A casi 25 años del desembarco en Puerto Argentino, Malvinas sigue siendo el punto ciego de la historia argentina contemporánea. Casi un no lugar. Un territorio extraño y lejano, irremediablemente asociado a una guerra oscurecida por la euforia alcohólica, el nacionalismo y la censura. Un espacio-nombre donde fugan mentiras, silencios y abandonos; un umbral donde todavía naufragan las visiones más progresistas. Y Cruces: idas y vueltas de Malvinas (Edhasa) es, justamente, un libro sobre la mirada. Un libro que reúne imágenes nunca vistas: el antes y el después de la batalla, la espera y el hastío en las trincheras, los juegos en la playa de soldados casi adolescentes, el regreso (no siempre triste) al continente, los muertos y hasta la felicidad efímera del que volvió pero que no logró sobrevivir. El trabajo de investigación fue realizado por Federico Guillermo Lorenz, historiador y autor de Las guerras por Malvinas (Edhasa, 2006) y María Laura Guembe, coordinadora del Archivo Fotográfico sobre Terrorismo de Estado de la asociación Memoria Abierta. Juntos entrevistaron a decenas de sobrevivientes y familiares, revisaron archivos militares, recopilaron álbumes de fotos, y hasta viajaron a Londres para dar con un extraño botín de guerra: las fotos de los soldados argentinos capturadas por soldados ingleses en el campo de batalla.
Guembe y Lorenz se conocieron en Memoria Abierta en el año 2001, cuando trabajaban en un material sobre la dictadura para escuelas, entrevistando sobrevivientes del terrorismo de Estado. Lorenz preparaba su primer libro sobre Malvinas y Guembe le traía los cuadernos de su infancia en Bahía Blanca, cercada por la base naval, donde el desembarco había sido una fiesta. “Me acuerdo de la colecta patriótica, la recolección de dinero, las cartitas a los soldados. En la radio, la convocatoria era insoportable. La sensación era que cada torta que hacía una madre, al otro día estaba en el frente. Todos las noches se oscurecían las casas por una hora como simulacro ante un bombardeo. Se tapaban las ventanas con frazadas y había que esconderse. Era una forma más de justificar la guerra. En el sur, las marcas están en todos lados”, dice ella.
Lorenz: Cuando trabajás el tema Malvinas, tenés que hacer primero una declaración de principios, tenés que demostrar que no sos facho. La ambigüedad del tema viene en los dos sentidos: por un lado hay militares que te pueden negar las fotos y, por el otro, para los progresistas, Malvinas es la cuña por la cual se reivindica la dictadura. El libro es otra cosa: la experiencia humana en relación con la guerra, muy enfocada en la vivencia de los conscriptos, los que no tenían otra opción más que ir. Por nuestro trabajo anterior con sobrevivientes del terrorismo de Estado teníamos la legitimidad para hacerlo. Pero todo el tiempo te corren por izquierda: “¿Malvinas? ¿Qué estás haciendo?”. Eso es muy fuerte y bastante molesto.
Guembe: Cuando un ex combatiente de Malvinas entra a un organismo de derechos humanos, no es un afectado más por la dictadura; es un ex combatiente de Malvinas. Y es una diferencia abismal. Nos interesaba trabajar Malvinas para encontrar las respuestas de ese abismo. Por qué el terrorismo de Estado se piensa sólo a partir de la ESMA.
El libro no sigue un orden cronológico, está dividido en partes: “Esperas”, “Marcas”, “Cruces” y nuevamente “Esperas”, más por la ausencia de respuesta y de final que por una historia circular. En total reúne 80 fotos seleccionadas entre más de 3 mil.
Lorenz: Se suele decir que sobre Malvinas no hay material gráfico, pero hay millones de fotos y toda una historia que armaron los ex combatientes y que no pudieron contar: una forma más del silencio que se armó en torno de la guerra. Algunos nos traían un disco con fotos copiadas, otros nos abrían la puerta de sus casas y nos mostraban sus álbumes familiares. Fue un trabajo en redes. Localizamos fotos de ingleses tomadas en el campo de batalla en Londres, y recuperamos fotos que volvieron pero que no circularon públicamente. Muchas de las fotos provienen del Centro de Ex Combatientes de Islas Malvinas de La Plata (Cecim), uno de los pocos que reúne sólo a conscriptos. Ellos nos permitieron copiar todo su archivo y hasta nos invitaron a un asado para el que convocaron a todos los que quisieran llevar sus fotos. Teníamos el libro terminado y seguían trayendo material. El padre de un conscripto se enteró de que estábamos haciendo el libro y se apareció en un bar con una bolsa llena de fotos de su hijo muerto en Malvinas.
