Proceso mi vida y la embotello, como todos los artistas. Lo que canto son esas botellas.”
Así es como Robyn Hitchcock resume, ante la exigencia de un interlocutor, la esencia de su arte. Siempre gracioso y profundo en un mismo movimiento, podría haber dicho, también, que lo suyo es soplar y hacer botellas. Y no estaría tan errado.
Desde su hogar londinense, no muy lejos de su Paddington natal, se divierte cuando se le pregunta por sus ineludibles referentes musicales. ¿A quién quiere más, a papá Bob o a mamá John? ¿O tal vez prefiera al tío Syd? “Los Beatles fueron los primeros músicos a los que amé”, explica. “Escuchar a Bob Dylan me hizo querer convertirme en un músico. Syd Barrett me dio la idea de cómo podía encarar ese camino. Todos ellos están en mi ADN musical, no hay uno más importante que el otro. Pero pienso que en estos días sueno más como Bryan Ferry.”
Si no existiese, a un artista como Hitchcock habría que inventarlo. De hecho, el rock siempre se ha caracterizado por estar permanentemente inventando artistas así. El conejo blanco, Alicia y el Sombrerero Loco, todos enrollados en el mismo cigarro. Ese es Robyn. Influenciado por los más santos avatares del rock, es la psicodelia hecha historia, el disfrute ante el vacío en vez de la angustia, la realidad vista con lentes de colores, el surrealismo dándole sentido a la vida, al sexo y también a la muerte. Una paradoja en acción, eso es Hitchcock. “Me gustaría ser una linda chica/ para poder toquetearme en la ducha”, canta desde el tema que abre uno de sus discos más entrañables, I often dream of trains (1984).
Iniciado en el folk de Cambridge, armado ante el punk con el garaje psicodélico de sus Soft Boys, acompañado por The Egyptians a la hora de conquistar el inconsciente del nuevo rock norteamericano poniéndole lisergia a la new wave, y reconvertido en cantautor en los últimos años, en general junto a su grupo The Venus 3 (una banda que incluye a un miembro fundador de R.E.M., Peter Buck, y dos músicos de la banda durante las giras, Scott McCaughey y Bill Rieflin), Hitchcock siempre es y será la mejor mezcla posible entre Magical Mystery Tour y The Madclap Laughs, todo condimentado con una pizca de Blonde on Blonde.
“Estoy contento de que me hayan prestado atención, por lo tanto existo”, dice Robyn sobre las tantas etiquetas que le han colgado durante su larga carrera. Con el tiempo ha pasado de ser “el gran tesoro por descubrir de la música pop moderna” –según Trouser Press, la biblia del under de los ’80– a ser considerado como “lo más cercano que tiene el rock alternativo a una figura paterna”, tal como lo describe hoy la All Music Guide. “Parece haber pasado mucho tiempo desde que empecé a hacer esto. El paisaje ha cambiado tanto. Los ceniceros han sido reemplazados por celulares, y los discos fueron reemplazados por... nada. La belleza decae y nueva belleza –u horror– crece entre sus restos. Salimos de nosotros mismos –dice del otro lado del teléfono–. Si acelerás la película, mostrará siempre la misma criatura, regenerándose interminablemente desde sus propios restos, mágica y diabólicamente.”
“Soy el hombre cabeza de lámpara eléctrica/ me enciendo todo el tiempo.” Según asegura Robyn, ese verso empezó a repetirse en su cabeza mientras caminaba por Londres a mediados de los ’80. Había separado a su primera banda, había intentado un camino solista que chocó de frente con los modos de la industria, había sobrevivido escribiendo letras para la banda punk The Damned, y había vuelto a grabar a su manera canciones para un disco que terminaría siendo un clásico, pero que durante aquellas caminatas aún no había sido editado. Aquel verso se convirtió en una canción, que a su vez permitió imaginar una película, que a su vez lo obligó a pensar en más canciones para esa película, y cuando se quiso dar cuenta, tenía otro disco (Fegmania!, 1985), una nueva banda (The Egyptians) y había reinventado una carrera que lo llevaría por los Estados Unidos.
