabajo, que hace muy bien su trabajo, y que estaba desolado con toda
esta situación. A Juan Travnik, el director de la Fotogalería,
le encantaba el texto y quería usarlo a toda costa (ya no había
tiempo para ponerlo en el catálogo pero sí para colgarlo en la
muestra). A Pastorino también le parecía fenómeno el texto,
pero no sabía si era lícito de su parte usarlo. Para convencerlo,
Travnik había apelado a un argumento tan maquiavélico como brillante:
poner el texto acompañando las fotos y, el martes, relojear a los que
vayan a la inauguración, hasta descubrir al misterioso Valentini. No
sé ustedes, pero yo no me voy a perder ese momento por nada del mundo.
La muestra de Esteban Pastorino
se inaugura el próximo martes 4 de junio a las 19 en la Fotogalería
del San Martín (Corrientes 1530) y permanecerá colgada hasta el
30 de junio. La entrada es gratuita y los horarios son de lunes a domingos de
10.30 hasta la finalización de los espectáculos del teatro.
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