Guembe: Es un libro basado en la confianza. Cada foto lleva los créditos y la autorización de los propietarios. Algunos nos autorizaron porque conocían el libro anterior de Federico. Otros no quisieron ceder las fotos porque se alinean con otra idea de conmemoración.
Lorenz: De las 3 mil fotos que juntamos nos prohibieron usar 2500. No quisiera personalizar porque entiendo la lógica de las asociaciones de ex combatientes. Ellos están acostumbrados a hacer lobby por Malvinas. Esperaban cantidad de cosas a cambio de ceder las fotos y, como no había nada, no las dieron. Pero es algo normal, están repodridos de que los usen. Las internas entre los veteranos son complicadísimas: el boletín del centro de ex combatientes de La Plata se llama Anti héroes y se quieren diferenciar de los militares de carrera; por otro lado, la Federación Veteranos de Guerra tiene como presidente honorario a Mohamed Alí Seineldín; en el medio hay todo un entramado de diferencias feroces y a partir de ahí construyen adhesiones, legitimidades y rechazos. Es una disputa de cúpulas, muy compleja y, en un punto, inabordable.
Guembe: El libro no muestra casi escenas de combate, pero nos interesaba mucho la serie de un ataque de un avión argentino a un barco inglés. Era una tira vista desde la mira de la ametralladora que nos había dado el hijo de un piloto muerto en la guerra, que al final no nos permitió usar. Descubrimos que las fotos pertenecían a la Fuerza Aérea y pedimos una audiencia con el director de la Dirección de Estudios Históricos. No le dije quién era, ni que íbamos a hacer un libro, sólo que me interesaba el tema. Tuve que escuchar que me explicara cómo se desarma una bomba, después firmamos el permiso legal y nos dieron las fotos. Estoy segura de que al comodoro no le hubiera gustado saber que no nos interesaba dedicar el libro a ningún militar muerto en la guerra.
Guembe: Revisamos el material infinitas veces. Hubo tres selecciones previas, todas de libros distintos. Queríamos mostrar las fotos que los soldados quisieron traer. Por eso elegimos fotos con personas, retratos donde se los ve en situaciones cotidianas. La mayoría de los soldados tenía 18, 19 años, algunos 17. Y queríamos mostrar que en la guerra no era todo el tiempo guerra; era una mezcla de esperar, boludear, leer, charlar...
Lorenz: Y aburrirse, decir basta, enojarse.
Guembe: No se la pasaban llorando porque querían volver a la casa.
Lorenz: Las fotos eran algo muy preciado y algo muy difícil de conseguir. No muchos tenían cámaras, y a veces se las prohibían. En el Regimiento de La Plata nos contaron que había un sargento ayudante que tenía una cámara profesional y que retrataba a la gente de su compañía. Le pedían que les sacaran fotos para enviarlas a casa. Pero enviarlas también era difícil. Si hay tantas fotos de la Fuerza Aérea es sencillamente porque fueron los únicos que pudieron ir y venir, casi hasta el último día.
Guembe: Hay muchos sobrevivientes que dicen que lo que más lamentaron de la rendición es que apenas subieron a los barcos de prisioneros les requisaron los rollos.
Entre abril y junio de 1982, los soldados argentinos esperaron la guerra. En las trincheras, en los cerros, en buques y aviones se fotografiaron para mostrar a sus familias su paso por las islas. Eran soldados que, según un informe del propio Ejército Argentino de 1983, “no fueron nunca organizados, equipados e instruidos para enfrentar adversarios capacitados para emprender operaciones a nivel mundial. Los costos y esfuerzos que ello implicaba estaban totalmente fuera de las posibilidades de nuestro país”.
En el libro se ven esas caras jovencísimas, de soldados casi adolescentes que se fotografiaban formados, sonrientes frente a sus fusiles, amontonados en un avión, posando junto a un cartel cual postal turística, jugando con las camillas o haciendo fila para un corte de pelo. También los muestra de vuelta en casa, enseñando las encomiendas recuperadas recién a su regreso, en el cuarto de siempre, con la novia nueva.
“El libro busca romper con el sentido común de la guerra, una guerra de propaganda en un contexto de censura. Buscamos mostrar la cotidianidad de esa guerra. Mostrar la forma en que ellos querían recordar lo que habían visto. Es llamativo: en muchas fotos se están riendo”, dice Guembe.
