“Gardel era francés, Zitarrosa es uruguayo”, pintó una mano anónima en un muro frente al Cementerio Central, el 17 de enero de 1989, cuando una multitud acompañó los restos del cantor. La referencia no es caprichosa. Si Gardel expresó como nadie un modo de ser rioplatense, Zitarrosa fue el primero en “cantar en uruguayo”, en abrir un ancho cauce para la música popular de este país, diferente del “folklore” argentino por entonces de moda. “Toda la música es milonga”, solía decir y nadie como él experimentó con ese ritmo y ese lenguaje musical.
Había nacido el 10 de marzo de 1936 en Montevideo. Antes que cantor fue vendedor, auxiliar de oficina, locutor, periodista en Marcha, y sobre todo, un músico intuitivo y un poeta. En 1958 ganó un Premio de Poesía de la Intendencia de Montevideo con Explicaciones, un libro que nunca quiso publicar. Los textos de sus mejores canciones —”El violín de Becho”, “El candombe del olvido”, “Canto de nadie”, “Del amor herido”— muestran que nunca dejó de serlo.
En 1976, impedido de cantar en el país, se exilió en España y luego en México, de donde regresó en 1984 ante los primeros síntomas de apertura. Una multitud llenó la Rambla desde Carrasco al centro de la ciudad para recibirlo. Hacía diez años que su música no podía escucharse en las emisoras de radio.
En los últimos tiempos se había reencontrado con su vieja vocación de escritor: en 1988 publicó Por si el recuerdo, un volumen de cuentos que muestra otra faceta de su compleja personalidad.
En octubre de 1987 habló sobre sus dudas, perplejidades y experiencias en un departamento flamante de Malvín. El reportaje quedó inédito hasta hoy.
En la esquina, subiendo una pequeña cuesta, hay un bar semivacío que parece esperar el verano mientras otea la punta final de la playa Malvín. Casi pegado a él se ve un edificio flamante, con la madera de las puertas aún sin lustrar, oliendo a carpintería. No hay que subir: el departamento de Zitarrosa está en planta baja, moderadamente parecido a una casa, gracias al mínimo avance sobre un patio trasero. En el amplio estar hay una acumulación caótica de objetos e imágenes, dispersos con el orden secreto de quien sabe dónde está cada cosa, pero que se le niega al visitante. Hay, previsiblemente, una guitarra, y un buen equipo de sonido. Con aspecto de artefacto de alguna película de ciencia ficción de los años ’50, una enorme máquina electrónica de escribir de plástico negro (“Uno de los primeros modelos, la compré en México”). Sobre un escritorio, diversos objetos y dominándolo una foto de mexicanos de la época de la Revolución, que sostienen con firmeza tremendas jarras de pulque, incluso aquel de los tres que está dormido. Un mechón de pelo de mujer agarrado con una gomita. Hojas de papel, dibujos, retratos del propio cantor tomados en distintas partes del mundo. Libros.
Deposita sobre una mesa pequeña una taza de café caliente. Tiene la cortedad del tímido que en la charla no sabe qué hacer con las manos. De pronto sostiene con una el vaso de vino y con la otra el cigarrillo, al mismo tiempo. Se limita a contestar estrictamente cada pregunta, sonríe de vez en cuando, pero más a menudo se preocupa. La voz es la misma Voz del escenario, apenas menos modulada.
–Siempre leo algo. Pero últimamente lo que más me ha interesado es la etología, el estudio de la conducta de los animales. Tanto Lorenz y seguidores, como a sus críticos marxistas. Siempre he tenido una comunicación con la naturaleza. Me pasa desde chico: no les tengo miedo a los animales. Hay gente que ve una araña, una lombriz, un cocodrilo y se asusta. Para mí es algo muy natural tratar con un bicho. Por eso me atrae Lorenz: además enseña a decodificar el propio lenguaje humano.
–Vicente Basso nunca fue profesor: era un poeta simbolista, de la generación del ’30. Murió en el sesenta y tantos. Arístides Dotta era un zapatero, anarquista, veterano. Me guiaron desde el punto de vista estético, sobre todo don Vicente, que era muy capacitado. Un hombre de pensamiento y muy vigoroso, a pesar de su edad, en el plano político. Escribía los editoriales de la radio El Espectador en el año sesenta y tantos. Los dos eran anarcos, viejos anarcos. Arístides fue zapatero modelista hasta que murió: creaba modelos de zapatos. Es el padre de Amanecer Dotta, el director teatral. Ambos me enseñaron el equilibrio en la intención y en la pasión de hacer una cosa determinada con propósitos artísticos. Recuerdo un poema de Arístides que habla de un Primus. Una imagen muy hermosa que yo no podría reproducir textualmente, con la corola de fuego azul del Primus, en una pieza de conventillo, todo envuelto en consideraciones de tipo social, general. Con don Vicente trataba de cosas sutiles. Yo lo asediaba con mis textos. Como me trataba con mucho afecto, yo me le aparecía dos por tres con algo y le preguntaba “¿Qué le parece, don Vicente?”. El leía con mucha paciencia, y opinaba. Hasta un día en que estábamos solos, en que me dice “Escúcheme una cosa: ¿a usted quién lo mandó escribir?” “¿Cómo quién me mandó?” “Sí, ¿a usted alguien lo obligó a escribir?” “No, no”. “¡Entonces siga escribiendo, no se preocupe más de mi opinión, déjese de joder, ¡y escriba!”, una forma de decirme que no lo jorobara más, tal vez. (Risas.) Después creo que fue él quien me dio un premio, el Municipal de Poesía.
