Willy Polvorón canta en un bar del conurbano, ante la mirada atónita de los parroquianos que comparten con él la mesa. Seguramente lo conocen de vista, pero mientras lo escuchan apenas pueden sonreírle o marcar levemente el ritmo con la cabeza. Willy canta y toca la guitarra, tiene puesta una chomba naranja flúo y los ojos cerrados. Dice: “qué pescado, qué pescado, que pescó el pescador, qué pescado, qué pescado alucinanteee...”. La frase se repite y se repite con aullidos de Willy y el desconcierto crece a su alrededor a la par de la sorpresa y hasta admiración. Canta mal, no afina, recorre las escalas de su voz a las trompadas, casi llegando a una nota pero no, bajando a otra con dificultad, para quebrarse en un carraspeo. Willy usa la voz como Mondrian pinta: sólo con tonos primarios. En su caso, probablemente no sea una decisión estética, pero el procedimiento es el mismo. La canción llega a su punto más alto, la guitarra apaleada da sus últimos acordes, hay aplausos, dicen ¡Viva Perón!, y después brindis con vasitos de Termidor. Así el film de Gabriel Alijo presenta al personaje sobre el que va a girar la historia, Willy Polvorón, cantante y compositor suburbano, habitante de Los Polvorines, estudiante eterno de abogacía, ex militante de Franja Morada, morocho diminuto, aficionado a los asados, poeta cotidiano de ese mundo marginal.
Pero antes de ese espontáneo y casero minirrecital en la pulpería, la película da a conocer al otro gran personaje de esta trama que es Mariano Echenique, no sólo el manager de Willy, sino también su compinche artístico, el depositario de todo su contacto con el mundo real, el que verdaderamente cree en él como artista –el único, es más, uno podría pensar a Willy casi como una emanación de Echenique, su invención, su amigo imaginario– y que trabaja para que tenga una banda, grabe discos, toque, salga por las radios. Echenique es la antítesis física de Willy: alto, corpulento, de piel blanquísima, de pelo largo y rulos. Juntos caminan por las calles de Los Polvorines, se llevan dos cabezas de diferencia de altura, la cámara los toma de adelante y de atrás, y recién ahí se empieza a comprender algo. Sueños de Polvorón no es la biopic invertida del músico de rock que nunca triunfa, no es un chiste acerca de un personaje simpático y bizarro, es una buddy movie sobre dos que no podrían ser más diferentes pero se complementan a la perfección, mientras de fondo suenan las canciones de Willy Polvorón, o, por ejemplo, la versión que hizo de “Let It Be”, cantada y pronunciada inimaginablemente mal, probablemente la peor versión de “Let It Be” que se haya oído.
La película va de uno al otro, Echenique llamando por teléfono a bares y boliches para conseguirle a su representado una fecha para tocar, insiste e insiste sin suerte. Echenique llamando por teléfono a una empresa para que editen el disco, insiste e insiste sin suerte. Echenique patea las cuadras del centro con el CD que autogestionaron, repartiéndolo en diferentes medios de comunicación. Y por otra parte Willy en imágenes de archivo tocando en diferentes recitales, Willy comprando carne y haciendo asado en su casa, Willy que simplemente “es”, con su personalidad igual de atrayente que opaca, porque ¿qué se le pasa por la cabeza a Willy? ¿Qué piensa?
El documental de Alijo elige no opinar, no dar respuestas a este interrogante. El cantante permanece en estado de misterio e inquietud. Y si puede hablarse de su arte habría que decir que es como el carozo de un durazno: carente de artificio, duro, mal terminado, no se sabe qué tiene adentro, pero tampoco eso parece tener un valor descomunal. Algunas pistas para develar el misterio Willy nos dan las letras de sus canciones: “La vida es una sucesión de asados”, dice en una o se pregunta dramáticamente de dónde salió esa tapita de gaseosa que tiene en la mano y le despierta angustia metafísica, o recuerda en otra una bicicleta en la que paseaba en su niñez y que ahora está abandonada y estropeada y ya ningún bicicletero podrá arreglarla. Sus letras y su forma de cantar son todo, encierran picardía y espontaneidad, algo que podría pensarse como popular, lo que alguna vez fue “lo popular” antes de que esto se convirtiera en una clase más de los productos que integran un mercado.
Echenique tiene muchas teorías sobre Willy y las va relatando a lo largo del film. Dice que lo primero que lo impresionó de él fue “lo mal que cantaba”, luego explica que lo que lo atrajo en verdad fue que “en la adversidad tuvo la capacidad de hacer cosas” y además que “expresa una idiosincrasia pero la cuestiona”. No importa la pertinencia o productividad de esos conceptos para pensar a Willy Polvorón; en la película están y funcionan, arman el discurso cinematográfico por el que se ve a Willy a través de la mirada idealizada de Echenique. No conforme con colocarlo en el lugar de esforzado artista marginal, su manager arriesga lo que tal vez sea la más importante de las ideas que se manifiestan en la película: “Willy es una persona que está conectada con lo fundamental del arte, que es la autenticidad y la capacidad de transmitir emociones. El es un rockero y el espíritu del rock entendido como rebeldía es Willy. No me imagino a alguien más rebelde que Willy. Un músico punk no es más rebelde que Willy, porque él es la rebeldía total, contra el estereotipo del músico, contra las convenciones de la música, contra los contenidos usuales de la música, es la rebelión contra todo eso”. ¿Esto es así? Esto es, en la medida en que está en la película. El interés del documental de Alijo reside en eso, el retrato de un monstruo de dos cabezas que es la dupla Echenique-Polvorón, objeto de arte contemporáneo, dupla de teoría y práctica inseparable. No es un arte marginal y bizarro el que el documental nos entrega, no va a buscar una imagen para un regodeo irónico y cómplice. Tampoco se trata de –intento de decenas de películas– ir a recoger “esa flor que crece en el fango”. El documental es singular y conmovedor por mostrar esta extraña amistad, disímil, despareja, imposible, que es el objeto artístico mismo. Un mundo con más echeniques y polvorones sería un mundo mejor.
Sueños de Polvorón se puede ver los jueves a las 22 y domingos a las 20 en el Malba, Figueroa Alcorta 3415. Entrada: $ 10.
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