Casi no hay fotos de combate. Son de antes y después de la batalla. También se puede ver a un piloto pintando en la trompa de su avión la silueta del Glasgow, el buque inglés averiado. “Es tradición entre los pilotos de caza: cuando voltean un avión o hunden un barco, lo pintan, así como una batería antiaérea tiene pintada un rayita blanca por cada avión derribado”, cuenta Lorenz.
Las fotos están acompañadas por pequeños textos: fragmentos de libros, informes oficiales, poemas y testimonios de los sobrevivientes entrevistados, apuntes de los autores. En el libro hay citas de Las islas de Carlos Gamerro; Bajo bandera, de Guillermo Saccomanno; Banderas en los balcones, de Daniel Ares; Iluminados por el fuego, de Edgardo Esteban; y Dejo constancia. Memorias de un general argentino, de Martín Balza, entre otros. “Nos gustó cruzar las fotos con el material ya existente para hacerlos dialogar con las imágenes. Hay materiales muy valiosos, y también queríamos rendir homenaje a los que ya habían recogido testimonios”, dicen.
En julio del año pasado, Lorenz visitó el Imperial War Museum, el museo londinense que reúne material de los enfrentamientos bélicos británicos desde la Primera Guerra Mundial hasta la actualidad. Buscaba fotos de Malvinas y las encontró: fotos sueltas recogidas por soldados ingleses en el campo de batalla o rollos incautados a prisioneros argentinos y revelados más tarde. Extraños botines de guerra que descubren nuevos rostros de la guerra. “No existía la noción de corresponsal de guerra del lado argentino. Los ingleses tienen toda una tradición de registro que nosotros no tenemos. Cada barco tenía su fotógrafo oficial. En algunos casos, los regimientos donaron el material al museo, en otros se los guardaron como recuerdo. Las fotos no están expuestas. Están guardadas en el archivo del museo. Tuve acceso a los álbumes donde están las reproducciones. En una tarde entera vi más de mil fotos que fotocopié. Después vimos cuáles nos interesaban y nos las mandaron por correo”, cuenta Lorenz.
Entre las fotos capturadas por británicos se ve la cohetera de un Pucará en una curiosa plataforma de tiro: un tobogán en medio de una plaza junto al mar. También imágenes de soldados argentinos refugiados en sus trincheras. Verdaderos pichiciegos, hundidos en pozos cavados en la tierra, apenas protegidos por telas de plástico que habían tenido que comprar con sus ahorros. Lorenz y Guembe llevaron esas fotos a los veteranos de La Plata que identificaron a uno de sus compañeros. Quien se encontró con su propio rostro 25 años después.
Guembe: Terminamos el libro sin haberle mostrado las fotos. Al final nos citamos en un bar y cuando lo vimos, nos dimos cuenta de que era él. Estaba muy nervioso antes de ver las fotos: tenía miedo de no ser él. Cuando se reconoció, se puso contento. Contaba que había estado mucho tiempo dibujando la trinchera para mostrar dónde había estado tanto tiempo, y lo hizo feliz ver finalmente el lugar. Era como si hasta ese punto no hubiera sido cierto.
Otra de las fotos capturadas muestra la estampa de la Virgen María pegada con cinta sobre la culata de un fusil, tomada por ingleses de la pila de fusiles recogidos luego de la rendición. En uno de los epígrafes se lee el testimonio de un soldado: “Jugá a la quiniela al número 80390, es el número de mi fusil del cual no me separo ni para hacer mis necesidades”. “La foto muestra una cantidad de valores concentrados: la religión, el culto a la Patria. Eso era lo que aprendieron en la escuela”, dice Lorenz.
La búsqueda en el museo londinense recuperó otra rareza: un primer plano de un soldado argentino tomando mate que mira fijo a cámara. El original del museo explica: “A cold and miserable Argentine soldier drinking from a coconut while huddled beneath a sand dune in the York Bay Area” (“Un soldado argentino desgraciado y muerto de frío bebe de un coco mientras se acurruca bajo una duna de Bahía York”). ¡Un coco!
Quizá la imagen que más circuló del fin de la guerra es aquella que muestra una larga fila de cruces blancas en el medio de un paisaje desolado. En la guerra murieron 649 soldados argentinos, más de la mitad en el hundimiento del crucero General Belgrano. La Junta Militar no pidió repatriación de los cuerpos porque suponía aceptar que Malvinas era territorio extranjero. Por eso los muertos fueron enterrados por soldados británicos, muchos en fosas comunes, sin identificar.
