Una de las escenas que más me conmueven del cine que he visto es cuando el Diablo le dice a Nazareno que está solo, que por favor hable con Dios. Lloro poco en el cine, pero esa escena me conmueve mucho.
–Creo que conmueve más por la gran interpretación de Alfredo, que le dio ese carácter. En cuanto a su soledad, yo la atribuyo a que el demonio es una cosa, algo que uno tiene instalado en la memoria, que uno tiene reposado en el corazón esperando la oportunidad para ponerse a joder, que es intangible, que existe dentro de uno mismo. También conmueve el personaje en sí. No debe haber un ser más solo en el universo. Un tipo que le vio la cara a dios, que es lo máximo a lo que uno puede aspirar y que después lo perdió todo.
Yo leí que a usted le gusta mucho leer la Biblia, el Antiguo Testamento, y para mí el Libro de Job es una lectura, diría, anual. El diablo de Nazareno me hace acordar a ese diablo en el Libro de Job, que le pide a Dios que ponga a prueba a Job, que lo castigue. Es un ser muy celoso. Me parece que se trata de una imagen del mal que es mucho más útil para el hombre. Un diablo solo y triste.
–Le estás dando una lectura muy linda, que no fue la intención original. Pero es hermoso que a la gente le pueda llegar de esa manera y, particularmente, a gente de tu sensibilidad.
Pero está en la película, no creo que sea un invento mío.
–Sí, está en la película, pero andá a saber cómo es realmente el demonio. Insisto en que es algo que está dormido adentro nuestro y que de repente abre un ojito... Hay mucho para explotar, y me atrevo a sugerírtelo si te interesa, del imaginario teológico. Desde hace milenios, desde el principio de los tiempos, son ellos los grandes especialistas de la puesta en escena.
La cuestión teológica siempre estuvo presente en su obra, desde el comienzo.
–No la teología en sí, me expresé mal, me refiero a la puesta en escena de los ritos. En rigor, en los internados en los que estuve, aunque era pequeño ya percibía cómo se dirigían a nosotros, cómo se ponían detrás de un púlpito para hablarnos, por ejemplo. Después, a los diez años, pasé fugazmente por Don Bosco, y ahí me fui dando cuenta de lo que era una puesta en escena. No te puedo explicar bien cómo. Pero observaba cómo se movían éste o aquel cura. Miraba cómo daban la misa uno y el otro. Cómo un cura llevaba la copa de una manera y otro de otra, cómo, en definitiva, el sermón de uno me llegaba más que el de otro. Había algunos muy buenos actores entre ellos. ¿Acaso existe alguna puesta en escena más maravillosa que cualquier misa o acto importante en el Vaticano? Mirá el gran actor que era Juan Pablo II. El de ahora no tiene tanta gracia, no está dotado. Pero esa estética a mí siempre me marcó, siempre me gustaron las estampitas, por ejemplo.
Todo Nazareno... parece una pinturita de estampitas.
–Es un tema en el que no se profundizó y que es muy lindo. Porque te permite volar... Y a veces es necesario volar. Yo estuve muy limitado por la técnica en esa época, pensá que fue hace 34 años. En un momento quería que salieran volando con una escoba y lo tuve que resolver poniéndolos en el agua. Pero todo eso es también algo que me acompaña desde mi más lejana niñez, cuando vivía en Luján de Cuyo con mi tía y con mi abuela.
¿Con su madre no?
–No, yo viví con mi madre hasta los cinco años. Después, cuando ella se separa, me llevó a vivir con mi bisabuela, una tía y un tío, Arturo, en Luján de Cuyo. Ahí, los cuartos en los que dormíamos estaban abarrotados de velas, rosarios e imágenes religiosas. Pero lejos de asustarme, o de provocarme rechazo, todo eso llegó a gustarme más que jugar. Me hacía sentir acolchonado, protegido, como debajo del ala de una gallina.
Leí que su mamá escribía radioteatro.
