Hasta hace pocos días era posible y hasta usual encontrarse con la cara de Raymond Carver hecha postal gratis, en cualquier sala de Buenos Aires a la que se fuera a ver teatro. Los ojos claros fijos, una mano con un anillo grande que sostiene un cigarrillo, tapándole medio rostro. Esta imagen ya clásica de Carver, en blanco y negro, era el flyer de Catedral, la anteúltima obra de Martín Flores Cárdenas. Que la postal fuera la cara del escritor en que se basa la obra dice más de lo que pareciera en un principio. Dice que esa cara es totalmente identificable por la gente que va al teatro, una “cara conocida”, mucho más que cualquier otra, de otro escritor –cuántos conocen la apariencia de Chejov, por ejemplo, o de Ibsen–, más incluso que la de un actor. También dice que esa imagen es un anzuelo precioso, una forma de atraer al público y no sólo porque se trate de la adaptación de un cuento de Carver sino porque da la impresión de que la historia que va a ser contada es la de Raymond Carver, la de su vida. Esto no sucede. Sin embargo, este escritor, su vida y su obra, la forma en que comenzó a circular vertiginosa y tardíamente en el mercado literario, sí está muy relacionado con el teatro local.
Desde mediados de los ’90 Carver es llevado a escena reiteradamente, inspira obras en las que no aparece como autor directo pero sí como influencia, es usado de ejemplo y modelo en talleres de dramaturgia y actuación. Es notable, más que ningún otro. Por eso no es rara la existencia de esa postal ni que esa obra se diera seguidamente de otra basada en el cuentista norteamericano, también de Flores Cárdenas, llamada Quien quiera que hubiera dormido en esta cama; ni es raro que existiera algo así como un “Combo Carver” por el que se veían las dos obras seguidas, por un precio más económico.
Todo lleva a la pregunta: ¿De dónde viene esta secreta predilección, o no tan secreta, por Raymond Carver? ¿Por qué llega al teatro de Buenos Aires el cultor del realismo sucio norteamericano y se convierte en un fetiche de la llamada nueva dramaturgia? Como decíamos, esta pulsión por llevar a escena a este autor no-teatral no es nueva, comenzó junto con la renovación en la dramaturgia y las formas actorales de los ’90, y tiene muy buenos exponentes hasta llegar a estas dos obras. Por mencionar sólo algunos ejemplos, Dos personas diferentes dicen hace buen tiempo (1994) de Andrea Garrote y Rafael Spregelburd, Parece algo muy simple (2005) y Hablar de amor (2006) parte de la Trilogía Carver realizada por Adrián Canale y Los días de Raymundo están contados (2008), de Diego Echegoyen.
Desde los suburbios norteamericanos hasta el Abasto y sus alrededores se ha extendido la voz monótona de ese hombre torvo y corpulento, preocupado por plasmar una verdad en la escritura de la forma más inmediata posible, no urgida sino exacta, ninguna palabra de más, ningún “truco” entre realidad y escritura. Tal vez esa justeza, la importancia clave dada a las palabras, y la simpleza en el retrato de cierto tipo de humanidades que con ellas se conforma, sean algunas de las razones que explican a Carver una y otra vez sobre un escenario en Buenos Aires. Pero hay más.
Ventana hacia adentro
Las dos obras de Martín Flores Cárdenas comparten espíritu y estructura: tres actores, escenografía mínima (se apela a la metonimia estetizada), brevedad, como si trasladaran al tiempo del teatro el tiempo del cuento. Menos de una hora en la que espiamos la vida de unas personas que transitan un hecho trivial –una venta de muebles en un jardín, en Quien quiera; una visita de un viejo amigo ciego a la casa de un matrimonio, en Catedral– pero tan cargado de subjetividad, que resulta conmovedor. Hay algo triste, como una canción vieja de radio que se escucha bajo, pero que en cualquier momento puede tomar la escena y destrozar el corazón de todos sus actores, mientras que ellos sólo están ahí, hablan de lo que les pasó ese día, viven una vida carente de intensidad. Las dos obras son emocionantes en su sencillez y en esa calidez amarga y humana tan típica de Carver. Flores Cárdenas dice sobre su elección autoral: “Carver es mi autor favorito, el que más disfruto leer. Pero más que nada porque su literatura me resulta rica, potente para investigarla. Me enfrenta a algo, a un paisaje que quiero habitar. Sus historias tratan más de aquello que no sabemos que de lo que sabemos y también me reconozco en esa forma. El lector tiene que llenar los espacios. Por lo general estos cuentos relatan incidentes banales, encuentros entre gente aparentemente ‘normal’ pero que en ese contexto llano, esas situaciones se imponen como encrucijadas. Situaciones que podemos vivir cada uno de nosotros, pero que se les presentan a los personajes como reveladoras. Una hendija por la que miran y descubren la verdad de las cosas mucho más esquiva y remota de lo que podían imaginar.”
