Séraphine lleva una vida humilde y solitaria. Es casi invisible para el mundo y los pocos que la registran la creen una idiota. Deambula por el pueblo con su canasto de ropa sucia, les roba aceite a las lámparas votivas de la Iglesia y cuando cruza el campo no puede frenar el impulso de treparse a un árbol altísimo. A los pocos minutos de comenzada la película, la cámara la muestra allá arriba, colgando de una rama, oteando el horizonte con el viento de frente, y entonces caemos en la cuenta de que esta mujer en apariencia con menos gracia que una bolsa de papas está escuchando algo que nosotros no podemos. Séraphine, la última película de Martin Provost, ganadora de siete premios César, es una fábula sombría y seria, como las mejores películas francesas, sobre el éxtasis artístico.
La película narra la vida real de Séraphine Louis, una lavandera nacida en 1864 en el pueblo francés de Senlis, que pintaba en secreto retratos de flores y frutas de una potencia alucinante. La hipótesis de Provost es que Séraphine era una visionaria. Excéntrica y algo patética, protegía su dignidad con un carácter agudo y una intensa comunicación con los ángeles que le ordenaban que pintara. Como una vasija divina, Séraphine mechaba su vida hobbesiana con horas de creación nocturna.
Sucede que un buen día Séraphine es enviada a trabajar a lo de un crítico y coleccionista alemán, Wilhelm Uhde, que se ha refugiado en Senlis para escribir sus artículos sobre arte moderno. Uhde es uno de los primeros coleccionistas de Picasso y Braque, y el descubridor de un joven aduanero belga que pinta cosas que parecen venir de otro mundo y que terminará grabado en la conciencia moderna con el nombre de Rousseau. Pero al comienzo, Uhde ve en Séraphine lo que todos ven: una suerte de mueble desvencijado. Hasta que se topa con sus cuadros. Entusiasmado, le paga, la elogia, le pide que pinte más. Es un coleccionista de valores: “No colecciono para vender, vendo para coleccionar”, o “una colección representa la formación espiritual del hombre que la hizo”. Pero es también un patrón inconstante luchando contra sus propios demonios y en vísperas de la Primera Guerra Mundial huye de Francia.
A su regreso se encuentra con otra Séraphine. Sus pinturas se han vuelto enormes y salvajes. Sus flores vibran con belleza y amenaza. “Como si hubiera insectos por detrás”, le dice una vecina. “A mí también me asustan”, contesta ella. Tan tremendas que uno duda si su talento es un regalo o una maldición.
De aquí en más la película decide abandonar todas las nociones de martirio. Y si bien la guerra y la depresión son el marco de fondo y dan forma a la narración, el director elige sumergirse en las dimensiones espirituales de la obra de Séraphine. En la relación extática –en el sentido de Santa Teresa– que tiene Séraphine con el mundo natural.
Uhde evita llamar al trabajo de Séraphine “arte naïve”. Prefiere el término “primitivo moderno”. Aunque hoy en día se la consideraría un artista “outsider”. Es más: Séraphine podría servir de evidencia en un estudio sobre el fenómeno del arte marginal, esos casos de genios autodidactas y solipsistas que desafían el mundo académico –por no hablar de la salud mental– en el campo del arte. Pero mirando las pinturas uno ve que Séraphine cuando pinta no es lo que se diría una obsesiva, y mucho menos un pájaro condenado a repetir su propio canto. Sus imágenes tienen un refinamiento estético asombroso. La composición es abigarrada pero no da una sensación de congestión. La pintura se acumula en capas hasta lograr flores y frutos traídos de un bosque encantado. Las hojas se entrelazan hasta parecer faisanes o pavos reales. Casi se puede escuchar el crac de los frutos abriéndose para dejar caer las semillas frente a nuestros ojos. Todo parece a punto de volar por los aires o prenderse fuego. Las pinturas de Séraphine no sólo tienen una técnica enormemente complicada y sutil; también dan miedo. Los artistas “outsiders” pueden ser al arte lo que las mascotas al mundo animal, el estereotipo es por lo general conservador y condescendiente, pero desmerecer a Séraphine como una especie de “loquita linda” es absurdo. Sus pinturas están llenas de pensamiento y de una integridad abismal. Encarna la urgencia creativa con una mezcla de animal y divinidad. Estaba un poco loca, pero no mucho más que el resto, y durante el tiempo que pintó parece haber encontrado allí una cura que consistía en dejar de luchar contra sus alucinaciones y decidir, por el contrario, cultivarlas, hacer uso de ellas, volviéndolas una razón para vivir.
Séraphine empezó a pintar a los 42 años porque “escuchaba una voz que se lo pedía”. Ella misma preparaba sus pinturas mezclando tierra y pigmentos en unas recetas que guardó siempre en celoso secreto y gracias a las cuales logró algunos de los rojos más virulentos que se han visto sobre un lienzo. Murió el 11 diciembre de 1942, con 78 años de edad, en el hospital de Villers-sous-Erquery bajo las duras condiciones de los asilos en Francia bajo la ocupación nazi, y fue enterrada en una fosa común. De Séraphine Louis existen unos 70 cuadros dispersos por museos del mundo.
Lo que Yolande Moreau hace como Séraphine es tan inescrutable y conmovedor como las mejores pinturas de la artista. Una mujer gorda, de paso lento, con la cara macilenta de una fruta pasada de estación y con apenas unas líneas de diálogo en toda la película. Un rostro como de arcilla lleno de conciencia, sus ojos destellando una grandeza interna lastimada por el mundo. Cuando la muestra de Séraphine en una galería se cancela, ella dice desahuciada: “No puede ser. He avisado arriba, todos los ángeles van a venir” y duele tanto como si nos estuvieran pisando el pie con un taco aguja. Te puede convencer de que ella misma ha pintado cada cuadro, y que los ha vivido antes de pintarlos. Pero no hay nada “actuado” en ella, más bien parece que viene directo de hablar con los dioses en el campo.
Que las películas sobre artistas son un riesgo ya se sabe. Que éste se incrementa si la salud mental juega un rol preponderante en la biografía, también. El Van Gogh de Maurice Pialat, de 1991, era una excepción y Séraphine es otra. Dos películas que logran sortear la lógica habitual de la biopic. El gran mérito de Séraphine como película es la decisión consciente de no ahondar en los traumas de la niñez que llevaron a la artista a pintar como pintaba sino a volcar todos sus esfuerzos en examinar la frágil transmutación por la cual lo que alguien logra ver dentro de la marea vertiginosa de un día puede llegar a transformarse en visión definitiva.
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