–Sí, y era muy talentosa. Todavía conservo todos sus libros. Ella comenzó a escribir cuando yo tenía unos quince años. Antes era actriz. Y muy buena directora de radioteatro también. Muchos dicen que ésa fue mi primera formación. Sobre todo en cuanto a la marcación de los actores. Eso lo aprendí observando a mi madre en Mendoza, en donde tenía su propia compañía. Mirándola aprendí casi todos los secretos de cómo marcar a los actores sin hacerlos sentir incómodos, porque ella lo hacía mientras estaban al aire, en vivo, como una directora de orquesta.
¿Qué edad tenía usted en ese momento?
–Unos catorce años. Ahí empecé a hacer radioteatro.
¿Y ella escribía las obras?
–Sí, era autora. Acá en Buenos Aires se hacían muchas obras también. En radio El Mundo, en el Teatro de Las Dos Carátulas, se podía escuchar a las grandes figuras del momento. Fui muy afortunado.
Se puede decir que usted es el único director que tiene a Dios en su equipo de trabajo. Me refiero sobre todo a lo que se fue dando, a la cantidad de cosas azarosas o aparentemente azarosas que lo fueron ayudando en su carrera.
–Sí. Soy un tipo de mucha, mucha suerte. Y sin ninguna duda que Dios está permanentemente a mi lado. A veces lo siento cuando estoy empantanado en un rodaje, cuando tengo la cámara y no sé qué hacer con ella –vos sabés bien lo doloroso que es eso–... Me aparto, y me quedo solo y la cosa simplemente viene. O como siempre me pasa con los actores. Sin ir más lejos, el Perón de Gatica, el mono. Me acuerdo que viene un tipo con rulos y yo no sabía bien a quién podría interpretar, pero lo quería usar para algo y no terminó de bajar del edificio en donde estábamos, que me di cuenta de que era Perón. “¡Perón! –le gritaba desde el balcón–. ¡Señor actor (Armando Capo), venga, venga!” Y era Perón, nomás. Así tengo un montón de anécdotas. Por ejemplo, el encuentro mágico que se dio con Piquín y con las chicas de esta última película Aniceto (Natalia Pelayo y Alejandra Baldoni). A qué se lo podés atribuir sino a un milagro... No hice casting, yo nunca hice casting. Margarita Fernández, la coreógrafa, me traducía las técnicas de los movimientos y otros detalles de las transmisiones de ballet que yo me grababa y a partir de ella surgió el nombre de Hernán Piquín. Enseguida pregunté si podíamos llamarlo y me dijeron que estaba a tres cuadras y no bien entró en casa me di cuenta de que el Aniceto era él.
Pero cómo llegó a esto de volver a filmar El romance del Aniceto y con este formato. Me parece increíble.
–Pasa que en los últimos tiempos se me dio por retocar viejas películas, Crónica de un niño solo, El dependiente, y también miraba mucho El romance del Aniceto y la Francisca. Intentaba ver cómo darle otro giro, y sobre esos prolongados silencios ponía música y los miraba... Después, un día fui al último cumpleaños de Niní Marshall y me encontré con Patalano. Fue él quien me dijo: “¿Nunca se te ocurrió hacer un ballet?”. Y me quedé pensando en eso. Al otro día me puse a trabajar con la vieja versión y empecé a recordar viejas ideas.
¿Pero sin música?
–No, con música: ponía Beethoven, Bach, Tchaikovski, cosas así. Y después cómo no voy a pensar que interviene Dios en todo esto, cuando tengo a mi lado a esa especie de milagro que es Iván Wyszogrod. No bien entró en el proyecto tomó los demos y empezó a volar haciendo una música espectacular. Al principio pensamos que se trataba de una obra de teatro, pero después nos dimos cuenta de que podía ser una película y una muy linda. Y con las chicas pasó lo mismo, no necesité ver a nadie más. Son de una belleza y un nivel actoral extraordinario. Vos decís que Dios asiste a los equipos que yo dirijo, pero también hay que saber buscarlo.
