Hoy, como nunca, los archivos fotográficos resurgen, se los descubre como tesoros ocultos tras el avance desaforado de nuevas tecnologías, son rescatados como la huella documental de muchos artistas múltiples. Las Polaroid del cineasta Andrei Tarkovsky, las composiciones visuales de Lou Reed y las instantáneas del actor Dennis Hopper son sólo algunos de los ejemplos de esta tendencia. El último rescate, y uno de los más notables, es el de las fotografías del gran poeta norteamericano Allen Ginsberg, que tomó primero entre 1953 y 1963 –primer período, que finalizó bruscamente– y luego en los años ’80, cuando fotografió a algunos de sus amigos que aún estaban vivos y les agregó epígrafes personales a los viejos negativos.
Una de las primeras fotografías de Ginsberg es de William Burroughs, recién llegado de Sudamérica; en otra, Gregory Corso está sentado en la ventana de su ático, en París. Burroughs, Kerouac, autorretratos: cada imagen afirma la relación personal con el retratado. El círculo social de Ginsberg era amplio e interesante, y él deambulaba por diversos mundos –cenaba con Marcel Duchamp o tomaba un café con Man Ray–. Pero su ojo fotográfico priorizó lo doméstico. Fotografió a algunos integrantes de su familia de origen, a muchos músicos y actores, pero principalmente a los escritores de su camada, esos hermanos de camino, manteniendo con cada uno un diálogo visual cómplice. Gregory Corso, Paul Bowles, Lawrence Ferlinghetti y Peter Orlovsky: sus rostros se repiten en las fotos de Ginsberg con diversos escenarios y edades.
Aunque su romance con la fotografía abarcó toda su vida, recién en 1953 el poeta consiguió una cámara usada, por 13 dólares, y comenzó a retratar a sus amigos. Los fotografió en la intimidad de sus encuentros durante casi una década y en pleno auge de su producción como artistas. Se subía a las terrazas de Manhattan, entraba en el Beat Hotel del Barrio Latino de París, comenzaba a recorrer San Francisco, visitaba Tánger y recorría las playas de Japón mientras seguía el impulso de probar una y otra vez su Kodak Retina, uno de los primeros modelos de esa serie de cámaras 35mm hechas en Alemania.
Luego de un largo viaje a la India, aquella máquina se perdió y Ginsberg dejó de tomar fotos. Pero veinte años después, el poeta se reencontró con sus imágenes en la biblioteca de la Universidad de Columbia. Al verlas en perspectiva, entendió que era buen material y se contactó entonces con un viejo conocido: el legendario fotógrafo Robert Frank, autor de Los americanos, con quien había compartido un curso de la Escuela de Fotografía Camera Obscura en Israel. Después de ese curso se hicieron amigos e incluso filmaron juntos un corto, Pull the Daisy, una suerte de manifiesto audiovisual de la generación beat.
Frank le recomendó ponerse en contacto con Berenice Abbott y tomando ese consejo Ginsberg viajó hasta Maine, donde Abbott vivía, para conocerla.
Abbott le sugirió agregar anotaciones manuscritas sobre las copias originales de aquellas primeras tomas: comentarios y relatos que ponían en contextos aquellos testimonios visuales. La fotógrafa también lo animó a retomar la actividad y él le hizo caso comprando otra cámara de segunda mano, ésta vez una Rolleiflex 2 ¼ pulgadas, para volver al ruedo. Antes, durante y después de ese momento de mayor concentración en la fotografía –los últimos 15 años de su vida, entre 1983 y 1997– usó varios equipos: una Leica M3, una M6 y una Olympus de bolsillo, entre otras.
Al momento, la National Gallery of Art de Washington, la sala Lytleton del National Theatre de Londres y la galería de arte de la Universidad de Nueva York ya expusieron el trabajo de Ginsberg. La Mapplethorpe Foundation colaboró con la itinerancia de la muestra, que hoy recala, hasta septiembre, en el Museo Judío Contemporáneo de San Francisco. En cada curatoría variaron la cantidad de imágenes y se acompañó la puesta con manuscritos originales, poemas tipografiados y primeras ediciones de Ginsberg y otros escritores de su tiempo. Su propia producción alcanzó una cifra difícil de afirmar, pero del material guardado se cuentan casi 75 mil fotos.
Ginsberg creía que cualquier gesto, hecho conscientemente, puede ser una obra de arte. De ese rescate emotivo nacen estas imágenes que él mismo consideraba más aptas para un público celestial que para uno terrenal, lo que –en su opinión– encerraba el verdadero encanto de sus retratos. En su texto Cosmopolitan Greetings, Ginsberg sostiene que el sujeto se conoce por lo que ve y es en sus fotografías que esta observación vívida parece ser un código compartido con aquellos que eran vistos por él, sin pose. Sus fotografías conservan esa reciprocidad: en estas imágenes, Ginsberg también es mirado por aquellos a quienes ve.
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