Ninguna persona sigue siendo la misma una vez que alguien escribe su biografía. Y, de algún modo, ninguna biografía puede permanecer ilesa luego de que Borges las desbaratara a todas con su sagrada hinchapelotez: “Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que pertenecieron a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esta paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía”. Esa misma paradoja alcanza cimas laberínticas en Piazzolla: el mal entendido (Edhasa), la imposible y, al mismo tiempo, urgente biografía –sin ninguna inocencia, sin ninguna despreocupación– escrita a cuatro manos sobre una figura de lo más compleja que aún hoy no sólo está hecha de pasado, sino también de presente y de futuro, una figura sobre la cual se dijo mucho y se reflexionó poco y que, para complicar todavía más las cosas, aparte de tener mucho en común con el propio Borges –no sólo por su talento sino por sus respectivas estrategias para ingresar al canon desde vías sesgadas y marginales–, arrastra en su propio itinerario estético y musical gran parte de la historia de un país que todavía se remuerde la conciencia por no haberlo entendido del todo, una figura que reaparece en contextos divinos y en contextos patéticos, como el entierro de Neustadt donde la Argentina que no queremos ver y todavía existe despedía al periodista con una versión siniestra de “Fuga y misterio”.
Sus autores, Diego Fischerman y Abel Gilbert –acaso por su combinación de escritores, periodistas y músicos– cuentan semejante desafío en una charla dinámica, plagada de entradas y salidas, que tiene mucho del universo musical: bastante armonía pero también más de un contrapunto, fraseos al unísono y también fraseos polifónicos donde dejan entrever sus propias diferencias, palabras a capella y palabras acompañadas del instrumento por excelencia de este libro: la intersección entre la música y el discurso de Astor Piazzolla.
Con capítulos que sólo llevan por título un anclaje espacio-temporal –años y nombre de la ciudad donde vivió Piazzolla durante cada período de su vida– esta biografía, efectivamente, constituye un minucioso entretejido de su vida, música y discurso al mismo tiempo que va armando parte del complejísimo rompecabezas que constituyó el escenario histórico-cultural de buena parte del siglo XX de nuestro país, con referencias a libros y películas de la época en las que, según repiten los autores, nunca faltaba un militar ni un sacerdote. Pero cada vez que la acumulación de datos y reflexiones amaga con desviar la atención del lector, el libro echa mano también a una serie de anécdotas que ventilan la lectura, como por ejemplo las palabras que Gardel le dedicó a Piazzolla durante el set de filmación de El día que me quieras –en la que Astor desempeña un breve papel de diariero–: “Vas a ser algo grande, pibe, te lo digo yo. Pero el tango lo tocás como un gallego”.
“Por un lado, debido a sus características, la figura de Piazzolla nos exigió meternos con lo que era la Argentina pero, al mismo tiempo, nos ayudó a entender el país, porque para hablar de Piazzolla es imposible limitarte a hablar de música”, comienza Diego Fischerman.
“Es uno de los músicos más importantes del siglo XX y reclama ponerlo en la mayor cantidad posible de coordenadas; analizar cómo dialogaba y cómo no porque es de sus conocimientos conscientes sobre muchas cosas pero también de su indiferencia que surge el proyecto Piazzolla, un proyecto totalmente universal. Piazzolla expresa y concentra como pocos los anhelos truncos de modernidad cultural de la Argentina: es un tanguero de los años ’40 o ’50 que viajaba a Japón y volvía con 15.000 dólares, lo más parecido a lo que hoy es un rockero: un personaje cosmopolita, que conocía el mundo, que viajaba y había vivido en otros lugares que no eran Argentina. Para encarar este desafío nos apoyamos en dos columnas: primero el reconocimiento de que nuestra propia educación sentimental está muy ligada a él, y después el tremendo vacío de análisis, libros y biografías que hay en torno de una figura de esa envergadura”, remata Gilbert.