–Hago cositas, las guardo, las meto en carpeta, las archivo, nunca más las leo. Por ahí me encuentro con sorpresas: abro una carpeta y leo algo del ’76, del ’80, y me llama la atención. Pero es algo al margen, sin propósito de publicar.
–La letra es muy racional. Lo que escribís impulsado por la necesidad de hacerlo es una cosa, y lo que escribís para la canción, otra. Entra en el molde: la melodía te exige.
–Pero la ayuda mucho el fondo. Porque el texto yo no creo que tenga gran valor. Si lo hiciera de nuevo, lo haría igual, pero creo que no tiene ese peso literario que le asignás. Si funciona, si llega como contenido, en el más amplio sentido, es porque viene apoyado en una música que es muy letánica. Ese glissado insistente, tuntún, tuntuntún... (rasguea en el aire). Es algo hipnótico, que te obliga a escuchar el texto. El porqué de “Guitarra negra” es más bien su música que lo apoya, como un amigo que lo va llevando al tipo que está rengo. Un poeta flaquito al lado de un amigo robusto que lo lleva a la casa y lo acompaña para que duerma y descanse.
–Lo empecé en el ’74. Hice unos apuntes y en el ’76, cuando me fui, lo llevé. Lo terminé en México. Le hice un intervalo entre las dos partes, que es el valsecito...
–Exacto. Eso lo completa, porque lo altera. El origen fue una noche en que esperaba a una persona en un local nocturno, donde se cena y se baila. Al lado de la mesa donde estaba había una fuente con una iluminación especial, donde surgía un chorro de agua que terminaba en una bola, que chorreaba. Era un murmullo permanente, mientras al fondo sonaba un trío, algo melancólico era. Lo que viene después de ese intervalo del valsecito ya es más político.
–Tengo ganas, pero no he hecho nada absolutamente. Estoy como esperando el momento de decir algo. Porque los artistas populares que estamos trabajando para el público en la comunicación de ideas nos encontramos en una situación crítica. Al menos en mi caso. Estoy revisando todo lo que hice. A veces subo al escenario y pienso muy bien lo que voy a cantar. Hay obras como “Chamarrita de los milicos”, que es una obra que la gente pide. Sería una arbitrariedad cantarla. Aunque ideológicamente es correcta, desde el punto de vista político es un arma de doble filo: y no puedo salir a decir que los milicos son macanudos. Más allá de que sea cierto que los milicos también son de extracción popular, políticamente cumpliría un papel negativo.
–Hay canciones buenas, como “Adagio en mi país” que yo no canto. Porque aquello de que “la luz del pueblo volverá a alumbrar nuestra tierra” ya no debe decirse: estamos en eso. No es que volverá, ya volvió. Canto otras cosas.
–Fue una experiencia realmente desgarradora. No sé si otras personas lo habrán padecido en esa forma. Somaticé en el exilio los síntomas de la gente que fue torturada. En Canadá se hizo un estudio hace unos años con chilenos que habían sido sometidos a tortura y estaban fuera del país. Presentaban una sintomatología que era exactamente la mía: dolores de cabeza, miedos irracionales, un estado de ansiedad perpetuo. Y yo no fui torturado: simplemente estuve en el exilio, nada más. Se me dio en España, en México. Me interesaba la gente, los amigos mexicanos. Pero España como país, o México, más allá de que me despertaran gran interés cosas como el Museo del Prado o las pirámides de Teotihuacán, eran algo superficial, sin contacto real, como si estuviera viendo una fotografía. Puesto a elegir decía: “Mejor me quedo aquí abajo, para qué voy a subir, me quedo escuchando la música de mi país”. Yo tenía ciento y tantos discos uruguayos. Y claro, cantaba: canté en todas partes, y grabé algunos discos, con gente mexicana, con gente argentina, con chilenos.
–Eso desapareció, totalmente. Hubo una primera etapa en la que me preguntaba “¿Qué pasa acá?”. Porque compañeros que no conocía se me acercaban, y otros que sí conocía no se acercaban. Y a veces venían y me hablaban para actuar en tal lado, y esa actuación no se cumplía, no se formalizaba. Había todo un descalabro. Eso después fue pasando.
