Su quinta de Pacheco está contada una infinidad de veces. Técnicamente, porque Juana Molina apenas sale de ahí cuando no está de gira, pero, sobre todo, porque hablar del lugar es hacerlo de ella. Y hoy su pelo y su jardín están igualmente crecidos. Juana camina lento, acompañada de seis perros canosos, y las mismas guillerminas que usa en recitales y entrevistas por televisión se hunden en el pasto verde oscuro. Lleva su beige habitual: pollera y remera; una faja del mismo tono le presiona las costillas. Hace dos meses, en un accidente en bicicleta del que sólo dice “una estupidez”, se quebró cuatro. ¿Un obstáculo o una señal?, se preguntó, ya que justo había entregado a Crammed, un sello belga, su último disco. Juana prefiere leer todo como señales y Wed 21 tuvo que postergar los ensayos, pero llegó a bateas –acá lo editó Sony hace unas semanas–, con una premonitoria momia azul como imagen de portada.
Hace 20 años que Juana vive en esa casa que heredó de sus abuelos, donde todo, desde los cacharros de la cocina hasta la última rama que hace sombra a la pileta, parece obra del paso del tiempo. El tilo por florecer, una hilera de calas impecables, un cactus de la altura de una persona, otros en macetas, y los pájaros, tan nítidos que es como estar adentro de una canción suya. Al respecto, el estudio –de las visibles, la habitación más grande– mira todo eso a través de sus ventanales. Así es la naturaleza de Juana.
Y de repente todo parece haber pasado hace 20 años. En 1993 estaba embarazada de Francisca, su única hija, y fue entonces, durante los dos meses de reposo prescriptos, que retomó el contacto con la guitarra. No es que no la tocara más –siempre había algún personaje de Juana y sus hermanas que lo hacía, como Judit–, pero ya no componía, se dio cuenta, cuando en realidad era eso lo que le gustaba hacer. Aunque su forma de construir personajes es tan natural e intuitiva como la de hacer canciones –de chica pasaba tardes enteras jugando a imitar publicidades con sus primos–, la actuación siempre fue sólo un trabajo, no su verdadera vocación. Así, después de una carrera corta pero explosiva, con dos Martín Fierro ganados y el rótulo de “la nueva Niní Marshall” en la frente, Juana abandonó la televisión.
Por alguna razón, quizá por la decadencia actual del género, se guarda cierto vínculo afectivo con los viejos programas de humor (que Peter Capusotto y sus videos sea la única opción, o mejor, que Sin codificar sea lo que “hace reír” hoy, habla de decadencia). Y el de Juana es sin duda uno de los más extrañados; incluso quienes lo conocieron por YouTube tienen su chica favorita: Gladys, la cosmetóloga; Roxana, la concheta; Marcela, la conductora modelo –tan tonta como querible, ella–. Por eso, cuando a principios de año apareció la campaña de Claro con ellas de protagonistas fue todo un acontecimiento: madres y padres, abuelos acaso, morían de risa frente al televisor, mientras otros, los fans de su música, posteaban los spots en Facebook con algún recelo.
“Fue una propuesta imposible de rechazar. La tipa que me llamó era tan fan, una fan tan genuina, que me convenció ella. Y entre las dos decidimos qué personajes hacer: ella quería a la concheta y no a Marcela. Pero a mí me parecía que Marcela no podía no estar, fue el hit. Yo, por ejemplo, no quería hacer a la coreana, pero sabía que la tenía que hacer. Y de golpe había gente medio joven en el estudio, y me miraban fijo, como diciendo ‘¿es Juana Molina o es la maquilladora?’. Y a mí el impacto que generan esos personajes me causa mucha gracia.”
¿Qué se sintió volver a ponerte en esas pieles?
–Al principio empecé un poco dura, pero después de un par de horas se puso todo mejor y me divertí muchísimo. Realmente no sentí el paso del tiempo. Por eso Marcela hace ese chiste: “Gordo, mirá, un video mío de hace 20 años, ¡estoy igual!”. Yo sentía que era lo mismo, que se había congelado el tiempo. Y por eso después la tentación, cuando me ofrecieron volver a hacer el programa...
¿Te tentaste?
–Bueno, ya ves, no me tenté, pero me sedujo mucho la idea. Tuve mil reuniones, fui y vine, y después vi toda la otra parte: me iba a absorber por completo, ¡si para hacer los avisos estuvimos un mes pensando! Y dije que no.