FISCHERMAN: Bueno, es que lo hay también con respecto a Troilo, la evolución de los estilos en el tango e incluso en torno del rock argentino: no tenés un libro que analice el surgimiento de Almendra, Manal o Los Gatos y, mucho menos, una reflexión más sociológica sobre qué articulaba la polémica Redondos versus Soda Stereo, temas sobre los que, en cualquier lugar del mundo, se hubiera escrito muchísimo. Acá se escribió mucho sobre El Tango, así, en general, pero no sobre los tangos, como si todo El Tango fuera lo mismo, un poco lo que pasa ahora con el rock y esa cosa ecuménica de la Mega, donde entra todo. Además siempre se habla de identidad nacional y uno se pregunta: ¿cuál es la identidad nacional, la de Tanturi o la de Salgán? Porque sonar suenan muy distintos: entonces el que se puso a escribir, ¿se puso a escuchar las orquestas y reparó en que sonaban muy distintas? En la segunda mitad de la década del ’50, cuando Piazzolla empieza con los grupos chicos –primero el octeto, después el quinteto–, estaba la revista Contorno con Sebreli, Masotta, los hermanos Viñas, que hablaba de política, artes plásticas, literatura, cine, pero nunca de música.
GILBERT: Sí, pasa algo con el tango y con la música en Argentina. El tropicalismo, por ejemplo, generó en Brasil muchas discusiones entre intelectuales y músicos, acá una polémica entre Charly García y Beatriz Sarlo es imposible desde los dos lados. Caetano no es fruto de un hecho meramente individual sino de su confluencia con filósofos, músicos, artistas plásticos, poetas concretos, y ese tipo de combustión en Argentina no se dio. Los intelectuales orgánicos argentinos nunca concibieron la música como lo que es: un medio de construcción de subjetividad. Yo creo que un tipo como Piazzolla te obliga a pensar en todas estas cuestiones y, al mismo tiempo, te permite ir de un lado a otro sin sentir en ningún momento que estás forzando la situación.
Desde la foto que eligieron para la tapa del libro, tomada durante el último concierto de Piazzolla en Buenos Aires, en la que se lo ve de espaldas, no sólo al público sino también a la misma escritura musical, Fischerman y Gilbert concentran su lectura y su escucha sobre Piazzolla desde los equívocos que, según ellos, son el mismísimo motor del arte y, por supuesto, de la carrera de ese hombre que, sin ir más lejos, fue bautizado mediante un error: Vicente Piazzolla –que luego pasaría a la historia como Nonino– le puso a su hijo un nombre que no existía, un nombre con el que buscaba homenajear a un amigo italiano que, por mero capricho, usaba una abreviatura de su propio nombre, Astor en lugar de Astorre. Y como si eso fuera poco, el instrumento asociado inexorablemente a Piazzolla, el bandoneón –un instrumento azaroso no sólo en su invención sino también en la manera en que se volvió signo por excelencia del tango– fue comprado por su padre cuando él tenía ocho años en una casa de empeño del Chinatown de Nueva York, el sitio marginal dentro del centro donde Astor vivió durante buena parte de su infancia.
“Además de ser un personaje anfibio entre lo supuestamente alto y lo popular, además de estar siempre a caballo entre el margen y el centro, Piazzolla encarnó toda su vida la contradicción de querer ser inmensamente vanguardista y, a la vez, lo más aceptado posible con ese mismo vanguardismo; quiere todo y se enoja con la gente cuando no lo escuchan”, agrega Fischerman.
“Lo cierto es que nunca le fue mal: cambiaba todo el tiempo de sello discográfico y cada vez le pagaban más dinero: él sobreactúa su adversidad, los otros sobreactúan la mirada de él como el mal y todo se sobreactúa y sobredimensiona en una especie de gran esperpento de tergiversaciones y malentendidos”, completa Gilbert.