Leí algo que a mí me hace mella directamente. Cuando habló del pudor en el cine, usted dijo que no había que filmar con pudor. Y justamente cuando uno ve el cine de Leonardo Favio, eso es lo primero que uno puede decir, aun sin saber nada: este hombre no tiene pudor.
–Es porque el cine es amor, tenemos una relación amorosa con él. Por eso duele tanto, por eso uno queda tan vacío cuando se termina y hay que pasar urgente a otro proyecto.
Pero me gustaría entender a qué se refiere cuando habla de pudor en esa instancia.
–Todo es bueno para lograr la emoción, el cine no es otra cosa que lograr la emoción. En última instancia somos beduinos contando un cuento en el desierto. Si tengo que filmar una escena clásica, yo no tengo ningún problema en decir que quiero fotografiarla como lo hacía tal o cual director y, aunque me digan que no, yo insisto: “Hacela y después vemos”. Eso es no tener pudor. Cuando uno hace el amor con su pareja y es feliz, ¿por qué se va a privar? No somos ángeles, somos seres humanos. Salvo, claro, en cuanto a las limitaciones morales, sobre todo, en cuanto a no dañar al otro. El cine es lo mismo. Si veo algo que a mí me gusta de determinada película no la voy a calcar, pero puede ser el disparador de una escena descomunal. Qué me importa si me dicen que se parece a Nilsson o que es muy Truffaut, si logro la emoción, ya está. No hay que preguntarse tanto. Siempre aplico la frase de San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”.
¿Y qué pasa cuando se logra la emoción?
–La emoción, la alegría o lo que fuere se debe transmitir. Todo lo que pueda sacar de la imagen que estoy fotografiando es lo que voy a brindarme a mí y al público. O sea, ¿cómo nace y se concluye una película? Nace eligiendo materiales, los actores y todo aquello con lo que uno va a narrar la historia, pero ¿cuándo se termina esa historia? Cuando el espectador la capta en su cabeza y en su corazón, porque si no, tenés un proyector y una pantalla y fotografías que se suceden, pero tu película existe recién a partir de la aparición del espectador. El que termina tu obra es el espectador en su cerebro, en cada uno de sus cerebros.
Coincido completamente.
–Entonces, al ser así, tenés que brindarle todos los instrumentos necesarios para que esta persona la piense y la elabore. Si vos te guardás algo, primero que estás en pecado. No hay que guardarse nada. Todo lo que tenés no es tuyo. Después, que tengas talento o no lo tengas es otra cosa. Es cuestión de genes, de Dios, de lo que sea.
¿Pero hay a quien no le haya tocado nada?
–Sí, hay gente que muere sin haber recibido un beso en toda la vida... No conoció quién le diera un beso, imaginate. Pero no hay nada peor que un necio convencido de una vocación que no le pertenece. Porque siempre se va a sentir un incomprendido y se va a dar un porrazo detrás de otro; pero por suerte, son los menos. En cuanto al pudor, hablo de no herir.
Entre Soñar, soñar y Gatica, el mono pasaron muchos años. ¿No extrañaba el cine durante ese período?
–No. Yo podría dejar de filmar mañana. Mi vida no gira en torno de eso. Claro, tengo la canción, que me sirve para descargar, para exteriorizar.
Y tiene el cariño del público...
–Sí, y también me pasa al revés, tampoco ahora extraño la música porque estoy abocado a otra cosa. Soy polígamo...
¿Usted es de Luján de Cuyo de nacimiento?
–No, nací en un pueblito muy chiquito, a dieciocho kilómetros de Luján de Cuyo. Y a Buenos Aires llegué a los diecisiete años.
Y volvió para filmar en su tierra, ¿no es cierto?
–Sí, El romance del Aniceto y la Francisca lo filmamos en Luján de Cuyo y en Godoy Cruz. También ahora estoy preparando un guión que se llama El mantel de hule y que transcurre en Mendoza.