Si tiene que remontarse al comienzo de eso que siempre quiso hacer, Hitchcock recuerda que su padre Raymond fue herido en Normandía en 1944, durante la Segunda Guerra Mundial, y pasó varios meses en un hospital de Newcastle mientras su pierna sanaba. “Tenía apenas 22 años, casi un tercio de la edad que yo tengo ahora”, explica. “Las enfermeras lo cuidaban, lo aseaban, le daban analgésicos: las debe haber adorado.” Cuando se curó y terminó la guerra, papá Raymond se dedicó a coleccionar discos con las canciones que cantaban aquellas enfermeras del norte de Inglaterra mientras cuidaban a los soldados heridos. Así fue como el niño Robyn creció rodeado de música folk. “La primera canción que aprendí a cantar fue ‘Rock around the clock’”, recuerda Robyn, que no olvidará jamás la noche en que su padre entró en el cuarto que compartía con sus hermanos cargando con una radio y anunciando: “Creo que les gustará esto”. Les dejó la radio y se fue. Sonaba “From me to you”, de Los Beatles, y escucharon semana a semana cómo fue ascendiendo en el ranking. El mundo ya no volvió a ser el mismo.
Cuando eras joven, los discos venían en simples. Cuando creciste, todos componían pensando en álbumes. ¿Qué pensás de esta nueva época del disco duro?
–La gente parece respetar el vinilo más que el compact porque no cabe en un buzón, pero lo que importan son las canciones. Tal vez no siempre haya una industria musical, pero siempre habrá canciones y música mientras haya seres humanos, en este planeta o en cualquier otro. Si me preocupo porque todos mis discos estén editados en vinilo es porque creo que es un formato que va a ser más fácil de comprender para la gente (y otras criaturas) del futuro. Sólo van a necesitar poner una aguja en el surco, hacer girar el disco sobre una rueda, y va a aparecer algún tipo de microsonido. Por supuesto que siempre pueden hacerlo girar en el sentido equivocado...
Si bien el próximo viernes será su debut porteño –antes tocará en Montevideo, el miércoles y jueves–, Robyn conoce Buenos Aires a través de uno de sus amigos de su infancia, que vivió aquí durante toda la década pasada, trabajando para una compañía eléctrica. “Escribimos canciones juntos cuando éramos estudiantes en Londres”, recuerda. “Me enseñó cómo pasar del Si menor al Sol mayor, pero en su vida adulta se hizo abogado. Me gustaría saber si la ciudad combina con sus descripciones: los aromas, la comida, el ángulo de la luz del sol y las formas de los edificios”, explica el hombre que justamente les supo dedicar una canción a sus edificios favoritos.
Alguna vez Robyn confesó que actuar sin compañía sobre un escenario –como tocará en esta minigira rioplatense– es como mirarse al espejo. “Tocar solo es tocar puro, no hay nada que condimente la canción o la embarre. ¡Así que la canción tiene que ser buena!” Además de los shows junto a The Venus 3 o estas escapadas solistas, Robyn confiesa que con el tiempo ha aprendido a balancear sus intereses y los de los músicos que tocan con él, así que disfruta de todo tipo de colaboraciones. “Tengo un proyecto llamado The Floating Palace, donde hay tres hombres y tres mujeres turnándose para pasar al frente. Y también llevo adelante un ocasional dúo con John Paul Jones (ex bajista de Zeppelin), bautizado Biscotti.” Las colaboraciones suelen estar a la orden del día en el prolífico mundo actual de Robyn, en sus discos –está grabando uno nuevo, Love from London, que estará listo en marzo– pueden cruzarse desde Jones hasta Johnny Marr, ex guitarrista de The Smiths, dos grupos que no parecen tener mucho que ver con sus gustos musicales. “Ambos grupos tuvieron vocalistas distintivos. Pero más allá de eso, los músicos tocan de muchas maneras, algunas de las cuales coinciden con mi música. Además, en el último tiempo estoy más abierto a toda clase de estilos. A Marr y a mí nos gustan las guitarras brillantes. Por eso le presenté a Peter Buck, un encuentro que fue mi humilde contribución al rock indie de los ’80... salvo por el hecho de que sucedió en 2006.”
¿Cómo fue que los músicos norteamericanos de la generación de R. E. M. conocieron tu obra, y cómo evolucionó esa relación al punto de que Peter Buck forma parte de tu banda?