Lo notable es que este mismo libro surge también de un malentendido: “Cuando escribí El efecto Beethoven la editorial no quiso poner un editor musical, sólo querían poner un corrector de estilo aunque en el estilo estoy más o menos seguro. Yo necesitaba a alguien que pudiera decirme lo que no estaba claro o si me confundía, por ahí, al poner la palabra ‘escala’, cuestiones que tenían que ver con el lenguaje técnico. Entonces Abel se ofreció a hacerme de editor informal y ad honorem, y entonces nos quedaron ganas de hacer algo juntos”, recuerda Fischerman. Y ese encuentro surgido de un malentendido se unió a la necesidad que veían los autores de hacer un libro sobre Piazzolla que se arremangara en el discurso musical, que analizara si lo que él decía con respecto a su música era realmente así o no, que indagara en las formas en que él quería que fuera vista su obra, ya que si de algo hay material es justamente de Piazzolla hablando sobre su música, no sólo en diversas entrevistas sino también en las numerosas notas que redactaba para sus discos, muchas de las cuales lo vuelven casi un crítico musical.
FISCHERMAN: Algunos malentendidos son forzados, otros son forzosos y otros, involuntarios. Piazzolla no era bueno con los nombres: decía “escuché un disco”, “estuve con tal músico de jazz” que, por ahí, no existía. Tenía esas cosas, pero no había ahí una intención de darse aires sino que se olvidaba. Yo creo que los malentendidos son inevitables y, a veces, los creadores juegan con eso, pero yo no sé si Piazzolla era tan consciente: la propia figura de Boulanger (la profesora francesa que, luego de escucharlo ejecutar “Triunfal” al piano, lo interrumpió para sentenciarle “no abandone jamás esto, ésta es su música, aquí está Piazzolla”) es un gran malentendido: no era la gran maestra prestigiosa en ese momento pero sí la tipa que terminó dándole a él, de forma inesperada, una lección que lo marcó y lo envió hacia donde correspondía aunque sin las características elegíacas que los biógrafos le dieron.
GILBERT: Sí, también el título apunta a tratar de entender el mal, porque Piazzolla es puesto en el lugar del mal: es el hombre que viene a enterrar al tango, aun cuando el tango en el sentido más pacato ya estaba enterrado solo y, en todo caso, él no era otra cosa que un mensajero de esa muerte.
GILBERT: Por supuesto, el error de algunos de creer que la música rioplatense había vivido una época de oro de más de tres mil años y que, de repente, alguien lo mata desde afuera, cuando el tango tuvo un proceso de formación muy breve. Es más, el rock hoy tiene más años de decadencia que el tango y nadie lo dice. La prueba es que para la generación de los ’70, el tipo que se remitía a los ’40 o ’50 era objeto de mofa, y hoy Pedro y Pablo se vuelven a juntar para cantar “Yo vivo en una ciudad”, y ese tema que ya tiene cuarenta años sigue siendo una de las mejores canciones de rock, con lo cual ahí tenés la pauta de que pasó muy poco. Es un error reclamar una vigencia tan prolongada a un género popular y, en esa época, había muchos debates sin sentido con personajes que parecían vivir en frascos de formol, como las imágenes de La invención de Morel. Los interlocutores de Piazzolla eran Soldán, Neustadt, porque él, con cierta astucia, evitaba las discusiones reales, él elegía como contendiente a un ignoto cantante de tango como Héctor Varela...
FISCHERMAN: Decir que es el Gershwin argentino; él quiso serlo, pero es mucho más un Charlie Parker, está mucho más del lado de la música popular.
GILBERT: Estoy de acuerdo. El gran error es asegurar contra viento y marea que era un músico clásico que renunció a los oropeles de los grandes teatros para hundir los pies en el barro de lo popular. Piazzolla es un adelantado a su tiempo porque entiende el lugar jerarquizante de la música clásica, que es la gran legitimadora, el paraguas sacrosanto bajo el cual podés cobijarte, ese mismo valor sigue estando ahora cuando dicen que Charly tiene oído absoluto.
FISCHERMAN: Sí, Beethoven era sordo, qué sé yo...