Le pregunto esto porque a mí me pasa una cosa muy particular con mi ciudad natal. ¿Cómo siente que se arma ese terruño original, ese lugar en donde uno se inventa la historia y por lo tanto se inventa también lo de la ciudad natal? ¿Le pasa algo así?
–En mi caso no, todo eso fue muy fuerte para mí, me quedó marcado a fuego. Si mirás mi oficina vas a ver fotos de cuando era un poco más grande que adolescente o con mis amigos. Es en mis insomnios en donde esos recuerdos lo dominan todo. Me acuerdo que compré un disco con ruido de agua para pensar en la acequia. También puse un techo para poder oír cómo golpea la lluvia.
¿Pero no hay un lugar en donde se junten todas las épocas, toda la gente, de manera desordenada, los amigos?
–En el amor. Amigos, realmente amigos, fueron los de mi niñez. Yo no tengo amigos. Tengo gente que quiero mucho, que me alegra ver. De lo más dispar. Me encanta charlar con Felipe Solá y de golpe me enamora estar con Horacio Verbitsky. Yo creo que ese lugar al que te referís es el amor o los recuerdos del amor, que se disparan como petardos y que no se pueden controlar. A esta altura de mi vida son sólo recuerdos, que con el tiempo uno los embellece.
Me parece increíble que pueda volver a revisar con la misma pasión películas que ya hizo. ¿No se cansa?
–No es tan así, tal vez exageré, le di una falsa entonación. No es que yo vuelva a modificar... Dentro de unos años te va a suceder que vas a estar mirando una película tuya y vas a ver un cuadrito o dos cuadritos en donde vas a decir “eso no lo filmé yo”, “eso lo filmó otro”. “¿Cómo pude poner estos cuadritos al pedo ahí?” En esa época, modificar el negativo era más complicado. Además, me perdieron muchos negativos. Hoy las puedo ver e identificar las tomas de porquería, esas que no dirigí yo, y sacarlas. Después, con el nuevo armado, la película se embellece, adquiere más potencia. Y de paso disimulaste un traspié que surgió hace cincuenta años.
Y si hay que agregar algo, ¿cómo se hace?
–No, agregar no, eso ya sería un pecado. Una cosa es sacar las desprolijidades, recortar los flecos... Para agregar, la hago entera, ahí está Aniceto. Pero me gusta mirarlas. Estudiarlas. No para regodearme con la obra, sino para entender por qué lo hice, por qué hice este travelling. Por ejemplo, en Crónica..., me preguntaba por qué corté un adagio que tendría que haber continuado. Después me di cuenta de que en esa época los rollos duraban diez minutos, y que era por eso que se cortaba abruptamente. Ahora quiero volver a colocarle la música como yo soñé en aquella época. No modifico la película, le estoy poniendo aquello que no le puse en su momento por un problema técnico.
¿Cuánto tiempo después de realizadas comenzó a ver sus películas? ¿O lo hizo siempre inmediatamente después?
–Yo cometo suicidios a diario... A veces hago tremendas metidas de pata durante el rodaje y me doy cuenta en el momento, pero si me preguntás por qué no lo arreglé en aquel entonces, tengo que decirte que porque soy un boludo, soy muy tímido. Si repetí demasiadas veces una toma, me ha pasado de decir que ya estaba cuando sabía perfectamente que no era así, es que a veces me da un no sé qué...
La cuestión de la tecnología, que hoy va cambiando tan rápidamente, ¿es algo que le preocupe?
–No, porque zapatero a sus zapatos. Sé delegar. Busco al cameraman que realmente vibre con lo que hace. Cuando charlo con la gente me doy cuenta enseguida si es así, y después trato de no meterme en los vericuetos particulares de cada técnica. Yo sé que quiero usar tal lente, que el día de mañana puede venir robotizado, pero no es lo importante. La cuestión es saber elegir las cosas. Si se inventara una nueva pintura, no por eso voy a bañar el cuadro con esa pintura solamente.
