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Domingo, 10 de junio de 2012
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Ultimos atardeceres en la Tierra

No era devoto de la tecnología, no manejaba ni le gustaba viajar en avión, sin embargo se adueñó del espacio y del futuro de la vida en la Tierra como pocos. Unió su nombre a Marte para siempre con Crónicas marcianas. Nunca más se podrá quemar un libro sin pensar en Fahrenheit 451. La ciencia misma explica fenómenos con su teoría del “efecto mariposa”. Y sin embargo, se negaba a ser considerado un escritor de ciencia ficción. Entusiasta irrenunciable, autor de decenas de libros que esconden –todos– algo memorable, lírico, elegíaco, tan cerca de una galaxia remota como de Huckleberry Finn, quizás el secreto de Ray Bradbury sea que convirtió sus propios libros en máquinas del tiempo perfectas que, sin importar los escenarios, los planetas ni los años, viajan siempre al mismo lugar: la infancia perdida. Quizá por eso miles de chicos entraron a la literatura por sus libros y muchos –hoy escritores reconocidos– decidieron quedarse a vivir ahí y sentarse a escribir. La semana pasada, a los 91 años, murió el único humano que llegó a Marte.

Por Mariana Enriquez
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“¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?” Así, impactado, perplejo, escribía Jorge Luis Borges el prólogo a la edición argentina de Crónicas marcianas, libro que leyó en los últimos días del otoño de 1954, apenas cuatro años después de la publicación original. Y su pregunta apunta al centro del misterio de la literatura de Ray Bradbury: por qué sus historias sencillas, clásicas, de enorme belleza lírica, producen revelaciones, provocan vívidos desasosiegos, reviven terrores atávicos y deliciosos, urgen, también, a contar. No hay escritor cuyo impacto, especialmente en la adolescencia, pueda compararse al que produce Ray Bradbury. Murió esta semana a los 91 años y su muerte era esperada, pero en las demostraciones de duelo afectuoso que se propagaron hubo una tristeza genuina y cierta sorpresa, como si este hombre de Illinois pudiera vivir para siempre. Parte del misterio –insoluble por lo demás– de la literatura de Bradbury es que parece transcurrir en otro tiempo: el de la infancia. No la infancia idealizada que imaginan los adultos sino la infancia real: la época en que se conoce la muerte y la pérdida, cuando hacen falta la magia y los amuletos, los años de esperar el verano y los disfraces y los cumpleaños y el regreso de los padres. Los cuentos de Bradbury vienen de ese país perdido para siempre, pero que él recuerda en cada uno de sus accidentes y sus milagros. Todos los cuentos de Bradbury son acerca de la muerte de la infancia, aunque escriba sobre la muerte de un planeta, de una casa o de una pila de libros que arden. Ese es parte –sólo parte– del impacto de sus ficciones: el reconocimiento. Es el hombre que recuerda. Un emisario que trae olores y colores y voces que se creían perdidos desde un lugar que queda en el más lejano de los territorios: el pasado.

Es extraño que el hombre que volvió respetable la ciencia ficción se haya preocupado tan poco por el futuro (o por la ciencia). Es casi gracioso recordar hoy que, por ejemplo, en aquellos años pioneros, muchos puristas de la ciencia ficción renegaban de Crónicas marcianas porque en el planeta la atmósfera era respirable y a Bradbury nunca le importó explicar por qué. Jamás se preocupó por los años luz y las nebulosas y las matemáticas. A Bradbury sólo le importaba la gente y las metáforas.

Ray Bradbury nació en Waukegan, Illinois, de clase trabajadora. Como muchas familias del Medioeste durante la Gran Depresión, los Bradbury dejaron su pueblo buscando trabajo. Primero se fueron a Tucson, Arizona. Y cuando Ray tenía trece, se instalaron definitivamente en Los Angeles. La constante durante estos viajes, solía contar Bradbury, eran las bibliotecas. Allí pasaba todo el tiempo posible leyendo a Poe, Verne, Edgar Rice Burroughs. Bradbury no fue a la universidad, ni tuvo educación terciaria: se formó leyendo en bibliotecas públicas. Su adolescencia y toda su vida adulta fueron californianas, pero sin embargo a Bradbury se lo identifica como la quintaesencia del escritor del Medioeste, el hombre candoroso de pueblo chico, nada que ver con la opulencia playera del rico estado del sol. Sucede que su ficción está anclada en Illinois, en Ohio, en Indiana; de ahí vienen sus personajes, ésos son los pueblos que los marcianos construyen para atrapar a los confiados colonizadores, que creen estar viendo Grinnell, Iowa o Green Bluff, Illinois y no imaginan la trampa (“La tercera expedición”, de Crónicas marcianas). Hay un motivo personal para este anclaje. Hay un Santo Grial en la vida de Bradbury, un personaje de su infancia llamado Mr. Eléctrico. Era un mago de feria ambulante que llegó a Waukegan en el otoño de 1932. Su truco más importante era la silla eléctrica: sentado, dejaba que la electricidad pasara por su cuerpo y le erizara los pelos. Ray lo vio, y quedó fascinado. Pero al día siguiente tuvo una mala noticia: su tío favorito había muerto y debía ir a su funeral. Cuando volvía del cementerio, en el auto de sus padres, alcanzó a ver las carpas del modesto circo y le pidió a su padre que parara. Salió corriendo del coche, escapando de la tristeza y de la muerte. Mr. Eléctrico estaba sentado en un banco y, por decir algo, le pidió que le enseñara algunos trucos de magia. Mr. Eléctrico lo hizo y después le presentó a los integrantes de la troupe. Al hombre tatuado que más tarde sería “El hombre ilustrado”. Al enano que luego sería el protagonista de uno de los más crueles cuentos de Dark Carnival (El país de octubre, 1943). Caminaron juntos por la costa del lago Michigan y Mr. Eléctrico se agachó y le dijo a Ray: “Me alegro de que hayas vuelto a mi vida. Fuiste mi mejor amigo en París en 1918. Te vi morir en mis brazos en las Ardennes. Me alegra que hayas vuelto al mundo. Tenés una cara y un nombre diferentes, pero la luz que brilla en tu rostro es la misma”.