GILBERT: Justamente, él tiene su propia confusión acerca de cuáles son los sistemas de referencia más avanzados de la música –el primer Stravinsky y ciertas cosas de Bartók inoculadas por su maestro Ginastera– pero, al mismo tiempo, termina siendo muy avanzado al llevar eso a la música popular. Cuando llevás los supuestos valores del gran músico a otro contexto se terminan transformando: ahí hay un primer malentendido que genera un efecto tremendamente revulsivo en el tango. Piazzolla maneja una conexión permanente entre el centro y la periferia y ahí arranca un juego impresionante de espejos: es malentendido por el mundo de la música clásica que lo relega a una especie de submúsica, él entiende mal y, a su vez, lo entienden mal, pero todo se convierte en creación.
FISCHERMAN: Después hay otro malentendido: Piazzolla cree y se queja todo el tiempo de que no lo aceptan por ser demasiado moderno y, en realidad, cierto público de acá no lo acepta porque lo ve demasiado antiguo: su espectáculo teatral u operita María de Buenos Aires (1968), con libreto de Horacio Ferrer, fracasa porque a la intelectualidad porteña no le interesa, por la sencilla razón de que no le podía interesar a nadie que hubiera leído, ese mismo año, La traición de Rita Hayworth. Para colmo, él termina siendo aceptado, a nivel mundial, como adentro de la tradición: pese a tanta ruptura y tanta supuesta revolución, para los franceses, por ejemplo, el auténtico tango es el que hace Piazzolla.
Astor Piazzolla atravesó –vigente, siempre vigente– tantas etapas artísticas y tantos períodos históricos –su itinerario va desde el nacimiento del micrófono eléctrico hasta la grabación digital; desde el gobierno de Ramón S. Castillo hasta la primavera alfonsinista, pasando por el peronismo, la caída del peronismo, Illia, Onganía y la última dictadura– que es algo así como una rara mezcla de Orlando y Zelig vernácula pero a la vez cosmopolita. Incluso figura, ya sea como personaje o referencia, en buena parte de la literatura argentina del siglo XX, en una gama que va desde Dar la cara de David Viñas hasta Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador de Sabato.
“Y a ese mapa cultural hay que agregarle un registro musical, si querés impreciso, muchas veces idealizado y no del todo consciente, pero que va desde los orígenes del tango hasta el rock: porque Piazzolla, a diferencia de otros músicos que cristalizaron su estilo, va escuchando y registrando, con mayor o menor acierto, un poco de todo; él le va tomando el pulso a todo lo que va pasando: es el orquestador estrella de Troilo en los ’40, es decir, si no existiera nada de lo que se llama Piazzolla –que es el Piazzolla posterior al ’60–, igual seguiría siendo un tipo importantísimo como músico de tango. En los ’40 –el primer arreglo suyo es de 1943– es el tipo que más arreglos firma para la orquesta más canonizada del tango en su momento de mayor gloria, ese tipo está ahí y está después, en el ’78, haciendo un grupo con pibes como Tomás Gubitsch u Osvaldo Caló, que venía de Los desconocidos de siempre. Piazzolla empieza en un mundo y termina en otro totalmente diferente. En lo político también tuvo varias vidas”, se explaya Fischerman.
GILBERT: El proyecto de Piazzolla era, en cierta forma, el del músico aséptico, que podía pasar de escribir un oratorio a Perón, después tocar para Onganía, después ir a tocar para Fidel Castro, después grabar la música de Salvador Allende y después apoyar a Pinochet. Pero no hay que pensarlo en términos políticos sino definirlo como lo que era: un músico profesional que hace una música para Astiz en el ‘82, después la dibuja un poco y se la dedica a Solanas, en ese borramiento demuestra que puede ir para cualquier lado con el mismo significante.
FISCHERMAN: Es muy fácil indignarse con Piazzolla: si uno hace un poco de memoria, en las dictaduras, exceptuando un poco la última, no hubo en términos generales mucha conciencia de que el país estaba ocupado. El no era intelectual, no tenía mucha solidez política, Piazzolla tenía la misma inconsistencia ideológica de la clase media, de los que un día dicen “si vuelve Menem, me voy del país” y al rato lo están extrañando. Piazzolla es también un gran fabulador: viene acá y dice “el tango está muerto”, después se va a Italia y usa la palabra “tango” hasta el hartazgo, tiene un gran sentido del oportunismo.