–Efectivamente. Pienso que es una pausa. Está muy bien empleada la palabra “perplejidad”. Desde luego influyen problemas míos familiares, personales. Ante eso creo que el creador, si es que el cantor lo es, debe pasar a ser más operativo, positivamente. Esto requiere militancia, más que nada militancia partidaria. Es una falencia mía: yo no la tengo. Aunque recibo a mis compañeros, recibo visitas, tengo entrevistas, coincido con ellos. Y creo que es mi obligación militar en la base, cosa que no hago. Eso me tiene preocupado. Lo que pasa es que no tengo ganas. Me encuentro con un compañero de mi edad, que estuvo en la cárcel ocho años, o que estuvo clandestino, o que estuvo exiliado, o con un joven de veintitantos, que me hacen preguntas que no puedo contestar, y me siento mal. La expectativa y la demanda son mucho mayores de lo que uno puede dar.
–Es algo que me supera.
–Claro. Me pasa que no puedo salir de casa e ir a la esquina, porque todo el mundo me conoce. De pronto viene alguien y te hace una pregunta insolente, o te arremete. O al contrario: te abraza y no lo conocés. Ni tenés privacidad: querés estar tranquilo, leyendo o mirando el paisaje o la ventana del bar y no podés. Te piden autógrafos.
–Si te habituás a cierto circuito, vas a tal bar y no a otro, a tal restaurante y no a otro, tomás tal ómnibus y no otro, si aceptás un recorrido, un periplo, entonces te respetan. Porque se agotan las instancias de interrogatorio, de agresión, de manifestación de afecto. He tenido que llegar a eso, cosa que me molesta, porque quisiera estar mucho más libre. Influye también que soy un tímido, un ciclotímico.
–Sí, es un acto de acercamiento al otro, aunque se trata de un pájaro, o un huevecito. Te pasa lo mismo cuando vas a un bar y le decís al mozo “¿Me trae un vasito de soda?”. No decís “un vaso” o me “trae soda”, decís “un vasito”. Querés acercamiento, inducirlo al otro a traerte un vaso de soda, con cierta ternura.
–El viejo Yupanqui es un tipo muy particular. Recuerdo que cuando lo reporteé empezó a hablar del río Olimar y dijo: “El Olimar no es lo que dicen Fulano y Mengano. El Olimar es freno, y le dice al hombre ‘por ahí sí, por ahí no’”. Yupanqui es una especie de esfinge. Hace muchos años que no lo veo. Si él quiere te atiende; si no quiere no te da pelota y hasta te rebaja en público. A Onetti lo vi hace menos que a Yupanqui. Lo vi en España, allá por el ’79. Después del premio Cervantes creo que debe estar viviendo mucho mejor. Está con su mujer allá, no tiene mayores necesidades económicas. Sé que está en un departamento bastante bien, con una terraza con flores. Y el vive “en su cama incandescente”, como dice Estrázulas, rodeado de libros, hace lo que quiere.
–Nací en Belvedere. Viví en la Aguada, en el Buceo, en la Unión, en Paso Molino, en Carrasco, en Pocitos, en el Centro, en el Barrio Palermo. Los sitios que más recuerdo son la Unión y Palermo, donde viví al lado del cementerio. Allí fue donde leí a Hesse, Faulkner, Machado, Vallejo.
–Muy molesto. Eramos muy amigos. Cuando lo grabé, en Buenos Aires, vine y lo primero que hice fue invitarlo a casa, y le puse la grabación. Se enojó mucho. Después que la escuchó, y se enojó, al ratito me dijo: “Bueno, ponela de nuevo”. Ya se calmó un poco más. La tercera vez dijo: “No está mal”. Era lógico que se molestara: imaginate verse expuesto en una obra pública, siendo él un hombre de gran sensibilidad, y a través de un tipo que nunca pensó que iba a ponerse a escribir una canción para él. Porque mi amistad con él (si bien era por razones artísticas, y colaborábamos mucho) era más que nada personal: una cosa de tomar vino o comerse una sopa de pescado. Pero no de escribir sobre Becho. Como intérprete él era excelente. Hay un disco de tangos, por ahí, donde grabó totalmente desafinado: lo hacía a propósito. Era un improvisador nato, un músico de primera categoría. Un hombre capaz de escribir música sin buscar el tono. Tú le silbabas o le tarareabas una cosa, y él sabía en qué tonalidad estaba, dividía perfectamente, y escribía de oído. Cuando volvió, desgraciadamente, no lo vi. A los pocos días de volver yo, recibí una llamada del Becho, a las tres de la mañana. Estaba en el Jauja, y quería que fuera. Yo estaba en casa de mis suegros. Le pedí disculpas, le dije que lo lamentaba muchísimo, que me alegraba saber que estaba bien y que me llamara en cualquier momento, pero en otro horario. Poco después falleció.
–A él le dolía tocar el violín. Tenía un instrumento muy bueno, que lo perdió o tuvo que devolverlo, no sé qué pasó. El caso es que tenía tres violines, y ninguno de los tres le gustaba. Tenía un oído increíble. Alguien que fue primer violín de la Ossodre, al hablar de Carlos Eizmendi, comentó: “¡Ah, un hombre que es muy desafinado!”. Yo me reí: conociendo a Becho, sabía que si había alguien afinado realmente, era él.
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