Hay artistas que arman, con sus obras y sus vidas, el halo de una fábula o el perfil irresistible de una leyenda. Witold Gombrowicz, en muchos sentidos, fue uno de ellos: el escritor de talento, el “genio” que fue para no pocos y el hombre escueto, escrupuloso, sarcástico, de aires aristocráticos, irritante, el que rechazaba toda recompensa que le implicara un alto precio o, por lo menos, un precio que él jamás se sintiera dispuesto a pagar, construyen –esos dos aspectos– el mito Gombrowicz, acrecentado por su condición de extranjero pobre y orgulloso en Buenos Aires, redefinido por sus amigos y llevado a la cima por sus jóvenes “discípulos” en los últimos seis o siete años de su estadía en el país.
Mientras vivió en Argentina, donde escribió, durante los veinticuatro años que residió aquí, la mayor parte de su obra, el círculo más prestigioso de las letras de entonces, prefirió ignorarlo: bastaron dos visitas a la casa de Victoria Ocampo para que lo consideraran un polaco insufrible. Y, sin duda, él habrá colaborado no poco para que así ocurriera. “El artista –dice Gombrowicz en alguna parte de su diario– debe actuar siempre en los confines mismos de la vergüenza y el ridículo.” Esa convicción –qué duda cabe– distaba de ser un buen pasaporte en las aduanas de San Isidro.
De modo que escribió en su idioma, en pobres pensiones del barrio sur, viviendo un poco de lo que le viniera a la mano o ganando un magro sueldo como empleado del Banco Polaco.
¿Era conde, como le gustaba presumir un poco en broma y un poco en serio?
¿O se trataba del retoño de una rica familia burguesa de provincia, culta y refinada? Lo último es mucho más probable que lo primero, pero el resultado vuelve indistintas esas opciones de origen: sus maneras, su insolencia quieta, sus calculados argumentos para fomentar una discusión, su forma de llevar la muy usada ropa que vestía con elegancia descuidada, sus ideas exclusivistas, su individualismo tenaz, su libertad perdularia y dionisíaca, sus riesgosos merodeos por las zonas de Retiro a la caza de encuentros homosexuales pasajeros, todo, en fin –o casi todo– casaba estupendamente con los reflejos sociales de su más bien incierto pasado.
Personalmente, jamás lo conocí, y sin embargo hubo un momento en que me “intoxiqué” de su presencia.
La historia de esta “intoxicación” reúne, si se quiere, los tonos casi inverosímiles de una larga e improbable sesión de espiritismo. En el otoño de 1985 le comento a Alberto Fischerman que me persigue una imagen cinematográfica para mí imposible de realizar. Le digo entonces que veo un barco blanco anclado en el puerto de Buenos Aires y la figura de un hombre bajando de él para perderse solo en las calles que llevan al centro. El hombre gasta un sombrero, viste un viejo impermeable inglés y carga dos valijas. Es Gombrowicz pisando por primera vez el suelo argentino en 1939.
Poco antes de 1985 yo acababa de volver de Francia, donde había vivido unos años, y Rita Labrosse, la joven viuda de Gombrowicz, me había obsequiado los volúmenes del diario del escritor y la primera edición del libro que hoy se presenta en estas páginas: Gombrowicz en la Argentina, una compilación muy interesante de testimonios hechos por ella misma en Buenos Aires en 1979 y ahora, por primera vez –después de treinta años– traducido al castellano.