FISCHERMAN: Mucha, para bien y para mal: le sirve y, al mismo tiempo, le granjea enemigos porque estaba peleado con todo el mundo. Una vez Speratti le pregunta si es verdad que se la pasa usando a sus amigos, y él responde: “Los que dicen eso no me conocen, yo tengo amigos de fierro, harían cualquier cosa por mí”. El tipo contesta exactamente al revés y se caen todos los manuales de Amorrortu; lo mismo pasa con las minas de las cuales se enamora, son todas admiradoras de él.
GILBERT: Yo creo que apenas empieza uno a correr velos y velos de confusiones, de palabras dichas a medias, se da cuenta de que Piazzolla fue muy consciente del efecto de su discurso y también del escándalo. Le aplicaba el IVA a cada anécdota hasta hacerla irreconocible. Y en algún punto eso mismo le salía mal cuando se ponía a insultar a sus colegas. Si a Piazzolla de verdad lo trataban mal era por su fama de prepotente y patotero. No sé si Piazzolla hoy iría a lo de Rial a decir que no lo comprenden... pero tal vez sí, ¿eh?
FISCHERMAN: Es probable, porque era un tipo capaz de decirte: “Troilo hace diez años que se imita a sí mismo”, y al hacerlo tenía la valentía que hoy un pibe de 18 años no tiene para salir a decir que Cordera hace muchos años que se imita a sí mismo. Hoy todos se halagan, abundan los homenajes a músicos vivos. Hay cosas que probablemente sólo se expliquen en términos de personalidad: él aunaba muchas certezas en cuanto a estilo con mucha inseguridad en otras cosas, mezclaba cosmopolitismo con una cosa muy provinciana, en el sentido de que se le acercaba el tercer trompetista de una banda de jazz norteamericana de segunda línea para decirle que conocía su música y el tipo lo contaba como si fuera el gran acontecimiento, siendo él diez veces más importante. Era patotero pero estaba muy pendiente de lo que decían de él. Hay una anécdota notable que no entró en el libro: él estaba mirando la televisión, esto lo cuenta el nieto, y un cantante ignoto de tango empezó a hablar mal de él porque “el tango es para bailar”. De repente, la familia se da cuenta de que el viejo no está más en su sillón y aparece, al rato, en la pantalla pegándole una piña al que estaba hablando.
GILBERT: ¿Cuánto hace que los músicos no discuten sobre música? Fijate la pelea entre Charly y Calamaro... ¿por qué discutían ellos? Hace mucho que está instalado un ecumenismo total: hoy nos vendría muy bien alguien como Piazzolla, alguien que con sofismas y verdades a medias pudiera poner en movimiento, activar algo.
Hay una discusión que Fischerman y Gilbert repasan con el único objeto de entender el contexto cultural en que se recibió buena parte de la obra de Piazzolla, y que hoy resulta absolutamente obsoleta: la pertenencia o no de su obra al tango. Sin embargo, mucho menos transitada es la relación que Piazzolla tuvo y sigue teniendo con el jazz y con el rock.
“Lo que hace Piazzolla es instalar la vulgata de la música clásica para pararse como músico clásico frente a los tangueros y hablarles desde ese discurso del conservatorio Fracassi, que es el conservatorio de barrio, y sobreactuar esa pertenencia”, dice Gilbert, y Fischerman se apura en dar su propia opinión: “Para mí no es la voz del conservatorio Fracassi, sino la de quien se formó con maestros particulares, porque él va más allá, reivindica un mundo más cosmopolita. Y efectivamente, eso pasó con el jazz. Para los músicos de tango sólo existía el jazz comercial: Glenn Miller y las orquestas, Piazzolla escuchaba otro tipo de cosa y hace algo similar a lo que hace Borges e incluso Arlt: tomar una enciclopedia rara, sesgada y convertirla en estética”.
