Mientras la Primera Guerra Mundial quebraba a Europa, el industrial japonés Ichizo Kobayashi, hombre de derecha y defensor del Japón tradicional, creaba el grupo teatral Takarazuka, el más popular teatro nipón y el primero en el que actrices interpretan tanto a hombres como a mujeres en historias de amor tórrido y guerras heroicas.
En 1913, en medio del auge económico de su país, este empresario industrial construyó una línea de ferrocarril eléctrico que llegaba al soleado pueblo de Takarazuka, el norte de Kobe y lejos de la agitada vida de Tokio. Kobayashi se había propuesto destacar su ciudad natal en el mapa y para eso construyó zonas residenciales, restaurantes y hasta armó un equipo de baseball profesional con el fin de atraer turistas y nuevos habitantes. Takarazuka Revue nace en realidad como un anzuelo más del empresario, que para llamar la atención tuvo la idea de crear un espectáculo teatral que se diferenciara osadamente del tradicional teatro kabuki, en el que sólo participan hombres. En Takarazuka sólo trabajarían mujeres de buena familia, bellas y elegantes, que se formarían en la estricta escuela homónima para desarrollarse como artistas mientras fueran jóvenes y más tarde tuvieran la educación necesaria para acceder a un buen matrimonio. Para llevarlo a cabo, construyó un teatro enorme, una compañía teatral, un instituto en el que se formarían las jóvenes elegidas y un código de conducta que haría de este grupo el destino predilecto de muchas chicas con sueños de princesa y padres estrictos. Era impensable que un teatro que se proponía reproducir las más tradicionales formas de lo femenino y lo masculino del Japón tradicional terminara siendo objeto de estudio de las más radicales teorías de género, sobreviviera al siglo XX y todavía hoy cautive a miles de fanáticos que imitan los estilos de las actrices, van todas las semanas a ver las obras y consumen con devoción todo lo que tenga que ver con la compañía.
Takarazuka Revue tuvo su apogeo en la década del ’40, durante la Segunda Guerra Mundial, como herramienta de propaganda estatal nacionalista, cuando Kobayashi fue ministro de gobierno. Años más tarde, sin embargo, lejos de desaparecer, se convertiría en la exitosa empresa comercial que es en la actualidad, con cuatrocientas actrices y bailarinas repartidas en cinco grupos que brindan sus espectáculos diariamente a sala llena en distintos teatros. El grupo Estrella funciona en el original teatro de la ciudad de Takarazuka; en un mega teatro de Tokio se presenta el grupo Cosmos; luego están Nieve, Luna y Flor que salen de gira por diversas ciudades de Japón. Cada grupo tiene sus celebridades, sus coristas, sus impresionantes despliegues de vestuario y escenografía kitsch y sus directores, que deben ser, sin ninguna excepción, hombres (al igual que todos los que manejan la compañía). Salvo las obras que se realizaron durante la Segunda Guerra Mundial, el repertorio de Takarazuka nunca transcurre en el Japón contemporáneo. Muchas de las obras son extranjeras, como Drácula, Robin Hood, donde suele aparecer música de Cole Porter o Gershwin o incluso El viento de Buenos Aires, donde las actrices bailan el tango pomposo que tanto les gusta a los japoneses. Las obras escritas por autores nipones son una mezcla extraña del espíritu del animé femenino y juvenil, donde las chicas quieren enamorarse y mientras lo hacen, sufren, pintan sus uñas y sueñan con futuros brillantes. La mayoría de la obras son románticas, con títulos como Amor efímero, Amor infinito, Pasión: José y Carmen (esta última es una increíble mezcla de flamenco, music hall y lo que los japoneses pueden entender de sangre latina) donde las actrices se besan (o arriman los labios, para ser más sinceros) y se abrazan; pero también pueden hablar (con su modo de epopeya romántica, absurda y remilgada) de temas políticos, como cuando en medio de una historia de amor que transcurría en los Estados Unidos, una actriz disfrazada como JFK irrumpía en escena bailando con una ojiva nuclear.
Cada año, la academia acepta sólo cuarenta jóvenes entre miles de postulantes que vienen de todas partes de Japón con el sueño de ser “takarazukas”. En la tierra de las geishas y los samurais no es de extrañar que la disciplina de la Academia Takarazuka sea casi marcial. Kobayashi diseñó personalmente el centro de estudios que llegó a tener a militares a cargo de algunos entrenamientos; todas las alumnas debían llamar “papá” a Kobayashi (algo que no se transfirió a sus herederos después de su muerte) y en algunas épocas, las chicas llegaron a ser pupilas. Tanto en el pasado como en la actualidad un grupo de chaperonas enseña a la jóvenes buenos modales, postura, cultura general, danza, actuación y canto durante más de ocho horas diarias.