Con la lectura de sus diarios y los diversos testimonios desplegados, entre ellos los de Ernesto Sabato, Alejandro Rússovich, Manuel Gálvez, Jorge Calvetti y algunos de sus “discípulos”, la figura de Gombrowicz y su peripecia argentina cobraron forma en mi imaginación en los términos de una ficción híbrida en cuya trama el polaco se volvía argentino de adopción y su obra pasaba a formar parte de nuestra tradición literaria más impertinente y deslumbrante. Empecé escribiendo unos artículos alrededor de la figura y la obra de Gombrowicz en el semanario El Periodista y seguí tomando notas para aguzar el perfil de un desterrado voluntario que hizo de los márgenes (paradójicamente) un centro. De a poco (o quizá fue de golpe) imaginé escenas vivas, fílmicas, y surgió aquello del barco blanco. Fischerman, un vaso de whisky en la mano, pescó la idea al vuelo y nos largamos a construir un film posible. Lo primero fue imaginar una coproducción con algunos realizadores polacos (a lo grande, pero desde los bordes “inmaduros”: Polonia y Argentina), faltaron fondos, no voluntad, en consecuencia redujimos las ambiciones y recurrimos a la tabla salvadora de las cinematografías pobres: el intimismo, la “espontaneidad”. Llamé a Dipi (Jorge Di Paola), Dipi llamó a Mariano Betelú, Betelú a Juan Carlos Gómez, Gómez a Alejandro Rússovich. Fischerman habló con Javier Torres, que dirigía en aquellos años el Centro Cultural San Martín; Javier consiguió una parte sustancial de la financiación, con poco más podíamos filmar. Entonces empezó mi trabajo de guionista.
Para ser breve, durante dos meses, con un cuaderno en la mano, escuché las historias de los cuatro amigos: asistí a sus ironías, a sus confesiones, a sus celos y observé, cada vez más sorprendido, de qué modo hipnótico y hechizado imitaban al maestro. Reproducían su voz, sus palabras, sus gestos, su manera de andar. Y cada uno de ellos, encarnando a Gombrowicz, encaraba a cada uno de los otros hasta entablar un diálogo fantástico –o fantasmático– que llegaba del pasado en un tránsito vigoroso y expansivo que nos dejaba, a Fischerman y a mí, perplejos y casi desorientados.
Es así que Witold Gombrowicz apareció ante mí como la encarnación de un espíritu convocado por la neurosis mimética de sus antiguos discípulos. Quizá porque sólo se imita (a la perfección) lo que se ama, se venera y se odia, en este caso un maestro y un gentil tirano, quienes remedaban la voz y las palabras de “Witoldo” consiguieron exhumar una realidad pretérita con la vivacidad comprometedora de un testimonio más valioso y punzante que mil fotografías amarillentas y muertas. Y de eso, precisamente, trató la película. Gombrowicz había revivido y pasaba facturas a sus discípulos mientras estos se burlaban de sus escrúpulos sofisticados, de sus engaños estratégicos, de sus “mentirillas” licenciosas, de sus regateos minúsculos, de sus consejos a estos “criollitos imbéciles que parece que nacieron boludos”. No sé si pasaron cuatro o cinco meses entre la prefilmación y la filmación misma, cuyas escenas centrales tuvieron lugar en un viejo salón de las abandonadas Tiendas San Miguel, pero lo cierto es que me parecieron una eternidad. Después de largas horas de trabajo, Alberto y yo abandonábamos el set y nos perdíamos en largas caminatas por la 9 de Julio para sacarnos de encima aquella ilusión de espectros que parecían haber perdido su lugar en la Tierra. Estábamos hartos de Gombrowicz y de sus fanáticos apóstoles, harto de las habladurías que habían brotado entre ellos y el mundo que sobrevivió a Gombrowicz, hartos de ese “padre” terco que había logrado modelar bajo la garra de su influencia las vidas de estos muchachos que ahora eran hombre adultos. Esa fue la “intoxicación”.
El antídoto lo produjo el estreno de Gombrowicz o la seducción, representado por sus discípulos. Ahora pudimos relajarnos en las butacas y permitirnos que la película hablara por sí misma, y en algún sentido fue una fiesta, aunque acotada y no muy exitosa. Gombrowicz la habría encontrado “inmadura”, “inferior” y acaso, precisamente por eso, absolutamente respetable.
Sólo meses después, con una curiosidad sigilosa, volví a leer Ferdydurke. Temía que me tragara la náusea, pero me ganó el regocijo y la renovada sorpresa –embelesada– de volver a descubrir un texto capital, la mejor novela espuria de una vanguardia sin nombre.
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