¿Cómo percibe la historia o la sucesión del cine argentino? Me pregunto si las generaciones que se fueron sucediendo no están muy cortadas entre sí. No podemos aprender, ni de lo bueno ni de lo malo.
–No sé a qué atribuirlo. Yo tengo un problema, a mí la cosa me gusta de tú a tú. Cuando me tratan de “maestro” y esas cosas, ya me cortan, como que me ponen en un rincón y ya no se puede mantener un diálogo. Por ejemplo, a mí me encanta Pablo Gaggero, pero yo no estoy para hablar con él, a mí lo que me fascina es su cine. Antes nos reuníamos a hablar de cine. El que hace cine tiene que hablar de cine; los pintores, de pintura, el periodista se tiene que juntar con otros periodistas; así era el café de los ’50. No puede ser que nos estemos comunicando a distancia.
¿Ustedes hacían eso?
–Sí. Igual se sacaba el cuero, había celos y todas las pavadas que hay ahora. Aunque no lo sufrí tanto, porque tenía una gran capacidad como espectador. Nos juntábamos en un bar que estaba cerca de las oficinas de Argentina Sono Film. Me encantaba estar con Leopoldo Torre Nilsson y con su padre (Leopoldo Torres Ríos), también con Lucas Demare. Me reía como loco con ellos y ellos se reían conmigo y me hacían cantar. Yo aprovechaba y absorbía todo lo que podía. Sentía una admiración de locos, todos ellos eran titanes para mí y yo para ellos era un pendejo.
Pero, ¿y con los de su generación?
–Eran viejos, nacían viejos esos tipos. Yo no tenía gente de mi generación cerca. No había. El que me gustaba a mí era David Kohon. Me gustaba mucho lo que hacía. Pero con el resto estábamos divorciados porque yo veía otro tipo de cine.
¿Cuál?
–El nuestro. Cuando estaba preparando El romance... quería contratarlo a Palito Ortega para el protagónico. Gracias a Dios no aceptó. Pero quería ganar plata. Hacía ruido el estómago... También quería armar una productora para hacer películas con Luis Sandrini, y no me importaba si las dirigía otro. Tal vez yo debía parecerles un turquito comerciante a todos ellos.
¿Pero no es muy así la historia de esta actividad en nuestro país, de divorcios y distancias?
–Después, siempre se armaban broncas. Recuerdo todos esos discursos, sin que nunca se llegue a nada. Porque al final, el que tiene la verdad es el que tiene la mosca. Todos decíamos lo mismo: hay que hacer un cine que haga que la gente quiera ir a verlo. Como lo repito hoy en día, hay que seducir a la gente de nuevo, hacerla que vea cine argentino. Con el valor de la entrada o con lo que sea. ¿Cómo vamos a competir nosotros con los norteamericanos, que te ponen dos tanques con la cara de Al Pacino en el afiche? En cuanto al costo de la entrada me refiero. No es cuestión de que tu obra sea buena o regular, es que la persona llega al cine y ve que la entrada está a veinte pesos. Y terminan yendo a ver la de Al Pacino. En cambio, si ponemos tu película y la mía durante tres semanas a diez pesos, tres semanas nada más... con ese dinero ya vas recuperando lo invertido, pero además es una promoción fabulosa, y va armando la posibilidad para un verdadero boca a boca. Después, si tu película es mala, ya no le podés echar la culpa a nadie. Ahí sí, el espectador tiene para la Coca-Cola, el pochoclo y el viaje de vuelta. Y además, comienza a descubrir a sus realizadores, a conocerlos por sus nombres. Hay estupendas películas con las que el público se engancharía y otras que van a perder como en la guerra. Habría que sentarse a hacer bien todos los cálculos y probar. Tal vez en la segunda semana ya cuesta veinte pesos, como todas las otras películas, pero porque ya el público conoce la obra y sabe por qué la va a ir a ver.
Igual me parece que es bastante complejo, porque aunque la entrada sea más barata, creo que igual van a ir a ver la de Al Pacino. Pero de todas formas, algo hay que hacer, porque si sigue a estos precios no va a ir nadie al cine.