Años después, Bradbury se preguntaba por qué le había dicho eso. “A lo mejor tenía un hijo muerto, o se sentía solo, o me estaba haciendo una extraña broma. A lo mejor vio la intensidad con la que yo vivía. Lo que sé es que, cuando me fui, me acerqué al carrusel que tocaba ‘Beautiful Ohio’ y me puse a llorar. Algo importante me había pasado. Me sentí cambiado. Ese hombre me dio importancia, inmortalidad, un regalo místico. Volví a casa y empecé a escribir. Nunca paré”.

Mr. Eléctrico le otorgó el don. Su primer éxito literario se lo dio Truman Capote, que eligió la historia “Reunión de familia” de entre una pila de basura para publicarla en Mademoiselle, una revista más prestigiosa que los pulps donde Bradbury vendía cuentos anteriormente. “Reunión de familia” es una de sus historias encantadoras, de las que le ganaron la fama de escritor delicioso. Que lo es. Es la delicia de “La mañana verde” de Crónicas marcianas, de “La última noche del mundo” de El hombre ilustrado (1951), con esa pareja que antes de irse a dormir, en el final de sus vidas –y de la vida de la Tierra–, no se olvidan de cerrar la canilla; son los cuentos protagonizados por Poe, por Picasso, por la familia Elliot; es El vino del estío, la hermosa recreación de su infancia que lo emparienta con Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain. Pero Bradbury era notable, y perverso, con sus historias de horror: “El pequeño asesino”, donde un bebé camina por la casa y abre el gas para matar a sus padres; “La multitud”, pesadilla urbana en la que quienes se juntan alrededor de las víctimas de accidentes automovilísticos son siempre los mismos –las mismas, fantasmales caras– y estos seres deciden la vida y la muerte. Los horribles niños de “La pradera” o de “La hora cero”, cuentos cuya trama es de ciencia ficción, pero su tema es el más horrible y violento egoísmo.

Y es aún más brutal en la tristeza de sus cuentos de soledades. La mujer y el hijo que ven al padre abandonarlos, de a poco, porque prefiere el vacío del espacio al calor de la familia en “El hombre del cohete”; los chicos que no le dejan ver el sol a la niña inmigrante, en Venus, ese planeta donde llueve sin parar y todo es blanco; la niña de la Tierra que recuerda la tibieza en “Verano todo el año” de Remedio para melancólicos (1959). Esa casa vacía que sigue funcionando después de la bomba, una casa inteligente que no puede detener su propia muerte, que está sola hace tanto tiempo, en “Vendrán lluvias suaves”, uno de sus mejores cuentos.

Su novela más famosa, Fahrenheit 451 (1953) es su única distopía y probablemente su único texto de ciencia ficción pura. Da la impresión que él le estaba muy agradecido al libro, pero no le tenía un gran afecto. “No soy un novelista –solía decir–, corro los cien metros, no el maratón.” Escribió anticipación de una manera oblicua: “El caminante”, por ejemplo, de Las doradas manzanas del sol (1953), anticipa el sedentarismo de los suburbios de Estados Unidos y la inquietante soledad de esas calles por las que nadie camina. También inventó teorías que, con los años, nadie asociaría con su nombre, como la del “efecto mariposa” –formulada diez años antes de que lo hiciera el matemático Edward Lorenz– en el cuento sobre viajes en el tiempo “El ruido de un trueno” (1953), que Stephen King estuvo leyendo con atención para su última novela, 22/11/63.

Ray Bradbury nunca aprendió a manejar (lo que en Estados Unidos es tan raro como estar vivo y no tener pulso). Se resistió a viajar en avión hasta que se hizo muy anciano: prefería, y usaba, el tren. No leía a escritores jóvenes, pero conversaba con ellos durante horas, si le parecía que brillaban, que tenían ese ardor que, por cercano, por propio, sabía reconocer. Su nombre jamás se relacionó con ningún premio importante: ni siquiera ganó el Pulitzer. Contaba que Mr. Eléctrico, en aquella feria ambulante, lo tocó con una espada cargada de electricidad en la frente, en la nariz y en el mentón. Le dijo: “Que vivas para siempre”. El prometió intentarlo.

Y lo logró.

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