Los periodistas solemos viajar por cuestiones de nuestro oficio. Aquellos que nos dedicamos a la música, vamos a conciertos, a escuchas anticipadas de discos, a giras o a hacer reportajes a locaciones alejadas de nuestro hogar y debemos requerir los servicios de los hoteles. Está claro que viajamos nosotros, porque tenemos que ir al encuentro de las estrellas, y salvo una gira promocional, es difícil que suceda a la inversa. Duchos en hoteles, los periodistas tenemos una recomendación: no pedir nada para comer en el cuarto, o sea, room service. Te lo dicen solapadamente tus eventuales anfitriones: “Los extras corren por cuenta de cada uno”. Y los extras es un eufemismo por el room service, un servicio carísimo que te trae lo que quieras a los pies de tu cama. Pero eso es exclusivo de las estrellas. Los periodistas preferimos despertar a la hora del desayuno para aprovechar el que el hotel te da gratis, y almorzar afuera. Las estrellas pueden darse el lujo de no salir del hotel gracias a ese servicio en el cuarto, que ha sido su salvación en muchísimas oportunidades. De manera que eso fue lo que me inspiró a la hora del título.
Como explico en el libro, Room Service nace cuando comienzo a escribir el libro de Charly García. Buscando un modelo para entender su errático comportamiento, busco y compro libros de otras estrellas de rock, favorecido por los viajes de trabajo y el tipo de cambio. Nunca encuentro el modelo de libro que me lleve a poder hacer el de García (uno descubre tarde que cada libro es su propio modelo), pero sí encuentro un sinfín de historias alucinantes, graciosas, patéticas, paradójicas, esclarecedoras. De manera que Room Service comienza siendo un manual para estrellas de rock, consignando las enseñanzas de los mejores destructores de hoteles que encontré mientras buscaba el mejor ángulo para entrarle a la vida de uno de los más excelsos perpetradores de ese arte, como lo es Charly, que alguna vez me dijo: “Vos sabés de mi capacidad para convertir una habitación de hotel en una tienda de gitanos en dos minutos”. Su testimonio para este libro fue una de las mejores entrevistas que le hice.
Cuando arranqué con el diseño de Room Service hice una lista de las anécdotas más graciosas, y me puse a investigarlas como si fuera un juego mutante; mezcla de Chiche Gelblung con Sherlock Holmes en ácido. Y ahí apareció la llave para ir destrabando este libro lleno de cerraduras. Cada vez que se resolvía un pequeño misterio, aparecía una incongruencia y dos o más personas que daban una interpretación diferente de los hechos. A veces era algo trivial, como si los padres de Freddie Mercury sabían que era homosexual o no. En otras situaciones, se discutía si un hecho había sido un accidente o un asesinato, tal el caso de la muerte de Brian Jones. Y con cada intersticio que se abría al contrastar fríamente diferentes narraciones de un mismo hecho, se liberaban varias preguntas. La respuesta a cada una de ellas era una pequeña historia en sí misma y dejaba lugar a especulaciones.
Lo que generaba otro problema: ¿cuál es la fuente aceptable? Internet es un territorio plagado de versiones tremendistas de los grandes episodios rockeros. Muchas veces es fácil darse cuenta de que un texto es “copy/paste”, y se lo descartaba de inmediato. Otras veces, sites estéticamente serios, redactados con rigor periodístico, ofrecían versiones que eran un verdadero delirio. Decidí confirmar en los viejos y nunca bien ponderados libros. Y sólo en caso de duda, acudir a Internet para ver si algún elemento destrababa tal o cual hipótesis. El cruce fue permanente, pero ningún misterio se resuelve solo o con una fuente única.
Room Service fue la excusa ideal que me permitió durante quince años, desde que escribí los primeros capítulos, en 1998, sumergirme en una lectura desordenada de cientos de libros sobre rock. Algunos eran biografías, otros libros versaban sobre características particulares (rock y religión, por ejemplo) y varios fueron compilaciones de artículos legendarios (The Penguin Book of Rock and Roll Writing), que abordaban determinados períodos de los protagonistas, generalmente escritos en el fragor de la batalla. Me emocionó particularmente el artículo que escribió el desaparecido Ian Mac Donald sobre Nick Drake, que permitió después su revalorización; su pluma destilaba la sensibilidad de aquellos que escriben sobre el fuego, sentados demasiado cerca de las llamas. Ian McDonald se suicidó en agosto de 2003, a raíz de una aguda depresión, muy parecida a la que sufrió Nick Drake. Con respecto a él se preguntó: “¿Puede ser que la visión materialista del mundo, en la que intrínsecamente todo carece de significado, esté matando lentamente nuestras almas?”. Nick Drake murió de pena. O es lo que alcancé a entender después de escuchar sus discos y leer todo el material disponible sobre él durante un mes. De acuerdo con McDonald, Drake podía ser salvado: su desorden era estacional, y por eso mejoró durante unas vacaciones en Portugal. Esa relación me reveló cómo las estrellas funcionan en modo especular y lennoniano: ¿no son un poco como vos y como yo?
Daniel Melero fue un gran esclarecedor, al tener la genialidad de observar el fenómeno estelar desde el punto de vista astronómico. Miles Copeland, en cambio, delimitó la responsabilidad del manager y se hizo cargo de su profesión cuando afirma que los inteligentes son los que respetan los planes de trabajo por ellos diseñados. Tal vez sea por eso que todos los otros son mucho más interesantes. Pero a no confundirse: el rockero descontrolado suele ser una fachada para tapar patologías de base, que se manifiestan de un modo pseudoartístico. En Room Service, requerí apoyo científico para poder entender cómo algunas enfermedades, no siempre mentales, podían explicar algunas aristas del fenómeno de la estrella de rock. Un gran médico me mostró unas fotografías de Keith Richards y me explicó por qué el gran peligro para el stone reside ya no en su consumo tóxico sino en su tabaquismo indoblegable. Con otro hablé de las sorprendentes defensas que un hígado puede procurarse, pero al mismo tiempo de la inutilidad de defenderlo de un ataque imparable, a menudo perpetrado por la propia estrella. Un tercero me explicó la diferencia entre los antiguos métodos para tratar la depresión, los primeros antidepresivos en el mercado, y el funcionamiento con las terapias actuales. Con eso comprendí que algunos músicos se hubieran beneficiado con muchísimos descubrimientos recientes en el área de la psiquiatría.
Con Room Service quise consagrar los mitos y dotarlos de toda su liturgia, pero investigar ese escenario también con la radiante luz del día y con la ayuda de la ciencia. Aunque hay fenómenos como el de Keith Richards, que desafían toda sapiencia médica, y otros, como el de Syd Barrett, que encuentran una explicación clara a través de la medicina. “En caso de duda entre la leyenda y los hechos, publique la leyenda”, consigna un viejo adagio periodístico. Mi propósito fue aunar ambos en un solo relato, que a veces suele ramificarse, porque la verdad nunca es una sola ni aparece en línea recta. “Que nada se interponga entre usted y una buena historia”, exhorta otro refrán de la prensa. En este caso, no hizo falta tenerlo en mente: cada vez que me acercaba un poco más a la verdad de una estrella de rock, a través de un dato duro y chequeado, la realidad se ponía cada vez más alucinante.
Es increíble lo que le puede suceder a un pobre cantante de rock and roll que de pronto consigue todo lo que siempre quiso. Como Mick Jagger sabiamente dijo, a veces es mejor no tener todo lo que querés, pero esforzarse y obtener simplemente lo que necesitás.
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