–Que no te quepa la menor duda. Hay que pensar en algo. Nuestro cine no es malo. Hay películas estupendas, pero el público se va a la sala de al lado, porque no las llega a conocer.
¿No estamos jugando en cancha de otro también? A veces me da la sensación de que el sistema está armado para otro tipo de cine y uno termina peleando en inferioridad de condiciones. Por ejemplo, las expectativas de éxito están en otra escala, no todas las películas pueden hacer millones.
–Lo que yo te digo ya se hace en el mercado. Madonna saca ahora un DVD y las dos primeras semanas está a la mitad de precio, entonces todos se vuelcan a comprarlo. Después, el precio pasa a ser el doble.
Es cierto. Pero también hay otra crítica que se hace mucho al cine argentino, se dice que le falta esto o le falta lo otro. Se critica que no se hacen películas de tal clase...
–Eso es una verdadera pavada, cada uno tiene que hacer su cine. También hacer un trailer bien comercial.
Vi el trailer de Aniceto, y me pareció muy delicado. ¿Le parece que es muy comercial?
–Sí, es muy comercial. Pero tampoco tiene por qué ser una porquería. La gente también rechaza la porquería. Yo he puesto lo mejor de mí y con la conciencia de lograr una comunicación comercial. Yo puse aquello de lo que estoy convencido, si a mí no me moviliza, va a fracasar. Porque hemos perdido la capacidad de ser espectadores. Yo voy y observo. ¿Cuánto tiempo he estado escuchando esos llamados telefónicos al programa de Baby Etchecopar, para ver quiénes hablaban, cómo hablaban, hacia dónde está dirigido el público? A partir de ahí encaro la publicidad. Si uno se pone a buscarle la quinta pata al gato e intenta deslumbrar con un afiche, ahí es cuando pierde. Tu obra está en tu obra, todo lo demás, venga, vea, compre... Eso hay que metérselo bien en la cabeza. En una oportunidad, tenía que hacer publicidad y no tenía ningún elemento fuerte como para convocar a los medios. No bien terminé el guión lancé un aviso pidiendo gente de distintas alturas, unos muy altos y otros enanos. La vereda se llenó de enanos y de gigantes. En realidad no los iba a usar para el film, pero vinieron todas las cámaras de televisión a ver qué estaba pasando. Para mí eso no está mal. Siempre hay que ir maquinando, paralelamente a la escritura del guión, cómo hacer para alimentar a la prensa. Pero también hay que tener cuidado de no pasarse o te puede ocurrir como a mí con Gatica. ¡Fue tan tremenda la promoción que llegó un momento en que la gente ya no sabía si la había visto o no! Juro que fue así, por eso hay que ir midiendo la cantidad de información. Con Gatica saturamos a la gente.
¿Hay algún tema o algún personaje de los que diga “yo nunca haría una película sobre esto”, o “esto no es para mí”?
–Sobre los acontecimientos de los últimos años en el país... Sobre la dictadura. No lo soportaría. Me haría mucho daño y ahora siento que tengo que preservar mi salud. Además, hay otros que lo están haciendo y lo hacen muy bien.
Usted pasó de hacer películas con temas contemporáneo a hacer películas de época, o fantásticas. ¿Dónde y por qué se dio este salto?
–El salto estuvo cuando empecé a recibir premios de todos lados y seguía viviendo en el departamento que me pagaba mi madre. Eso no era lo que yo quería, yo quería ver la sala llena. Por esa época estuve en Mendoza y vi Juan Moreira en teatro. Enseguida me puse a trabajar en eso, porque sabía que iba a dar dinero. Recuerdo que la quería hacer con Toshiro Mifune, en esa época daba el físico, incluso su rostro achinado. Pero la gente de Aries Cinematográfica se asustó. Pensaron que estaba loco y me quedé sin productora, no la entendieron. Después hice El dependiente, y después me dediqué a cantar...