Adrián Canale, en su trilogía inconclusa, proponía otra estrategia escénica. El cuento carvereano era encarnado sólo a partir de un punto particular que le interesaba al director. El diálogo rizomático e inacabable sobre el amor en Hablar de amor y la densa situación que se plantea entre un panadero y una pareja que acaba de perder a su hijo en Parece algo muy simple. Los cuentos tenían una mayor manipulación, se utilizaba la improvisación de los actores durante la obra, con algunas boyas textuales a las que recurrían cada tanto. Dice Canale: “Lo elegí por gusto personal. Soy admirador de su obra y siempre lo consideré ‘teatral’. La admiración surge por algunos elementos que trato de mantener en mis puestas, sean con textos de Carver o no: un medio tono sutil en la construcción de conflictos, delicadeza y sensibilidad en la manera de establecer vínculos entre los personajes, sin estridencias ni sobresaltos caprichosos. Además, sus personajes son bellísimos. Perdedores tratando de sobrevivir a sus pequeños fracasos, personas sensibles y perdidas en un mundo que suele ser bastante más cruel de lo que pueden soportar”.
Queremos tanto a Raymond
Más allá de las adaptaciones más o menos literales de Carver lo que hay mucho más extendidamente es algo así como una sensibilidad carvereana que se impuso de los ’90 para acá, y que podría describirse –más o menos simplificadamente– como la economía de recursos llevada a lo teatral. Claro que eso tiene que ver con líneas internas de la evolución del teatro en Buenos Aires, la reacción a las estéticas tanto de los ’70 como de los ’80. Rechazo a nivel temático de la denuncia encriptada, propia de los ’70; y rechazo, a nivel formal, del mentado desparpajo gestual de “la movida de los ’80”. Contra esto se reacciona en los ’90, dando inicio a una nueva dramaturgia. Pero en estas renovaciones es innegable la influencia de este escritor llegado acá en el auge de su difusión post mortem, y en el auge también de las traducciones de Anagrama. En el ámbito escénico Carver impacta y se traduce (no siempre felizmente) en: pocas palabras, poco despliegue escenográfico-visual, naturalismo a ultranza, parquedad gestual en los actores. De hecho circuló una categoría estética que englobaba estas tendencias en el teatro denominándolas como “neonaturalismo”.
Rafael Spregelburd, responsable junto a Andrea Garrote de la dramaturgia, actuación y dirección de Dos personas diferentes dicen hace buen tiempo, una de las primeras obras que trabajaron con el narrador norteamericano, dice: “Para mi generación, que veía en la generación previa un predominio salvaje del simbolismo, de la metáfora como maniobra para encriptar un significado, Carver fue un faro: no dejaba nada por decodificar, y sí en cambio proponía unos climas muy comprensibles, muy inmediatos y muy emocionales”. Y agrega: “Yo siempre sugiero a Carver en mis talleres porque es un ejemplo fabuloso de cómo la narración produce un ciframiento entre lo aparente y lo oculto, pero sin llegar jamás a develar lo oculto como un verdadero ‘significado’ (con una carga simbólica, como una equivalencia) que el público deba reconocer para comprender la obra. Lo oculto en Carver respira debajo de lo cotidiano, y por eso produce un gran extrañamiento, porque hace posible, en escena, que con muy pocos elementos el mundo alcance una dimensión de capas muy densas de sentido. En Carver, como en el teatro en general, lo menos es más”.
Como en el teatro en general y más particularmente en Buenos Aires, donde las formas de producción imponen desde el vamos un cierto minimalismo. Hace unos años se hablaba de la cantidad de obras del off que trabajaban el tópico de la familia disfuncional, pero probablemente esto se impuso porque la familia permitía obras con una mesa y dos sillas, donde lo que pintaba las paredes y llenaba el escenario eran estos conflictos parentales. Ahí aparecía claramente este neonaturalismo carvereano. Carver es imitable, su forma, espacios y personajes característicos son menos idiosincrásicos de lo que podrían parecer a primera vista; el melancólico desaliento de sus perdedores permite que haga escuela.
Guillermo Saccomanno reflexionaba sobre la escritura carvereana: “Carver recreó con intuición poética la debacle del milagro americano en la Era Reagan. Su modo de narrar puede prestarse para enfocar nuestra realidad. Y de hecho sucede en algunas de las mejores voces de escritores jóvenes surgidos en el último tiempo. Pocas literaturas tan desencantadas como la suya. Esa capacidad de contar una gran historia apelando a lo mínimo, diálogos lacónicos, secos. A ver si me explico: una historia chica, acotada, en la que en superficie no hay demasiado que contar, por debajo contiene unas turbulencias. A Carver le gustaba que en todo relato se sintiera una sombra de amenaza. En este aspecto, extremó la teoría del iceberg de Hemingway. Pero atenti, que mucho teatro argentino joven lo represente o reproduzca en puestas similares a las de sus relatos no quiere decir necesariamente que todo el que lo haga, lo haya entendido. A veces tengo la impresión de que en algunos casos se malentiende la teoría del iceberg y a veces es simplemente ‘no pasa nada’”.
Lo hayan entendido o no, Carver llegó para quedarse. Como muestra están las dos obras de Martín Flores Cárdenas, bellas páginas ajustadas como un reloj y potentes como una patada en el pecho, que impactan, resuenan acá, aunque digan cosas como “periódico” o “gasolinera”. Spregelburd concluye: “Carver navega sin brújula, y después corrige, corrige mucho. Su literatura es un buen ejemplo de la creación como accidente. Y este concepto, mucho más que los conceptos de teatro metafórico, teatro simbólico, o teatro como mensaje, es inherente al teatro independiente de Buenos Aires”.
Quien quiera que hubiera dormido en esta cama
Viernes a las 21.30, en el Abasto Social Club,
Humahuaca 3649. Entrada: $30.
http://www.teatroquienquiera.blogspot.com/
Catedral
Funciones a confirmar.
http://teatrocatedral.blogspot.com/
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