Donald A. Yates (1928), profesor de la Universidad de Michigan, fue de los primeros que se ocuparon de revisar la escritura del género policíaco en la América hispanoparlante. En su ya clásica antología El cuento policial latinoamericano, publicada en 1964, señaló que en la sociedad hispanoamericana “la autoridad de la fuerza policial y el poder de la Justicia se admiran y aceptan menos que en los países anglosajones”. Con eso estableció un punto medular para la consideración del género negro en lengua castellana.
No obstante que Yates pensaba que eso iba “a desanimar a los escritores nativos, apartándolos de una seria dedicación a la formal composición de relatos de crimen y castigo” –lo cual obviamente no sucedió–; sí es verdad que esas opiniones funcionaron como parteaguas. De hecho la generación de autores latinoamericanos que empezó a publicar novelas negras a partir de los años ‘70 del siglo pasado, desmintió ese supuesto desánimo.
Y es que en los ‘60 Yates pensaba que la “ficción policial es un lujo verosímilmente destinado a gustar a un público lector relativamente sofisticado. Esencialmente se trata de un tipo de literatura que evita contacto directo con la realidad”. Se refería, desde luego, a una generación que hasta entonces procedía según los cánones clásicos, y a una literatura hispanoamericana que aún no se atrevía a la popularidad. Así fue como Borges y Bioy Casares crearon a su Isidro Parodi; y Antonio Helú a su mexicanísimo Máximo Roldán; y el chileno Alberto Edwards a su Román Calvo: los hicieron inhibidos de todo cuestionamiento social y aceptando la realidad tal como era impuesta desde el poder. Ellos evitaban todo contacto directo con la realidad y por eso sus detectives, aunque atractivos y aun fascinantes, nunca dejaron de ser falsos. Porque eran literarios. En este sentido, Donald Yates tuvo razón.
Pero bajo la superficie sucedían otras cosas. Y allí imperaba la no admiración, la no aceptación del poder policial en tanto sistema aceptado de control social. Y sobre todo, desde que se restablecieron las democracias a mediados de los años ‘80, se vio que esas desconfianzas eran naturales en América latina.
Si el género negro moderno se define justamente por describir y cuestionar la realidad desde la literatura, y por hacer de la realidad más descarnada su materia literaria, entonces ese género es apto para nosotros y hasta diríamos que obviamente natural: en América latina no solo hay poca confianza en la policía, sino que hay odio y rencor. Una policía es custodia de un orden establecido; tiene una misión conservadora por esencia: a través de la defensa de la propiedad (individual o colectiva) trata de impedir mutaciones que no estén normadas jurídicamente. El rol policial, entones, es el de conservar un determinado statu quo. Eso no está mal, per se. Pero lo que sucede es que en América latina, desde siempre, el orden a conservar por los poderes policiales es un orden injusto: el orden de las oligarquías, del poder político y económico más insensible.
De donde los escritores de ficción policial de nuestros países no tienen otro camino que escribir novela negra. Es como si sintieran que ya no pueden hacer ficción clásica. Y por eso mismo, la literatura negra fue revolucionaria para las letras latinoamericanas del post-boom y después...
...Y es que si Scotland Yard era –y acaso sigue siendo– un orgullo para los ingleses (autores o lectores); o si el FBI norteamericano sigue siendo aceptado por ese pueblo, eso no tiene equivalente entre nosotros. La inmensa mayoría de las instituciones policiales de Latinoamérica no sólo no son confiables para la literatura policíaca, sino que son cuestionadas desde lo más profundo del corpus social de cada nación.
¿Por qué la literatura policial debe ser negra en América latina, entonces? Porque dentro de la ficción policíaca, no puede hacerse otra. El moderno género negro nos ha dado perspectivas novedosas, como la narración en primera o tercera persona que ya no sigue al detective por sus exóticas características, sino que marcha ansiosamente detrás del perseguido o el perseguidor, el que va a morir o va a matar. Y lo sigue porque comparte su angustia, comprende el mal destino que puede esperarle.
Los móviles siguen siendo los clásicos del género –dinero, poder, mujeres–, pero lo que ha cambiado es la óptica: el género ya no se aborda desde el punto de vista de una dudosa “justicia”; ni de la defensa de un igualmente sospechoso orden establecido. La literatura negra latinoamericana lo cuestiona todo. Los márgenes de “la ley” entre nosotros ni son rígidos ni están claros.
Para los lectores contemporáneos, y también para los escritores, por supuesto, los misterios de la realidad latinoamericana son absolutamente más cercanos, cuestionadores y, acaso, revolucionarios, en el sentido de que revolucionan –al cuestionar, transgredir y subvertir– un orden injusto.
Este fragmento pertenece a El género negro-Orígenes y evolución de la literatura policial y su influencia en Latinoamérica, libro clásico de Mempo Giardinelli, editado en 1984 y reeditado este mes por Capital Intelectual; excelente compañía y consulta para el Festival Azabache Negro y Blanco de Novela Negra, que empieza el jueves que viene en Mar del Plata y encontrará a más de 80 escritores. Más información en www.festivalazabache.com.ar
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