Pero alguna vez sintió: “Acá me estoy yendo para el otro lado”.
–No, yo voy para donde quiero, a mí no me obliga nadie.
Yo no siento que haya algo que no haría...
–Hay veinte millones de cosas que yo no haría. Tampoco haría un cine procaz, un cine vulgar... Una vez vino un chino que tenía una distribuidora muy importante en los Estados Unidos. Me compró Nazareno... y un día me visita en el hotel y me empieza a decir que teníamos que hacer películas bien “chenchual”, “le agregamo cosita a película Nazareno...”, “pero usted tiene que filmar escena bien chenchual, chica linda...”. Yo estaba preparando Gatica y le dije “váyase, por favor, porque le acepto todo ya”. El cine puede ser también muy impudoroso. Pero no sé, puede haber mil cosas que no haría, nunca me puse a pensar en eso. Siempre he tenido mucha suerte. He filmado todo lo que soñé, y lo que descarté, lo descarté por algo. En otra oportunidad le había comprado a Héctor Olivera el libro de Severino Di Giovanni, gasté un montón de plata en aquel momento. Pero un día me di cuenta de que no la quería hacer. La gente se iba a enamorar de un personaje que vive en una época con circunstancias muy distintas y después va a sufrir cuando lo fusilan. Pensé que no quería inspirar a la gente joven a que se destruyera y por eso lo descarté. Pero además de eso, hoy en día hay películas que no haría porque es necesario tener toda la energía de la juventud; en ese sentido, para muchas películas el director tiene que estar en muy buen estado físico.
La nueva Aniceto era muy grande también.
–Pero la hice toda en un galpón, al estilo Méliès, muchos de los soles que aparecían de fondo son telones del Teatro Colón, todo lo hice con cosas así... En un momento estuve por filmar la guerra de la Triple Alianza –una idea que después me quedó para toda la vida–, pero ¿cómo lo hago? Ya no puedo, no estoy en condiciones físicas, sería un insensato. Tengo que hacer un cine que mis condiciones físicas me permitan. El mantel de hule, por ejemplo. Para esa época voy a estar caminando más o menos bien ya. El físico impone un tipo de limitación, pero después hay que ser consciente de que la utilización de la cámara es siempre una cuestión moral, como bien lo dijeron los maestros europeos. Uno tiene que saber lo que va a hacer con ese instrumento. Y tratar siempre de que sea una maravilla.
¿Existe algún director que no lo intente?
–Lo intentan. Pero no saben. A esa gente, esos chicos o esos viejos, uno tiene que sacarlos de la conversación, porque ensucian la charla y no aportan nada. Uno tiene que charlar con la gente que tiene cualidades para esto, que no tiene complejos idiotas. A todos los demás hay que ignorarlos. Qué vas a hacer, si se equivocaron de vocación, es imposible explicárselo. Yo, por ejemplo, soy alguien que goza de sus insomnios... En general me acuesto a eso de las nueve. Pero a eso de la una y media ya estoy despierto. Entonces me pongo a leer, a garabatear, a pensar, y si el sueño no aparece, sigo garabateando, hasta las nueve de la mañana y ahí me acuesto hasta las dos de la tarde más o menos. O sea, le obedezco al cuerpo y también respeto los tiempos de mis sueños. Supongamos que en esos momentos tengo ganas de pensar en El mantel de hule. Pongo una música bajita para no molestar y ahí se me van ocurriendo las cosas, las escribo, trabajo determinado personaje, vivo en mi mundo. A veces me dicen: “Che, viejo, pero estás solo”. No, estoy conmigo, y estoy contento conmigo. También estoy cada día más con Dios. Pero hay gente que, como no tiene eso, no lo puede entender.
Me parece que todo el mundo está bienintencionado. El esfuerzo de hacer una película es muy grande: es caro y es difícil conseguir la plata, hay que juntar a la gente, convencerla. Lo que sí siento es que a veces uno puede estar equivocado y no tener ningún mundo personal. Eso es terrible y me da pena.