El libro muestra imágenes estremecedoras: cuerpos abandonados en las calles, en los campos de batalla, apenas tapados por chapas en el medio del cerro. La mayoría fueron tomadas por los soldados británicos, los únicos que quedaban en las islas para entonces.
“Discutimos mucho si publicar o no las fotos de los muertos. Y al final decidimos que sí. A diferencia de los muertos en la represión, los soldados de Malvinas están ahí, se sabe cuándo y por qué murieron, se sabe cómo. No alcanzaba con mostrar las fotos típicas de cementerios. Una cruz es un símbolo abstracto como pueden ser las placas del Parque de la Memoria”, dice Guembe.
En una de las fotos se ve una topadora frente a un pozo abierto y, al costado, una larga fila de cuerpos que esperan ser sepultados. “Hubo un entierro grande en Darwin, una fosa común con cruces individuales. La mayoría de los muertos están enterrados ahí. Los isleños no querían un cementerio argentino en Stanley. Pensaban que si estaban cerca del pueblo, los argentinos iban a querer ir a visitar las tumbas. Entonces el gobierno británico decidió exhumar los cuerpos y trasladarlos al cementerio de Darwin”, dice Lorenz.
Hacia allí viajó Salvador Vargas por primera vez en 1991. Fue a visitar la tumba de Alejandro, su hijo que murió junto a otros tres conscriptos al pisar una mina argentina. No llevó flores ni placas. Sólo el perfume preferido de su hijo que derramó sobre la tumba. “No pedir la repatriación de los cuerpos fue una posición de la Junta Militar que también compartieron muchos de los padres. Vargas dice que estaba contento de que su hijo estuviera enterrado allí, que Malvinas es un lugar puro. Algo complejo de entender; hay que poder darle sentido a la muerte de un hijo”, dice Lorenz.
Dos décadas y media después, la disputa continúa abierta. “Desde la Primera Guerra Mundial, hay una tradición iniciada por Francia, cuando cedió a perpetuidad a Inglaterra el pedacito de suelo donde están enterrados sus muertos. El cementerio es suelo inglés en Francia y flamea la bandera inglesa. En el cementerio de Malvinas no hay bandera porque el argumento es que ya es territorio argentino. Y aun cuando muchos no son católicos, la pelea de los familiares con los isleños es lograr que se lleve una efigie de la Virgen de Luján, porque el manto de la Virgen es celeste y blanco. Quieren meter la bandera como sea. Hay una asociación de veteranos que se autodenomina ‘Los locos de la bandera...’, cuenta Lorenz.
El 14 de junio de 1982, el Ejército Argentino se rindió. Desde entonces, la guerra se cubrió de silencios. Una disposición nacional prohibió fotografiar o informar sobre el retorno de los soldados, mientras las autoridades militares impedían todo contacto entre soldados y civiles. Muchos mantuvieron el juramento y nunca quisieron hablar. El libro desanda esa historia de secretos. Muestra el interior del Frigorífico San Carlos, donde se mantuvieron cerca de 300 prisioneros y también a los soldados rendidos preparándose para ser embarcados rumbo al continente. Rostros exhaustos, demacrados pero –aun así– sonrientes. “Están vivos, les van a dar de comer, vuelven a casa”, dice Guembe. Hay una foto particularmente curiosa: un soldado argentino jovencísimo, ya rendido, se ríe y hace la venia ante el fotógrafo inglés.
Lorenz: Nunca se sabe: capaz que está diciendo: “¡Andá a la puta que te parió!”. Eso es lo lindo de las fotos.
Otro capítulo oscuro fue la devolución de los prisioneros. La mayoría regresó al continente a bordo del Canberra, un crucero de lujo británico. Fueron casi cuatro días de viaje. El libro recopila reproducciones de los tickets de embarque, escenas de la comida en cubierta y hasta fotos de los soldados durmiendo amontonados en las alfombras del coqueto salón de baile del crucero.
Lorenz: Muchos cuentan que la relación con los ingleses era terrible al principio, pero al final se terminaron divirtiendo. Como los de menor rango volvían antes, muchos de los suboficiales argentinos se afeitaron el bigote y se quitaron las tiras del uniforme. Los ingleses se la cobraron y los pusieron a limpiar los baños. Los soldados argentinos, chochos.