Las elegidas tienen entre quince y veinticuatro años (aunque la gran mayoría tiene entre 18 y 19, cuando terminan la escuela allá) y deben pasar por un arduo entrenamiento de tres años antes de llegar a subirse a un escenario. Desde el comienzo, según los tipos físicos, les asignan los roles femeninos o masculinos, algo que no cambiará a lo largo de toda su carrera. Y durante el primer año de entrenamiento se decide quiénes van a ser formadas para ser protagonistas y quiénes van a quedar confinadas de por vida (su corta vida de hermosa y joven actriz) por falta de carisma, a coro o figurante. Todas las alumnas y las actrices deben ser célibes: actriz que se pone de novia, actriz que se va de la compañía. Todas son hermosas y esbeltas y tienen algo de amazonas en su tipo físico (más altas que la media japonesa y con gran presencia). En el escenario, las musumeyaku (las que desempeñan los papeles femeninos) hablan con una voz irritantemente finita, son más flacas y tienen, sin excepciones, pestañas larguísimas. Las que actúan roles masculinos son más altas, tienen el pelo cortísimo e impostan la voz grave y severa mientras actúan. Los géneros están tipificados; los personajes masculinos son fuertes, cariñosos y gentiles, y los femeninos, románticos y cándidos.
Una de las materias principales es el Código Violeta (por la flor que caracteriza el logo de la formación), que se mantiene desde los orígenes del grupo y que es secreto: un compendio de normas y leyes que hay que respetar. Bajo el lema principal que es “limpieza, pureza y gracia”, el código habla explícitamente de la “asexualidad”’ de sus actrices y de sus espectáculos y es sacado a la luz cada vez que Takarazuka es llevado a la prensa para algún debate de índole sexual tanto como para censurar cualquier contenido non sancto de las obras que llevan a escena. Tommy Tune, que fue uno de los directores invitados durante la apertura occidental de la compañía durante la década del ’90, contó que tuvo que retirar la mención que el texto de la obra Grand Hotel hacía sobre un personaje que no usaba ropa interior, por la estricta orden de la administración. Este manual de buena conducta rige también todas las participaciones que sus integrantes hacen en programas de televisión y publicidades: no pueden hablar de sexo, ni insinuarlo, ni coquetear con eso; deben hacerse la desentendidas cada vez que un conductor se arriesga a una pregunta picante, y por supuesto no deben contestar ninguna insinuación de homosexualidad en las obras y deben declararse vírgenes cada vez que pueden.
Las actrices principales de cada grupo son verdaderas estrellas; todas hacen publicidades y protagonizan los programas del prime time televisivo. Curiosamente las que poseen más fanáticas y protagonizan el mayor número de campañas publicitarias son las otoyaku (término creado por el fundador para designar a las actrices con roles masculinos) que muestran un llamativo look andrógino. Las parejas de la ficción se mantienen a lo largo de las obras; de esto modo se forman verdaderas parejas mediáticas como el caso de las súper famosas Shibuki Jun (masculino) y Emi Kurara (femenino) que protagonizaron numerosas historias de amor durante los cuatro años que fueron estrellas de las compañías Estrella y Luna. Kurara dejó la compañía cuando contrajo matrimonio y hoy es una estrella televisiva. Shibuki Jun es una mega estrella con miles de fanáticas que copian su look y renunció a la compañía por razones que se desconocen. Es normal que las actrices principales sean invitadas a cocktails en casas privadas, embajadas o empresas donde pueden conocer a buenos candidatos para el matrimonio. Haber asistido a la academia Takarazuka es una garantía de un buen y valioso contrato nupcial. De hecho, la esposa del actual primer ministro, que se declara fanática de Michelle Obama, fue en su juventud una estrella de la compañía y muchas de las esposas de importantes empresarios y políticos fueron parte del grupo. El último año de la carrera es el del entrenamiento escénico propiamente dicho; así que es normal que muchas chicas no hagan esta última instancia ya que el único objetivo era el de formarse como “buenas esposas”.