–Por eso nunca habrás oído que yo hablara mal de una película. Porque sé que les va la vida en eso. Aunque crea que se han equivocado de vocación. No creo que sea ninguna crueldad. ¿Qué gano yo con decirle “Che, qué porquería que hiciste”? No, no puedo. Si me dicen “¿Qué le pareció?” “Inmejorable...”, contesto, y me voy.
¿Y El mantel de hule ya está escrita?
–Es raro lo de El mantel de hule. Estoy escribiendo primero los perfiles de los personajes. Personajes muy puntuales. Es la primera vez que trabajo un guión de esta manera.
¿Cómo suele hacerlo?
–Lo elaboro todo, a veces estoy inspirado y escribo el final. Después sigo con la mitad, por ejemplo. Pero acá no tengo una estructura. La iremos acomodando mientras caminamos. Creo que los personajes me van a ir llevando. Tengo claro los destinos de varios de ellos ya. Y además, te voy a robar una actriz: Graciela Borges.
Con todo gusto. Pero más bien la va a recuperar, ella ya hizo una película con usted. Ella también me contó un montón de anécdotas.
–Nos conocemos de muy jóvenes.
¿Hubo romance?
–No... ¿No te contó de cuando me pegó una patada en el culo? Una vez yo estaba enojado con ella y estábamos filmando sobre una escalera. En Fin de fiesta. Ella estaba hablando y decía “Porque yo, que vivo en Barrio Norte...”. Entonces me doy vuelta, ella estaba en la escalera, arriba mío, y le digo: “Pero qué Barrio Norte... Si siempre que nos vamos en taxi vos te bajás en Congreso”. Entonces ella pega un grito: “¡Negrito de mierda... que hacés ruido con la sopa! ¡Si serás pelotudo!” Y me da una patada en el culo que me manda debajo de la escalera. ¿Te das cuenta lo que es mi vida...? Qué bonita que era y que sigue siendo. Y además es una actriz enorme.
Yo no me analicé nunca porque soy católica. No creo que esté bien analizarse si uno es católico. Aunque sea una católica hereje. La idea de la descripción psicológica de los personajes tampoco nunca la entendí.
–Si no tenés cosas raras en la cabeza no podés hacer cine, creo yo. Yo nunca me metí en ese mundo porque no lo conozco. Es muy complejo para mí. Pero, ojo, yo me psicoanalicé hace poco y me sirvió.
¿Cómo hace con los actores si le preguntan por la psicología del personaje?
–Yo le digo: “Mirá, no te hagas ningún problema. Yo tengo toda la película acá, en la cabeza, y yo sé cómo empieza y cómo termina. Vos hacé lo que te pida en cada toma. Para mí la película completa está en cada instante, en cada marcación. No preguntes nunca por qué, nada”.
Pero eso para algunos actores es como una falta de respeto.
–Pero yo lo hablo mucho. No lo digo así, a lo bestia. Ellos tienen su libro, ya saben de que se trata de una escena dramática, que lo van a matar, van a pelear, etc. Ahora, después, cada plano es mío, es como una arcilla, vos lo vas modelando en el primer plano: “Tragá saliva, pestañeá”.
Usted tuvo la suerte de nunca tener que mandar una película a competir.
–A San Sebastián, una vez. Me echaron como a un idiota.
¿Por qué?
–Porque estaba Franco en ese momento y a mí no se me ocurre mejor cosa que pedir un minuto de silencio por la muerte de Allende en Chile. Al otro día estaba con todas las valijas del otro lado de la frontera.
¿Y nunca más compitió en otro festival?
–Siempre me preguntaron por qué no iba a competir por un premio. Y debo decir que es porque soy cagón. Si me garantizan que me llevo el premio mayor, entonces sí voy, pero si no, prefiero ir a las muestras paralelas, porque nunca quise competir con mis colegas. Pero también, no voy, porque si pierdo, lo pierdo todo. Me costó mucho ser Favio en este paisito.
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