“Para mí es un camino que se va ramificando”, dice Lola Goldstein sobre su trabajo y uno puede imaginarla, entonces, en algo así como un bosque mental, por donde ella pasea y se distrae con una montaña de troncos o persiguiendo a una mariposa que se va muy alto. Lola es dibujante y por esa senda –que la llevó a estudiar diez años diseño para no ejercer jamás– llegó a la ilustración. Aunque ella no se considera ilustradora para nada, acaba de salir Los hombres de nieve, su segundo libro como dibujante de cuentos infantiles, luego de La verdadera historia de las hadas, ambos de Planta Editora. Este último es además una historia suya que dormía en un placard hacía diez años. El libro forma parte de la colección para niños pequeños –“Aprendo a leer”– y hay algo en la ecuación poco texto-mucho dibujo, en las formas redondeadas, con gran presencia de la naturaleza, donde pueden convivir un oso, un bebé y un hombre de nieve en una cueva comiendo bombones, que es parte del universo pictórico de Lola Goldstein desde siempre. Tanto en estos dibujos, como en las acuarelas abstractas que forman el núcleo principal de su obra, como en sus trabajos en cerámica. Tres caminos que se bifurcan, pero que tienen un tronco –o una semilla o tal vez una liana– en común.
Porque más allá de que en este caso sí se trate de un cuento destinado al público infantil, la obra de Lola Goldstein tiene algo que parece en sintonía con esa no-lógica, esa belleza inocente y disparatada de los niños que aún no leen. Lola es también una exquisita ceramista de objetos utilitarios y no utilitarios que se han vendido del Malba al Moma. Teteras gato, veladores pájaros, bowls con extraños dibujitos que emergen del fondo, frascos levemente antropomórficos que hay que descabezar para poner algún contenido adentro. Estas piezas son exclusivas en el sentido de que son producidas en pequeñísima escala, porque no se trata de una empresa ni una pyme: Goldstein las construye en su totalidad, en su taller en el patio de su casa de Burzaco, con una parsimonia y un detallismo que no entienden nada del mercado. Las piezas utilitarias se mezclan con otras que no tienen función y son como esculturas en miniatura, con formas netas y redondeadas, que traen algo niño y también algo nipón (que recuerda, quizás, los dibujos de Yoshitomo Nara, aunque los de Lola sean aún más leves y translúcidos). Ella dice que lo que más le divierte de hacer sus utilitarios es imaginarlos luego en una cocina, como infiltrados. Una taza que guiña un ojo sobre un estante metálico. Un oso con bufanda al lado del pimentón. Algo que desentona, un objeto que hace un chistonto en el interior de un hogar.
El mundo que proponen estos objetos se continúa en sus dibujos como ilustradora. Pero como no hay una idea de camino recto, sino más bien senderos que se bifurcan y una cosa lleva a la otra, la génesis de su libro Los hombres de nieve no podía ser de otro modo. La historia comienza muchos años atrás: “Yo estudiaba con Elenio Pico, que daba clases de ilustración en un sentido amplio, trabajábamos todos en su taller, estábamos Julián Gatto, Cristian Turdera y muchos más. Cada uno hacía lo que quería. Yo practicaba ideas, las desarrollaba, hacía como pequeños story boards. Y en ese momento me enteré de un concurso que se llamaba La orilla del viento. Lo armé todo en esa época y lo mandé. No gané pero me quedó el trabajo terminado. Es el único libro que hice todo sola. Los dibujos habían quedado guardados dentro de una caja con un montón de otras ideas para cuentos. Cuando Luciana Delfabro empezó con la editorial Planta, lo vio, así medio desempolvando cosas y me dijo que quería publicarlo. Y ahí empezamos a pensar seriamente y a trabajar sobre el texto y sobre el diseño general. Pero ya estaba casi todo. Es gracioso, porque después de todo ese proceso que duró tantos años, hasta ahora, el libro sale cuando Rosa, mi hija, tiene cuatro años, que es justo la edad de leerlo. Es casi como si lo hubiera planeado”. La verdadera historia de las hadas, su anterior libro como ilustradora, también está dedicado a su hija. Y ahí la historia es aun más familiar. Ese volumen sí tiene un texto para leer, una historia maravillosa de Laura Palacios que es, además de una reconocida escritora de cuentos infantiles, la madre de Lola. Y la abuela de Rosa. De hecho hay una rosa muy grande en la tapa, sólo que tiene un pájaro que se asoma en la base, una escalera finita en la coronilla y está rodeada de hadas, estrellas y hongos.
En último lugar, lo que debería haber aparecido primero. Lola Goldstein, además de todo lo anteriormente mencionado, viene desarrollando desde hace años una obra pictórica, dibujos hechos con pasteles, donde emerge la parte más extraña de su obra. Sus dibujos fueron mostrados en el Macro de Rosario, en Ruth Benzacar, en Hanna (Japón), entre muchos otros espacios. Piezas que abandonan el figurativismo que domina los otros lenguajes, para introducirse en el misterio de las formas, los colores y las sombras. Dibujos con un pasado constructivista, pero donde en vez de líneas y ángulos tenemos ondas, círculos, formas que ni siquiera responden a una geometría convencional. Ella dice: “Los dibujos con pastel son lo más diferente a todo. Es otra parte de la cabeza. Las cerámicas, las ilustraciones, me divierten. El procedimiento en los dibujos es más experimentación, meterme con cada uno en especial, que tiene sus leyes y las voy comprendiendo de a poco. En los utilitarios domino el resultado final. En éstos empiezo a trabajar y como no boceto, no sé en qué va a terminar. Pero la verdad es que tampoco haría sólo los dibujos. No lo haría porque no podría, sería como tener un trabajo, es decir, hacer carrera de artista, prefiero ir cambiando.”
En sus pasteles lo que vemos es un paisaje imaginario, como si todas sus formas madres –las ondas, las curvas, que componen un paisaje natural o fantástico– perdieran su voluntad de comunicar, se quedaran sólo pensando. “Podría ser poesía o música, pero es dibujo porque es lo que tenía a mano”, dice, explicando ese ánimo intenso y un poco inexplicable, que es el que la lleva a ponerse a pintar. Un ánimo que se duplica en las sensaciones que provoca mirar su obra, como perderse en un bosque donde a veces el sol entibia y otras quedamos atrapados en la oscura humedad de las hojas. Y, como el camino de Lola Goldstein, podemos disfrutar de ese deambular indefinido y natural, en formas impredecibles.
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