Psycho tiene, entre otros, el dudoso mérito de haber convertido en uno de los lugares de mayor resguardo e intimidad, la ducha, en –como corresponde a los caprichos de nuestro inconsciente– el de mayor vulnerabilidad. Después de Psycho, cada vez que en una película vemos a un personaje duchándose, nos crispamos en espera del latigazo de la cortina corrida, el grito y el cuchillo. Y en la vida real ducharse ha pasado a ser algo levemente inquietante, nunca exento de peligros siniestros (no el de resbalarse, que es apenas uno de esos deleznables riesgos físicos, como el de nadar después de comer, que nuestros padres inventan). Así también –no sólo mediante la ideología– coloniza el cine nuestro inconsciente.
La de Psycho es la sorpresa mayor y mejor preparada en la historia del cine. Porque cuando todos (especialmente, pero no exclusivamente, los miembros masculinos de la platea) tienen sus cinco sentidos e ingenios tensados al máximo para ver si se le “ve algo” a la estrella (el truco no hubiera funcionado tan bien en el cine posterior, en el cual ponerla en bolas se hizo costumbre, si no obligación), de la nada entra una desgarbada vieja borrosa y la achura. Hitchcock pensaba la película como Poe pensaba el cuento: desde las reacciones del espectador, y nos conoce como si nos hubiera parido: por algo decía que podía tocarnos como a un piano.
Toma, por ejemplo, la frase que todos nos decimos, y que a todos nos han dicho, cuando el héroe peligra: “No se va a morir ahora, es la estrella”, y nos contesta: “¿Ah, sí? Miren”. Jamás, en el cine al menos, habrá, ni podrá haber (porque él ya lo hizo) un retruque más contundente y más fino. Psycho, como saben, cuenta la historia de Marion, una chica que, tentada por una ocasión inesperada, roba el dinero de su jefe y huye para encontrarse con su amante en una ciudad vecina; conoce en un motel, en el que debe guarecerse por la lluvia, a un joven tímido y sensible, parece decidida a regresar, devolver el dinero y enmendar su vida... y de golpe está muerta en la bañera, su ojo redondo de incredulidad apenas menos abierto que los nuestros. ¿Cómo? ¿Esta no era una película sobre los dilemas morales y amorosos de la joven? Ehh..., se complicó. ¿Y ahora cómo devuelve el dinero?, trata de engranar nuestra mente atontada, como si quisiera resolver ecuaciones de segundo grado después de una piña de Tyson; para darnos tiempo, Hitchcock nos muestra en tiempo real (o casi) al joven Norman Bates ocultando las huellas del crimen, haciendo la limpieza concienzudamente, como corresponde a quien repite tareas similares todos los días. Hitchcock nos toca como un piano, y de la misma manera nos cuida. Sabe que quedamos tontitos, y que necesitamos tiempo para volver a la película.
Lo mismo se aplica al tema sangre. Los tempranos ’60 pertenecían todavía a esa época arcádica en la cual los baleados se llevaban una mano al agujero para taparlo y morir sin ofendernos (hoy en día sólo les creemos si empapelan las paredes con sus sesos). Hitchcock sabía que si su bañera se llenaba de sangre roja, la misma sangre roja que enloqueció a los Macbeth, el asco o la impresión de los espectadores podía desviar su sensibilidad de lo que está teniendo lugar en primer término: una reflexión filosófica, realizada por medios puramente cinematográficos, sobre el poder de la muerte para cortar cualquier lógica, cualquier plan, cualquier hilo. Por eso filmó la película entera en blanco y negro. Sólo por eso. Para no empañar la pureza de uno de sus momentos.
Y una más: cuando en las escuelas de guión se enseña a pensar la identificación del espectador con el personaje, suele explicársela, conscientemente o no, en términos de identificación moral: me identifico con los buenos y me aparto de los malos (no por casualidad estas fórmulas fueron inventadas por los puritanísimos estadounidenses). Hitchcock, inglés y católico al fin, prueba que la identificación es, ante todo, física y emotiva: cuando Norman ha echado al pantano el auto de Marion (con dinero y cadáver incluido), y de golpe éste deja de hundirse, y el techo queda al descubierto, ¿quién, de los millones de espectadores que han visto la película, exclamó para sus adentros “¡Qué bueno! Ahora van a descubrir el crimen, y recuperar al dinero, y castigar a la mamá asesina!”. Hitchcock siempre sabía qué tecla tocaba: en este caso, la que nos llevaba a rogar, casi: “¡Hundite, hundite!”.
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