A los 30 años Juana arrancó una carrera de cero. Aun con su padre músico (Horacio Molina, reconocido cantante de tango), no sabía nada del negocio y apenas había tocado en público, nunca había dado un show propio. Además estaba su hipersensibilidad: cuando actuaba –lo contó muchas veces– no sentía que era ella, por eso nunca necesitó que le dijeran cuándo hacía bien o mal un personaje –siempre sabía, porque los miraba de afuera–. En cambio, cuando hace música está en carne viva, y eso –exponer su más honesta intimidad– la hacía sentir tan insegura que, al principio, hizo todo lo que se suponía que había que hacer: trabajó con un productor (Gustavo Santaolalla), grabó con una banda y editó con una multinacional. También puso estribillos a las canciones, ella, que nunca compuso en formato canción –que nunca compuso en ningún formato ni género para no tener que seguir sus reglas y limitarse de antemano–.
Sucedió entonces con Rara (1996), su álbum debut, que a su gusto distaba demasiado del demo, y que, además, estuvo mal comercializado. Nunca una radio argentina pasó una canción de ese disco –muy pop para ser folk y muy folk, quizá, para ser radial, pero nada raro, a decir verdad, un disco hermoso también–. Ni hablar de los shows, que resultaban tortuosos, ya que, curiosamente, el público compraba entradas para un recital y esperaba verla actuar. Unos le gritaban que hiciera la coreana, muchos directamente se iban, y así terminaron: ellos por un lado y Juana por otro, en Los Angeles más precisamente (se había enterado de que allá la pasaban por la radio), donde terminó de grabar el seminal Segundo (2000). Ahí le pone música (electrónica) al Martín Fierro, sostiene una canción de ocho minutos con tarareos y gritos de bichos feos, y otra de casi siete con la historia de un perro triste. “La gente me decía ‘¿estás segura?’ ‘¿Y si lo mezclás de otra manera?’ Tenían miedo por mí. Me vaticinaban un infortunio, me miraban con lástima.”
Varios descubrimientos intervinieron en la creación de Segundo; por empezar, el mundo de la tímbrica: “No es que tuve que sacar un velo: estaba dispuesto por todo lo que había escuchado de chica, pero no sabía que tenía que buscar por ahí”. Hasta su encuentro con el multiinstrumentista Alejandro Franov, Juana desconocía las infinitas posibilidades sonoras que admiten los teclados. Después, satori en Pacheco: hacer música de a uno se puede, grabar y producir en casa también –y por ende, hacer un disco espontáneo, casi de primeras tomas–, incluso vender uno mismo los discos. Así llegó Segundo a Japón, donde –se dice– lo compró la leyenda viva David Byrne (Talking Heads) porque le llamó la atención la tapa (una foto de ella en primerísimo primer plano que sacó su íntimo amigo, el diseñador Alejandro Ros). Y la música también le gustó tanto a David Byrne que la invitó a telonearlo en una gira. Eso allanó el camino del siguiente álbum, el delicadísimo Tres Cosas (2004), elegido entre los diez mejores del año por el The New York Times. Y ese voto de confianza internacional allanó el camino de Juana de vuelta en su país –aunque hoy sus discos se editen antes en el exterior que en Argentina, y ella toque más en el resto del mundo que acá–.
El tercer flechazo: los pedales de loop, que permiten grabar y dejar secuencias sonoras en reproducción como mantras, superponerlas, y cantar y tocar la guitarra encima. Eso terminó de cerrar la fórmula, que “fue apareciendo de a poco, cuando tuve que inventarme la forma de tocar Segundo y Tres Cosas en vivo”. Porque Juana nunca más se subió al escenario con una formación que supere las tres personas: “No soy capaz de dirigir a tanta gente, me sobrepasaría”. Con las looperas puede recrear las canciones en los shows, construirlas parte por parte sin llevar nada pregrabado. “Al tener que hacer todo eso, las canciones empezaron a sonar de otra manera porque las herramientas me sugerían ideas nuevas. Entonces me di cuenta de que estaba aplicando un montón de cosas que iba descubriendo en canciones viejas. Ahí empecé a componer rápido, que fue lo que pasó con Son (2006), que lo hice en un tris porque ya venía con todo un método que me recontracerraba y me daba una especie de motor que no podía parar”.
Y después vino Un Día (2008)
–Sí, con más elementos, más energía, menos estudio, menos control, salió Un Día, que es un disco más crudo, más visceral. Ese también lo hice rápido, pero usando el mismo método. Hasta que dije “basta de ese método, quiero buscar otra cosa; no quiero que haya capas sobre capas o cosas que van in crescendo”. No sabía qué hacer pero sabía qué no quería hacer. Como que descubrí una fórmula que funciona y ya está, esa receta ya la tengo, la torta de dulce de leche ya sé cómo se hace. Quería probar hacer un puchero vegetariano.
