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Domingo, 24 de junio de 2012
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> A cien años del nacimiento de Alan Turing, el padre de la computación y la inteligencia artificial

IRROMPIBLE

Por Federico Kukso
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Como recuerdan ciertos filósofos afines al ludismo, todo artefacto o construcción humana tiene su revés, su sombra. El accidente de tránsito es inextirpable de la autopista, así como toda planta nuclear acarrea su Chernobyl y toda sonda espacial, su Challenger. Internet no es inmune a esta condición dual de existencia. Aunque en el caso de la red su doblez –los ataques informáticos– compone también su esencia: en su raíz se encuentra el veneno, nombre olvidado de los virus en latín y además el elemento elegido por Alan Turing, el fundador de nuestra era técnica y computacional, para partir de este mundo.

Si hoy viviera este matemático y filósofo inglés de peinado partido al medio tendría cien años y un día. Y vería que el mundo se pone a sus pies al recordar cómo ayudó a abreviar la Segunda Guerra Mundial (y a salvar miles de vidas) al descifrar los códigos que los nazis utilizaban en sus transmisiones y así anticipar sus ataques militares. Turing, sin embargo, no leería los homenajes de turno en diarios y revistas. El padre de la computación y la inteligencia artificial no consumía noticias. Sus gustos eran más excéntricos, originales, rebuscados: tejía sus propios guantes, usaba su pijama debajo del traje, encadenaba su taza de café al radiador por miedo de que se la robaran. “Chillaba y tartamudeaba –recuerda Eduardo Galeano en su libro Espejos–. Dormía poco y corriendo atravesaba la ciudad mientras mentalmente elaboraba complicadas fórmulas matemáticas.”

Como uno de los primeros hackers, Turing concibió lo que luego se conocería como software y escribió el primer programa de ajedrez en una época en que las computadoras no eran cosas sino personas, mujeres encargadas de repetir cálculos hasta el cansancio.

Los historiadores de la informática ahora lo olvidan, pero nuestro mundo de silicio y de máquinas que deseamos y acariciamos con los dedos nació de una tragedia gay: Turing comenzó sus primeras investigaciones sobre inteligencia artificial catapultado por el dolor que le provocó la muerte abrupta de Christopher Morcom, su primer amor idílico, en 1930. El sueño de revivir la mente de su compañero fuera de la materialidad humana guió sus pensamientos.

En un tiempo en el que la homosexualidad era ilegal en Inglaterra y donde seguía intacta la ley que había condenado a Oscar Wilde, la homofobia volvió a Turing un ser tímido y solitario. Confiaba más en las máquinas que en los seres humanos. Sin embargo, como sugiere el escritor David Leavitt en El hombre que sabía demasiado, tanta opresión contribuyó a alimentar su genialidad: lo obligó a desarrollar una manera de pensar “desviada de la norma”, brillantísima y original, que lo pone a la par de matemáticos también trágicos como Galois, Gauss y Ramanujan, todos ellos alimento para novelas.

Influenciado por E. M. Forster y por Einstein (con el que nunca dialogó pero compartió los pasillos de Princeton), a Turing lo excitaban las preguntas filosóficas que le despertaban las computadoras más que sus detalles ingenieriles. Las trataba como a un amigo imaginario y soñaba con enseñarles a tener sentido del humor, distinguir lo bueno de lo malo y apreciar las frutillas con crema. “¿Pueden pensar las máquinas?”, es la oración con la que arranca su artículo “Computing Machinery and Inteligence” en la revista Mind de 1950. “Una computadora puede ser llamada ‘inteligente’ si logra engañar a una persona haciéndole creer que es un humano”, escribió, sin saber que 60 años después todos los internautas pasamos diariamente esta prueba –el “test de Turing”– cada vez que descargamos algo de Internet tras superar los detestables CAPTCHAs (siglas de “Prueba de Turing pública y automática para diferenciar máquinas y humanos” en inglés).

En 1952, Turing pecó de ingenuidad. Denunció en una comisaría de Manchester a su entonces amante, Arnold Murray, y a un cómplice, de desvalijarle la casa sin prever que, días más tarde, el denunciado sería él. Se lo acusó de “indecencia grave y perversión sexual” y se lo condenó luego por homosexual. El héroe anónimo de guerra (sus proezas como criptógrafo recién salieron a la luz en los ’70), el hombre que escribió el manual de instrucciones de nuestra época era –para la ley– peligroso y no tenía derecho a decidir con quién acostarse. El tribunal le ofreció dos opciones: la cárcel o un tratamiento con hormonas femeninas para “curarlo”. No se sabe por qué, pero Turing –que se rehusó a disculparse por sus preferencias sexuales– eligió la segunda. Entonces, su vida se oscureció. Perdió su trabajo y fue ridiculizado. El bombardeo de drogas hizo que aumentara de peso. Le crecieran los pechos y –lo peor– le impidieron pensar con claridad. Aguantó sólo dos años. El 7 de junio de 1954, a los 41, roció cianuro en una manzana y la mordió, en un guiño a su película favorita, Blancanieves y los siete enanitos, y alimentando por años la leyenda urbana sobre los orígenes de logo de Apple. A la mañana siguiente, lo encontraron muerto en su cama. Ningún príncipe se acercó a darle un beso y despertarlo.

Recién en 2009, el primer ministro inglés Gordon Brown pidió disculpas en público, aunque el Parlamento británico se niega a indultarlo. Turing sigue siendo un criminal. Se dice que Leonardo Di Caprio le dará vida en el cine y quizás el mundo, al fin, lo redima. No lo necesita: la mayor victoria de Alan Turing –un héroe geek, un héroe gay, un héroe a secas– es que todos los homofóbicos del mundo usen hoy las computadoras que él ayudó a desarrollar, mientras el veneno que le quitó la vida corre por las arterias de la red.

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