Por un lado estaba un compositor esquizofrénico, alcohólico y suicida, ganador del Oscar en 1957, por la música de El puente sobre el río Kwai, y despreciado por la crítica por reaccionario. Por el otro había un grupo de rock, de un virtuosismo inusual para la época que, con tres discos en apenas un año y medio, había inventado algo que todavía no tenía nombre y que acabaría tomándolo de dos novelas y una canción ajena. Era 1969 y el grupo, que se había llamado Roundabouts y terminó bautizado Deep Purple, estrenaba nueva formación –la que sería más famosa, con otro cantante y otro bajista– con uno de los proyectos más espantosos de la historia: un Concierto para grupo y orquesta compuesto por su organista y orquestado parcialmente y dirigido por Malcolm Arnold, que unos años después intentaría matarse por primera vez y que en 1993, después de una larga internación, sería nombrado caballero por la reina Isabel II.
El organista se llamaba Jon Lord y murió el 16 de julio pasado. La revista inglesa Gramophone, decana entre las dedicadas a la música clásica, publicó un obituario. Allí lo define como “compositor y músico clásico y de rock”. Jamás se hubiera hablado de lo primero si faltara lo segundo. Sin embargo es su caracterización como “músico clásico” lo que le da a esa revista la coartada para hablar de aquello por lo que verdaderamente se lo recordará, su trayectoria como músico de rock. Un camino que, más allá de los posteriores Paice, Ashton and Lord y Whitesnake, quedaría para siempre ligado a Deep Purple, donde por inspiración o capricho había hecho por primera vez lo que terminaría definiendo a un género: unir el trío distorsionado, heredero de Jimi Hendrix Experience y Cream, con un instrumento que venía del rhythm & blues y de la iglesia afroamericana pero, también, de Johann Sebastian Bach, y que definiría todo el espectro de grandiosidad y aspiración épica sin el cual el rock duro jamás se hubiera convertido en metal pesado.
“Me gustan la niebla y los rayos, el trueno de metal pesado”, cantaba Steppenwolf en “Nacido para ser salvaje”, el tema central de la banda de sonido de la película Easy Ryder, donde un joven Dennis Hopper se dirigió a sí mismo, junto a Peter Fonda, recorriendo los Estados Unidos en una moto. Las palabras no eran nuevas. William Burroughs había llamado Heavy Metal Kid a uno de los personajes de la novela Soft Machine, de 1962, y dos años después había vuelto a hablar de “heavy metal”, en Nova Express, para hablar del exterminio de la raza humana por la vía de la biotecnología. Palabras afortunadas para hablar de algo que podría haber comenzado, como tantas otras cosas, por el Album Blanco de Los Beatles, si no fuera porque este álbum se terminó de grabar en noviembre de 1968 y se editó un mes más tarde. Shades of Deep Purple, en cambio, se publicó en julio de ese año. Y allí, ya en el primer tema, “And the Address”, están esos acordes de órgano cercanos al ruido convirtiéndose en una gigantesca disonancia que, a manera de big bang, deriva en un riff (el primero de una larga serie de riffs perfectos) y, luego, en el solo de guitarra de Ritchie Blackmore, donde su manera de estirar las cuerdas lleva la afinación a un límite, y en el de Lord, que por primera vez utiliza en el órgano Hammond las maneras de frasear sobre escalas de blues que Hendrix y Clapton ya habían patentado.
Blackmore, Lord, Ian Paice en batería, Rod Evans como cantante y Nick Simper en bajo, grabaron dos discos más: uno llamado The Book of Taliesyn (publicado a fin de 1968) y otro bautizado Deep Purple, a secas, que se editó en junio del año siguiente. Todos ellos tenían bastantes antecedentes. El guitarrista había trabajado como sesionista e integrado grupos como Outlaws. Lord había tocado con The Flower Pot Men, con quienes registró el éxito “Let’s Go to San Francisco”, con The Kinks, con quienes grabó “You Really Got Me” y con The Artwoods. Evans y Paice venían de un grupo llamado Maze y Simper había estado en una banda pionera, Johnny Kidd & The Pirates. Todavía no se hablaba de metales pesados sino de psicodelia. Pero la manera en que Deep Purple la entendía no tenía nada que ver con la de ninguno de sus contemporáneos. Ni siquiera con la de Vanilla Fudge, un grupo estadounidense del que tomaron la idea de interpretar versiones extendidas –y medianamente delirantes– de canciones de otros. En el primer disco estaban, por ejemplo, “Help”, de los Beatles, “I’m So Glad”, de Skip James, que Cream había incluido en su primer disco, Fresh Cream –aunque en este caso con el agregado de un pedazo de Scheherezade, de Rimsky-Korsakov–, y “Hey Joe”, atribuida a Billy Roberts, que Hendrix había grabado en su primer disco single. Y esos tres discos extraordinarios, en los que anida mucha de la música del futuro, pasaron absolutamente desapercibidos.
Fue con el cambio de integrantes –se incorporaron Ian Gillan como cantante y Roger Glover como bajista, reemplazando a Evans y Simper–, con la presentación de septiembre de 1969 en el Royal Albert Hall, donde tocaron algunos de sus temas y estrenaron el horrible concierto de Lord junto a la Royal Philharmonia Orchestra, y con la posterior edición del disco que registraba el evento, en diciembre de ese año, cuando empezó a hablarse de Deep Purple. Y es que a partir de allí llegó, en rápida sucesión, una trilogía ejemplar: In Rock (1970), Fireball (1971) y Machine Head (1972). Están los hits, por supuesto: “Black Night”, “Child in Time”, “Fireball”, “The Mule”, “Lazy”, “Smoke on the Water”. Pero están, también, esos pequeños resquicios, muchas veces cercanos al mal gusto, de música clásica escuchada desde afuera, de falsa erudición, con una enciclopedia más cercana a las audiciones radiales de “clásicos para todos” que a otra cosa, que cruzados con la maquinaria del rock duro dieron uno de los resultados más originales e interesantes que pudieran imaginarse. Entre los puntos más altos hay que señalar cada una de las veces que Blackmore y Lord se contestan entre sí, ese órgano disparatado en el comienzo de “Speed King”, emergiendo del frenesí, la escalada homérica de Lord y Gillan en “Child in Time”, la fluidez y el swing en “Lazy”. Jon Lord, uno de los artífices de ese sonido, murió a los 71 años y, según se dice, preparaba una nueva versión de aquella obra monstruosa que había estrenado junto a Sir Malcolm Arnold, esta vez travestida como concierto para órgano Hammond y orquesta. Parafraseando a Gramophone, como compositor clásico fue totalmente irrelevante. Como músico de rock, fue un clásico.
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