–Con mi primer grupo, The Soft Boys, tocábamos art-rock. Uno no sabe que está tocando art-rock, lo descubre después. Resultó que The Velvet Underground, Roxy Music y Television también tocaron art-rock, pero probablemente ellos tampoco lo supieron entonces. Como la gente no sabía qué clase de música estábamos tocando, fue difícil para nosotros encontrar una audiencia en Gran Bretaña a fines de los ’70. Todo lo que sabían era que no estábamos tocando punk. Pero los norteamericanos tenían ideas mucho menos rígidas que los británicos sobre lo que era aceptable en el menú de la new wave. Así que no tuvieron problemas en disfrutar lo que hacíamos. Muchos en ese público armaron sus propias bandas, o empezaron a trabajar en las radios universitarias. Eso propagó nuestro alcance. The Soft Boys se hicieron cool mucho después de habernos separado, y lo mismo sucedió con mis discos solistas. Para la época en que Peter y yo nos conocimos, 28 años atrás, mis canciones estaban lo suficiente en el mapa como para permitirme empezar a trabajar en los Estados Unidos y editar discos allá. La soledad de la psiquis norteamericana ha formado algunos grandes músicos. También están menos preocupados por la actitud: simplemente les gusta tocar. Durante muchos años después del punk parecía que sólo se podía tocar irónicamente rock en Gran Bretaña.
¿Qué sucedió durante los noventa, cuando parecía que tenías todo para dar el gran salto?
–Me pasé los ’90 recuperándome de los ’80, de la misma manera que me pasé los ’80 recuperándome de los ’70. Probablemente grabé tantos discos como en la década anterior, pero no tuve ningún momentum. Podía sentir a la radio yendo por un camino mientras yo tomaba otro. Además pasé de estar en un sello como A&M, que intentaba venderme a todo el mundo (ése era su trabajo) a uno como Warner, donde no les interesaba nada, pero al menos pagaban las grabaciones.
Llegaste a editar un álbum doble en vivo con versiones de Dylan, Robyn sings (2002). ¿Aún seguís de cerca su carrera?
–Su voz no es miel para los oídos en estos días, ni es tan hipnótica como lo era entonces. Nunca hace lo que querés que haga, y nadie se enoja más con Dylan como sus propios fans. Pero toman todo lo que les da. Es un poco como el Dios del Viejo Testamento. Cuando quiere serlo, aún es un intérprete intenso, original y emocional. O si no es un viejo bromista en un saco azul lanzando miradas lascivas a la multitud. Con Dylan nunca se sabe. Me pregunto si a él le pasa lo mismo. Va más profundo que muchos, a veces durante demasiado tiempo, y se queja mucho. Y tiene curiosas ideas sobre las mujeres. ¿Será todo parte de ser un Dios del Viejo Testamento? Es muy gracioso. Y su timming no es de este mundo. Lo extrañaremos cuando se haya ido.
¿Qué opinión tenés hoy sobre la actualidad del rock, esa música que te fascinó tanto durante tu infancia?
–El rock & roll salió de las grandes bandas de jazz y terminó dentro del Gran Banco. Dejó de lado el roll alrededor del 1967 y se transformó en el módulo Rock, que es lo que ha sido desde entonces. Es un módulo que absorbe nueva música todo el tiempo, así como recicla viejas temáticas. Podés ubicar lo que yo hago dentro del módulo de rock. Lo que ha cambiado tiene más que ver más con la actitud que con el sonido. No parece más subversivo, polémico o revolucionario en ningún grado. Tal vez nunca lo fue realmente. Ahora se ha acomodado como la banda de sonido de nuestras vidas... y muerte. Estoy feliz de ser parte de eso. Tal vez haga falta un terremoto social tan grande como el que experimentamos durante los ’60 para que la música popular sea nuevamente tan radical, pero... ¿nos gustará lo que escuchemos cuando eso suceda? El rock es como un perro obediente ahora, se inclina agradecido en el Palacio y suena en las olimpíadas. Tiene bien claro sus limitaciones y no intenta ir más allá de ellas. En su lugar de nacimiento, al menos, no sería capaz de hacer lo que hicieron las Pussy Riots. Los rockers de hoy sólo son un riesgo para ellos mismos. Algunos incluso fumamos cigarrillos. Nunca fui un rebelde en el sentido convencional de la palabra, simplemente nunca creí en nada. Muchas de mis canciones son sobre el shock de la existencia, y el miedo ante su final. En ese sentido, soy muy rock. Como Jim Morrison.
¿Podés darme la receta para escribir una canción al estilo Hitchcock?