GILBERT: Capaz que si hubiera completado su ciclo escolástico hoy no sería el gran compositor que es, sería uno más, porque el malentendido es la fuente que hace avanzar todo el tiempo a la cultura: Schönberg crea el sistema dodecafónico porque tiene la esperanza de salvar a la música occidental garantizando su unidad y lo que termina haciendo es disolverla.
FISCHERMAN: San Genaro, milagro. No sé, como Borges...
GILBERT: Buenos Aires está todo el tiempo discutiendo su lugar en la tradición y su lugar con respecto al centro, creo que la dialéctica centro/periferia está colocando todo el tiempo personajes extraordinarios con muchísima dificultad de proyección interna pero con obras cuya importancia excede su lugar de origen. Con un mercado más que restringido y sin libertades garantizadas –te cortaban el pelo, te cagaban a trompadas–, acá todo se hace con una enorme cuota de esfuerzo y es una contradicción permanente, porque esa adversidad te da fuerza pero a la vez constituye un límite.
FISCHERMAN: Yo diría que su saber sobre el jazz es un gran malentendido que, al mismo tiempo, le permitió un margen de originalidad y de swing que nadie tenía... El tipo escucha un sonido de época, y escucha lo único que le podía servir. Si hubiera querido ser un músico de jazz, tal vez sólo hubiera sido un engendro: él toma una idea de swing, de avance y de solo. Si bien nunca tuvo un gran dominio de la escritura polifónica ni de la estilística, tiene en la escritura algo que remeda el solo del jazz, esa idea de creación espontánea que no la tiene nadie más que él en el tango: no usa la armonía ni el tipo de frase del jazz, pero sí cierta cuestión angular y de voces independientes que juegan entre sí. Por otro lado, es muy interesante que los únicos que valoraban su música acá, en Argentina, eran quienes provenía del jazz y lo veían como una esperanza blanca, porque su música tiene swing, tiene solos, tiene riesgo, es virtuosa y encima suena bien. Yo te pongo la grabación en vivo del ’63 del Quinteto de Piazzolla tocando en la radio y no lo podés creer, porque en el ’63 no había dos grupos en el mundo que tocaran así, y los músicos se daban cuenta.
FISCHERMAN: La marca que queda de eso es el papel que tiene la interpretación: si Piazzolla toca un tango de Troilo ya no es de Troilo, es de Piazzolla, lo mismo que sucede cuando Charlie Parker toca un tema de Gershwin; en cuanto al bandoneón, él toca también de una forma que no toca nadie: por empezar, todas las notas que toca son sincopadas, todos los acentos aparecen desplazados, toda su música parece adelantada, corrida, lo cual le da mucho swing, eso más sus tipos de variaciones, los dibujos melódicos y su forma de acentuar.
GILBERT: Yo creo que él ve en el rock la posibilidad de un nuevo público, una forma de nueva alianza, justo cuando empieza a considerar que el mercado de Buenos Aires está saturado. También hay que decir que es el único músico de tango que se sobregraba, es decir que entiende el concepto del estudio, aunque no entiende todas las herramientas que te da el estudio, va un paso adelante pero algo le queda en el resto. Con Los Beatles, por ejemplo, él tiene una escucha muy sesgada, nunca se da cuenta de que hacen más que cancioncitas.