En 2011 Juana participó del proyecto Congotronics vs. Rockers, un colectivo de 20 músicos (diez del Congo, diez occidentales) con el que dio una serie de shows en Europa y Asia. La gira especial le gustó tanto como agotada la dejó. De vuelta en Pacheco, se dedicó a hacer lo que le gusta, que puede ser coser, ocuparse de la casa, o simplemente estar ahí. Finalmente presentó al esperado sucesor de Un Día. El plato se llama Wed 21 y el ingrediente principal –o el más sorprendente– es la guitarra eléctrica: “Este disco lo empecé en octubre del año pasado y lo terminé en junio. Pero tuvo mucho tiempo de gestación inerte, sin probar nada, pensando ‘bueno, ahora cuando haga un disco, ¿qué voy a hacer?’ Y lo primero que hice fue comprarme una guitarra eléctrica a ver qué onda. Y es muy divertido, qué lástima que no empecé antes”.
La personalidad del disco está muy marcada por la guitarra eléctrica.
–Es mucho más versátil que la guitarra acústica, con un par de efectos o cosas la transformás. Y te da como un power, te cebás tocando. En este disco todo es más para afuera; no me pasó como en otros que me podía quedar horas colgada del timbre de un gong. No es un viaje tan interno éste.
Es más bailable, sin duda.
–Quizás inconscientemente tendí a eso. Yo disfruto mucho cuando la gente se pone a bailar en los shows, no hay retribución mayor para mí. Ultimamente venía tocando los temas más arriba, y los que no eran tan arriba, se pusieron más arriba en los shows. Por eso esta vez dije que la presentación quería que fuera en un lugar donde la gente estuviera parada. Hacer bailar a la gente es sublime porque yo creo que no hay alegría más grande que la del baile.
“Eras todo, nada me hará feliz. Verás, poco sabrás, soy buena actriz.” La primera línea es la única parte melancólica del disco, que tiene sus momentos lentos, pero en general es más festivo que los anteriores. Un poco por eso a último momento se arrepintió de llamarlo así, “Eras”, como esa canción, la elegida como corte difusión. Aunque la música es tan hipnótica, y la aparición de la guitarra eléctrica tan notable, que es poco probable que alguien le siga el hilo a la letra. Y de hecho puede que ni ella sepa lo que dijo cuando la grabó (“Hablo sola, pienso si desvarío”, dice más adelante). Una vez Leda Valladares le dijo: “Vos decís para cantar”, a diferencia de ella –la compositora y poeta tucumana–, que cantaba para decir. Juana la cita cada vez que surge el tema, porque es cierto, la letra es siempre lo último que le sale, y la pone sólo para que la voz salga a jugar con la coreografía sonora que creó antes. Pero no por eso va a hablar estupideces, antes, balbuceos, frases sin sentido, el poema de otro, un sueño, lo primero que salga, lo que dicte la música, es lo que queda, “porque las letras aparecen así y después es imposible de cambiar”.
En Wed 21 hay bastante de todo eso y también temas que se repiten, como el del (ruido del) progreso, que ya había discutido en “Sálvese quien pueda” (Tres Cosas); acá lo hace en “Ferocísimo”: “El ruido de los autos y máquinas. Hay ruido de obras, camiones y, además, allá, el rugido de una sierra se oyó y cortó todos los pinos, y cuando al fin paró, una radio se prendió y siguió habiendo ruido”. El de la autocrítica: “Un día voy a ser otra distinta, voy a hacer cosas que no hice jamás. No va a importarme lo que otros me digan, ni va a importarme si resultará”, decía en “Un Día”; ahora, en la estupenda “Sin guía no”, le canta a la inmovilidad: “Siempre me digo: voy a irme de casa y no puedo. Siempre la idea de ir al campo, el oeste y un tero, pero va pasando el tiempo y no me muevo. Sigo atormentada por el yerro, erro. Sé que el día que decida partir seré libre, pero unas patas como anclas (garras) que son invisibles, agarradas con tornillos firmes, son las que hacen que no pueda irme”. Y como siempre aparecen líneas de gran lucidez, como en la diáfana “Las edades”: “Lo que no consideramos es que uno crece y las edades quedan. Los dieciséis, los demás, son las edades que la gente cuenta. Con las edades contás para entender todas las edades. Quince, veinte, treinta y seis, están en mí todas las edades”.
Vos tenés algo muy joven. Y gran parte de tu público directamente lo es.