–Espero que no haya una receta, porque eso significaría que me estoy repitiendo. La mejor forma de escribir una canción es escribir otra canción antes, como una suerte de señuelo. Con ésa siempre viene otra. Eventualmente terminás escribiendo algo bueno cuando ya no te das cuenta de que estás escribiendo canciones. Estoy seguro de que tengo temas recurrentes, y palabras recurrentes también, pero no me gusta pensar en eso. Las canciones son fragmentos de vida condensados en un frasco, como te decía antes. Y se mantienen frescos mientras no abras la tapa. Nunca tomo decisiones sobre qué escribir o de qué cantar. Y si lo hago, mis canciones ignoran esas intenciones conscientes. Personalmente, me gustaría escribir canciones que induzcan a la gente a vivir de manera sustentable y a ser más humanos. A evolucionar más allá de ser monos que se afeitan. A desarrollarse dejando atrás el salvajismo y el capitalismo. Pero mis canciones tienen otras ideas.
Como epílogo del documental Sex, food, death... and insects (2007), que testimonia la grabación del disco Olé! Tarantula (2006) y su posterior gira por los Estados Unidos, hay una escena en la que Robyn está paseando por las calles de Seattle y suena un teléfono público en medio de esa nada de estacionamiento que son las calles de las ciudades norteamericanas, que no están hechas para caminar. Divertido, Robyn se acerca al teléfono y atiende. Alguien pregunta por Roger, pero no hay ningún Roger cerca. Robyn cuelga y se encoge de hombros. “Buscaba a Roger”, dice a modo de explicación. Y se pierde caminando en la oscuridad. La escena recuerda a esos teléfonos sonando en habitaciones vacías sobre los que cantaba Luca Prodan, otro sobreviviente –al menos durante ese tiempo extra que se ganó en Argentina– de la angustia existencial de los ’80. Pero el pospunk de Robyn no se resigna a dejar que los teléfonos suenen. Si Jorge Luis Borges decía que de todo laberinto se sale por arriba, Robyn Hitchcock soluciona la angustia del teléfono que suena en medio de la nada atendiéndolo. Así de simple. Y complejo. Como sus mejores canciones, venenosas y entrañables a la vez.
No importa lo literarias, surrealistas o incluso maníacas que puedan ser tus canciones, siempre parecen tener un lado tierno, que ha ido profundizándose con el tiempo... ¿Es una búsqueda consciente o simplemente ha ido sucediendo?
–Hummm... Lo que yo escribo son, de alguna manera, canciones infantiles para adultos. Lo que sucede es que al envejecer te hacés más creíble, a menos que estés tratando de convencer a todo el mundo de que seguís siendo joven. O tal vez sea que me da menos vergüenza mostrar esa vulnerabilidad. Uno sabe cuando empieza en esto que con el tiempo va a terminar sonando menos intenso y más amable. El riesgo es que es difícil que alguien se preocupe por los artistas cuando están en la mitad de ese camino, cuando por ejemplo se acercan a los 40 años. Algo que les sucedió incluso a Dylan, a McCartney y a todos los más grandes. Uno ya está ahí, no es nada nuevo lo que hace. Recién cuando superás los 50 es que la gente empieza a mirarte de manera diferente: “Guau, todavía está vivo, sigue haciendo discos, me pregunto cuánto tiempo seguirá por ahí”. Te convertís en una pieza de museo, y la gente hace fila otra vez para verte... si tenés suerte.
¿Tenés algún tipo de confianza en el futuro?
–Nos prometieron un futuro brillante, pero eso fue hace mucho tiempo. Convivimos con el terror de una posible guerra nuclear mientras las heladeras se fueron haciendo cada vez más grandes. Teníamos tal vez más fe en la tecnología entonces, pero sólo nos puede ayudar lo que nuestra naturaleza humana lo permita. Aún somos monos inteligentes y violentos, a merced de nuestro machismo. La peor gente es la que consigue el mayor poder. Por desgracia, el mundo no está regido por monjes budistas o por monjas. Nuestras ideas más brillantes son generalmente subvertidas, aprovechadas y corrompidas por nuestros más bajos impulsos. Pero aún me quedo con la ciencia antes que la superstición, y creo que, aun cuando nuestra inestable naturaleza nos traicione, al menos fuimos capaces de ver lo que ninguna otra criatura haya visto, si es que eso vale para algo. ¡Y les pusimos nombre a los dinosaurios!
Robyn Hitchcock toca el viernes, a las 21,en Samsung Studio, Pasaje 5 de Julio 444. Entradas: desde $180.
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