Guembe: También se sabe que los soldados cantaban la marcha peronista a bordo, muchos sin saber qué era. Sabían que estaba prohibida y era una forma de oposición a la dictadura.
Lorenz: Un veterano me contó que en el Canberra se encontró con un soldado al que todos habían tratado mal en las islas porque era judío. Era pianista y se puso a tocar en el piano del salón de fiestas. Tocó el Himno Nacional. El veterano me confesó que recién en ese momento se dio cuenta de que el pibe también era argentino.
El destino del Canberra era Puerto Madryn. En el barco había una única pregunta: ¿cómo los recibirían al llegar? Hostigados por sus propios oficiales, los soldados argentinos tenían miedo de ser apedreados. “Fue un mito. La gente de Madryn salió a recibirlos con los brazos abiertos”, dice Lorenz.
Casi adolescentes, embarcados hacia el fin del mundo, casi sin entrenamiento. ¿Y después? ¿Cómo continuaron esas vidas? Además de sobrevivientes, Lorenz y Guembe entrevistaron a familiares de los muertos. Así llegaron hasta María Laura Capparelli. Ella conoció a Jorge Mártire luego de su regreso de las islas, se casaron y tuvieron tres hijos. Mártire se suicidó el 1º de marzo de 1993. ¿Algún apellido más trágico?
Guembe: Fue muy raro. Nos encontramos en la esquina de la casa, ella tiene un negocio de tejidos. Estaba con su hija más chica, hija de un segundo matrimonio. La chica no tenía más de 12 años y el novio de la madre la trataba de convencer de que se fuera. Pero la chica no se fue: la causa familiar estaba en manos de todos por igual. María Laura nos dio las fotos de su álbum familiar, fotos de los chicos de la época en la que su marido se suicidó. Y también la foto de soldado que estaba en el portarretratos de la casa. Le preguntamos muchas veces si podíamos llevarlas; le aclaramos que tal vez las usaríamos para el libro, le preguntamos si no quería consultarlo con sus hijos. Y ella a todo decía que no, que sus hijos estaban de acuerdo.
Lorenz: Ella tiene una actitud muy fuerte de sostener la historia del marido. Contaba cuánto le había costado todo después de volver. El período horrible que había sido. Y eso que él pudo volver a trabajar y a estudiar. Hablaba con enojo, no tanto con la gente sino con el Estado. Denunciaba la falta de apoyo psicológico.
Guembe: Ella no hablaba de suicidio, decía que su marido se había enfermado y se había muerto. Hubo un momento de la entrevista en el que pensamos que nos habíamos equivocado de caso. Ya estábamos por irnos cuando nos preguntó si nos queríamos llevar el artículo del diario. Nos dio una nota de Clarín que informaba el suicidio de un ex combatiente. Para ella en ningún momento el suicidio fue una tragedia que empezaba, la tragedia venía de antes.
Otro de los “hallazgos” de la investigación fue dar con un informe de inteligencia realizado por la Policía de la Provincia de Buenos Aires en 1984, ya en democracia. El legajo de la División Inteligencia de la Policía Bonaerense (Dipba) da cuenta del seguimiento de los ex conscriptos de La Plata durante las marchas de conmemoración del 2 de abril y los identifica como “subversivos”. El expediente incluye las fotografías tomadas en el acto y recomienda agregar a los manifestantes del Cecim al informe “S” (Delincuencia Subversiva). Todo el material quedó incluido en el libro.
Lorenz: Los veteranos contaron que sabían que los habían seguido durante mucho tiempo, pero que nunca se imaginaron que existieran esos informes. Lo único que hicimos nosotros fue solicitar el informe a la Dipba. Conocíamos el contenido del legajo “S” e intuíamos que podía haber algo así. De todos modos no dejó de ser una sorpresa.
El jueves pasado, Lorenz viajó por primera vez a Malvinas. Partió a terminar un documental para la BBC de Londres que reconstruirá el relato de Las guerras por Malvinas, su libro anterior. Allí narra el viaje de un historiador que entrevista a gente afectada por la guerra y se pregunta por su significado más allá del reclamo territorial. “Cuando le conté a mi hijo de ocho años que viajaba a Malvinas, se puso a llorar. Pensó que me iba a la guerra. Después de tantos años, Malvinas sigue siendo eso, la guerra, no un lugar.”
Cruces: idas y vueltas de Malvinas será distribuido por Edhasa el 20 de marzo en las librerías argentinas.
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