–Yo cuando entro a un grupo de jóvenes, que todos me ven como una vieja de mierda, no entiendo por qué de golpe siento un rechazo... Después me acuerdo cuando yo era joven y venía una mina o un tipo grande y era medio “salí de acá”. Es terrible porque yo soy tan joven como vieja. Pero en general hay un rechazo a la vejez natural, porque una cosa es “respetar al mayor” y otra sentir que es un copado. Y en este mundo de la música, que es cada vez más joven, es un poco difícil ser grande.
¿Wed 21 es miércoles 21?
–No, pero todos los nombres que se me ocurrían me parecían un bajón. Hasta que mi hija me dijo “ponele el nombre de una canción que te guste, ponele ‘Wed 21’”. Y me gustaba que no quisiera decir nada, que fuera como una nomenclatura, aunque en inglés fuera como martes 5. Además esa canción marcó el cambio que yo quería en el disco, y fue una de las primeras que hice. Mientras la hacía decía “bien, por acá, vengan, vengan que es por acá”. Por eso también me decidí.
El disco, que ya acumuló reseñas ruborizantemente elogiosas, son once canciones, y en poco tiempo, el más corto hasta ahora. Es también el más “puertas adentro” y nocturno. Esta vez no se escuchan pájaros ni calma bucólica, y hay menos sutilezas tímbricas, aunque no faltan (oír al final de “El Oso de la Guarda”), y tampoco pasajes muy serenos como en todos los otros. Después, son canciones que mutan (“Lo Decidí Yo”, “Ay No Se Ofendan”), alegres y desquiciadas (“Wed 21”, “La Rata”, “Final Feliz”), que revelan nuevos detalles con cada escucha. En general, hay menos espacios libres que en los discos anteriores, y mucha más atención a lo rítmico. Sigue siendo un trabajo de escultura, de colores que se suman al lienzo, pero esta vez es como si esas pinceladas se expandieran como una mancha de aceite a lo largo de la canción: los ecos y efectos de reverberación crean una atmósfera envolvente y acogedora. Y eso no es novedad en la música de Juana, pero sí en discos como Segundo o Son; el mundo construido era una especie de sueño campestre, diurno y delicado, Wed 21 es una fiesta íntima que arrancó en el living y terminó en el medio del monte.
Hay otra novedad en el estudio además de la guitarra eléctrica: en el lugar de su compañero de ensayos, la persona que la acompañará en los shows, no hay bajo sino otro teclado. Es que Mariano Domínguez, su “dupla perfecta”, a quien conoció antes de grabar Rara, se fue con un “monstruo del rock”, y en el afán por reemplazarlo, Juana se dio cuenta de que cometía un error: “No se trata de reemplazar a alguien sino de hacer que las cosas funcionen. Encontré a otra persona, otra personalidad, otros instrumentos, todo distinto”. Así, Odín Schwartz –especialidad: guitarra– la secundará en las teclas, porque aparentemente Wed 21 es mucho más difícil de tocar que los anteriores: “Fueron semanas de armar la logística de los ensayos. No es que podés dedicarte a tocar la guitarra y entregarte a su son; hay todo un trabajo de ensamblaje antes, son demasiados tracks para resolver entre tan pocas personas. Así que es, ‘bueno, anotá: bajo el pedal acá, subo el coso y te habilito a vos cuando digo...’. Se hace agotador cambiar tantas cosas y acordarte. Recién cuando hacemos todo eso sin pensar el show fluye...”
Mariano, flamante bajista de Andrés Calamaro, la tranquiliza por teléfono y le recuerda lo complicado que fue también sacar Un Día. Después, en conversación con Radar, dijo: “Disfruto muchísimo tocando con Juana y aprendo un montón. Es una artista que encontró su lenguaje, su música, y la hace sin ningún prejuicio ni idea acerca de los parámetros del mercado ni nada que se le parezca. Totalmente libre de esas influencias, de si el tema puede ser radial o si le va a gustar al público. Simplemente tiene que sentirse satisfecha y feliz con el resultado, y ésa es una de las cosas que más admiro de ella”.
Juana está contenta con Wed 21, “aunque todavía lo estoy observando, y me sorprende más la opinión de los demás porque no usé la fórmula habitual. Quizá por el temor al cambio y el rechazo de los demás por ese cambio. Pero no me importa porque yo quería cambiar”. El té se enfrió y Piluso, Nietzsche y los demás reclaman su cena. Otro día en la vida de Juana Molina, que cierra el candado y cruza el jardín de vuelta, caminando lento, hundiendo las viejas guillerminas en el pasto verde oscuro.
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