La administración de la compañía funciona con una especie de “madama” que vigila de cerca a sus actrices, manejando sus carreras y preservando su moral. Eso hace que la puesta en escena de obras occidentales como Lo que el viento se llevó, West Side Story o Sueño de una noche de verano se conviertan en verdaderos engendros sin desperdicio en su intento de esquivar las tensiones sexuales que esas obras conllevan. Las puestas son millonarias, con escaleras totalmente revestidas de espejos que se despliegan sobre escenarios enormes, bosques de flores fucsias de plástico brillante de treinta metros de alto, barcos, castillos y océanos se representan con una parafernalia que mezcla lo oriental y lo occidental como sólo ellos pueden hacerlo, vestuario de época espectacular y pomposo, y luces que hacen verdaderos shows lumínicos a lo largo de las casi cuatro o cinco horas que suelen durar los espectáculos. Todos los días hay función y se suelen montar quince obras por año, representadas por los cinco grupos. Los teatros en los que se presentan tienen capacidad para no menos de mil personas y están siempre llenos. Es muy difícil para un turista conseguir entradas, ya que los fanáticos compran muchos tickets con anticipación y las oficinas no reciben compras ni reservas de ningún teléfono extranjero. Las asistentes son casi todas mujeres, jóvenes, amas de casa o jubiladas y para ver las obras se visten enteramente de rosa o violeta. Suelen ver las obras varias veces en un mes y son miembros de los fansclub de alguna de las estrellas del grupo que siguen. El espectáculo tiene el espíritu de un recital, con cientos de mujeres aullando y admirando extasiadas durante cinco horas a sus adoradas takarazukas.
Es raro lo que se produce entre las fanáticas. Por un lado, las amas de casa asisten para ver reproducidas las historias de amor que no viven en sus casas: “Los hombres en las obras de Takarazuka no tienen la tosquedad ni la grosería que tienen los hombres en la vida real”, dijo Mahou Yutaka, una mujer de treinta años, casada y madre de un hijo que es fan desde los doce. “Los hombres que conocí en mi vida eran débiles, emocionalmente insensibles, ausentes y en muchos casos abusivos y violentos, como la mayoría de los hombres en Japón, en cambio Takarazuka muestra los hombres como nos gustarían que fueran: amables, valientes y románticos”, dijo Ujou Hinano ante la pregunta de por qué las mujeres adultas siguen acercándose a ver los espectáculos. Pero esas amas de casa inconformes que van a buscar eso que Kobashayi designó como “paraíso de sueños”, comparten en la actualidad la platea con muchas jóvenes de la subcultura trans y homosexual de Japón, que emulan los looks de las “otoyaku” y han resignificado muchos de los términos creados por el fundador que hoy forman parte de la cultura queer japonesa. Esto último sucede muy a pesar de la compañía y su férreo intento de negar toda discusión sexual que verse sobre su proyecto. Y es que, por raro que parezca, nadie en Takarazuka se dio cuenta de que cortarles el pelo a sus actrices, vestirlas como hombres, hacerlas hablar con voz gruesa y reproducir enamoramientos heterosexuales con dos mujeres en escena era transgresor. Y esto sólo pudo pasar en un país como Japón, donde el autoritarismo y la estructura patriarcal produjo como respuesta –muchas veces inconsciente– movimientos y estéticas de una radicalidad (y rareza y demencia) absoluta. Mientras de este lado del mundo se habla de teorías de género y los sociólogos de las universidades más prestigiosas se pasan horas pensando la construcción cultural de los sexos, allá los teatros se llenan con mujeres que arriba y abajo del escenario despiertan los suspiros y las fantasías de amas de casa y jovencitas que públicamente son fans de mujeres vestidas de hombres que no tienen discurso sobre lo que hacen, de tan normal que les parece. Por esta razón, en los últimos años muchos occidentales se acercaron a estudiar al grupo –que después de darse cuenta de que los extranjeros venían a estudiarlos desde las teorías de género, se sintieron traicionados y empezaron a negarles la entrada–. Entre ellos, se encuentra la antropóloga norteamericana Jennifer Robertson, que hizo un cruce entre las intenciones oficiales que construyen y legitiman los tipos ideales de hombre, mujer, familia y romance y las sexualidades intermedias radicales que tienen las actrices en escena y que atraviesan tanto a las integrantes como a las fanáticas. Al ver las obras en YouTube es difícil decir si lo que hay ahí es un espectáculo queer, un melodrama retrógrado y conservador para señoras jubiladas o, directamente, un proyecto que niega la sexualidad, como si el romance que reproduce, los tipos físicos y sexuales que representa no fueran reales, negaran la carne e invitaran a vivir en una fantasía.
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