FISCHERMAN: En la Argentina la idea de nacionalidad es un eje fundamental, cosa que en otros países del mundo no sucede. Pero muchos nacionalistas eran hispanistas, lo cual es un disparate, porque España es el imperio que nos tocó en suerte. Por eso, para cierto rock, Piazzolla aparece también como la gran esperanza blanca, como el tipo que tiene puesta la oreja ahí y tiene batería y guitarra eléctrica en los ’50, se viste de negro y usa barba. Troilo a los 40 era un viejo, él a los 60 no. Cuando él llora con eso de que le va mal es porque se estaba comparando con Elvis Presley o con Los Beatles, no con Troilo, él vivía en Libertador. Piazzolla se creía una estrella pop y quería serlo, y realmente lo consiguió porque es uno de los grandes músicos de cultura popular del siglo XX con Jobim, Miles Davis, McCartney y Lennon, tipos que crearon un antes y un después. En el rock nacional hay todo un piazzolismo: canciones como “Viernes 3 AM”, de Charly García, o muchas de las que componen el primer disco de Arco Iris recurren a Piazzolla para decir algo así como “hacemos rock pero sabemos música porque tomamos a Piazzolla, un tipo que además se vanagloria de saber de música”. Esa es la gran cadena de malentendidos y, a su vez, “Viernes 3 AM” es genial y no precisamente porque se parezca a Piazzolla.
GILBERT: La gente habla mucho de música pero yo no sé cuánto se la escucha, la escucha no como algo que hacés de fondo mientras te ocupás de otra cosa, sino la escucha profunda, comprometida. La intención de este libro es ayudar a instalar otro nivel de discusión.
FISCHERMAN: Me dan ganas de poner ahora mismo algo de Piazzolla: me sentiría muy bien si esto sirviera para eso, porque la cuestión con él es que su edición discográfica está llena de grandes éxitos, mezcolanzas y mucho título de “Adiós Nonino” que, como Tolstoi, compendian algo que no se puede antologar. Piazzolla se merece un tipo de escucha atenta al contexto: cuando escuchás Kind of blue, de Miles Davis, ya sabés que es del ’59 y sabés lo que pasaba por entonces en el mundo. Lo mismo pasa cuando escuchás Revolver. A Piazzolla –o, mejor dicho, a los diferentes Piazzollas– se lo conoce muy vagamente y no se lo ha escuchado bien: gran parte de los que lo admiran y gran parte de los que no, en ningún caso conocen su música: es más su lugar simbólico lo que despierta aversiones y fanatismos.
GILBERT: Sí, tremendo, en vivo era una máquina, lo vi mucho durante la última dictadura en el Teatro San Martín. En ese momento dejábamos de escuchar rock y queríamos otra cosa, él significó esa puerta de entrada a lo otro.
FISCHERMAN: Un amigo mío se acuerda de que fuimos a verlo en el ’75 o ’76 con el grupo electrónico y dice que yo salí furioso, abollé el programa y dije “este hijo de puta a mí no me miente más”. La verdad que no me acuerdo mucho de lo que habré escuchado entonces.
Siguiendo esa idea también borgeana de que hay un instante que decide el destino de un hombre, Fischerman y Gilbert se proponen desentrañar ese instante que decidió el destino de Piazzolla.
GILBERT: Considero que la vida y la obra de Piazzolla constituyen una sucesión de epifanías, pero creo que el haber conocido a su maestro Ginastera y haber sido el primer alumno particular de un tipo tan esquivo y sinuoso, significó para él, además de un marco de contención con respecto al mundo nocturno y prostibulario del tango, un verdadero lugar de privilegio.
FISCHERMAN: Yo me quedo con un momento mucho más importante de lo que parece: en el ’59 él se va a Nueva York para intentar venderles cubitos de hielo a los esquimales postulándose como músico de jazz, y termina bien aceptado pero siempre como músico latino. En ese momento él aprende, sin embargo, la necesidad de ser conciso con el lenguaje musical: arma el Quinteto y configura lo que va a ser, al volver a Buenos Aires, un mayor aprovechamiento de recursos en lo que hace a la escritura y la composición. Después, para tomar un poco el mito de Piazzolla, elijo también el momento en que muere su padre y él compone, en el año 1959, “Adiós Nonino”. Me lo imagino al tipo ahí en Nueva York haciendo música latina, tocando el bandoneón y mezclando un poco cinematográficamente el tema de Nonino, que ya existía, con un tema lírico de adiós que se le ocurre en ese momento, ésa es una gran epifanía.
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