En mayo de 1960, Antonioni fue abucheado en masa por parte de uno de los públicos presuntamente más exigentes del mundo: el del Festival de Cannes. Luego la película se llevó el Premio del Jurado, pero el mundo del cine salió de la experiencia dividido. Para muchos L’avventura consiguió –según lo expresó recientemente un crítico inglés– subvertir “sistemáticamente los códigos, las prácticas y las estructuras fílmicas corrientes en su época”; había inventado un lenguaje nuevo, inauguraba una vertiente de la modernidad cinematográfica. Para otros, si algo inventó Antonioni con esta película es el aburrimiento.
Lo cual no es necesariamente un comentario en contra: no es que antes de La aventura no hubiera películas aburridas, sino que Antonioni fue uno de los primeros en proponer el aburrimiento como programa estético y narrativo. Su argumento es mínimo: durante una jornada de ocio en una isla siciliana con su novio y unos amigos, una chica desaparece sin dejar rastros. Durante un tiempo, una amiga y el novio de la desaparecida intentan averiguar qué fue de ella, pero pronto parecen olvidarla sin más. La intriga inicial no sólo no se resuelve, sino que para el final ya ni siquiera importa. Lo cual irritó a sus detractores, no sólo por la renuencia de la película a resolver el misterio planteado, sino por los tiempos largos en los que sus personajes y situaciones parecieron dirigirse a la nada.
Las críticas a ese cine en el que “parece no pasar nada” se prolongan hasta el día de hoy y se le han asignado, con mayor o menor justicia, tanto a las películas de Kiarostami como al nuevo cine argentino. Pero, se sabe, la nada es un problema filosófico, y la nada en La aventura es o puede ser un vacío existencial. En una entrevista del ’69, Antonioni ensayaría una respuesta acerca del origen de esa angustia: “Estamos atados a una cultura que no ha avanzado tanto como la ciencia. El hombre de ciencia ya ha llegado a la Luna, mientras que acá abajo estamos viviendo con los mismos conceptos morales de Homero. De ahí esta molestia, este desequilibrio que vuelve a la gente más débil, ansiosa y aprehensiva, que les hace tan difícil adaptarse a los mecanismos de la vida moderna”. También dijo: “No pretendo ni podría ofrecer una solución. No soy un moralista”.
Son definiciones que sonarán un poco pretenciosas, pero lo cierto es que toman un contorno muy preciso en la película: sus protagonistas pertenecen a una clase social acomodada y ociosa, que no saben qué hacer de sus vidas. El crítico Roger Ebert la ve como “el reverso de La Dolce Vita de Fellini: ambas italianas, mostraban a sus personajes en la vana búsqueda de un placer sensual, y terminaban al amanecer con un vacío y malestar espiritual”. Para Ebert, L’avventura estaba en sintonía con “la época en que los beatniks cultivaban el distanciamiento, y el jazz moderno mantenía una distancia irónica respecto de la melodía: estaba de moda ser cool”. Para sus admiradores, la ausencia de resolución era uno de sus hallazgos justamente porque llevaba el misterio planteado al extremo; para otros no era más que la traición de una promesa como la que hacían films como Psicosis, con la cual comparte más de un elemento: al principio, ambas ofrecen a su pareja de protagonistas algo más inquietante que una chica muerta: una chica desaparecida.
La polémica ayudó a L’avventura a convertirse en un éxito comercial a nivel internacional. Y este suceso hizo de su protagonista una estrella, aportando una sofisticada bomba sexual europea –junto con Anna Karina y Jeanne Moreau– a la década que recién empezaba. Así que La aventura probablemente inventó muchas cosas, pero, por encima de todo, inventó a Monica Vitti, deslumbrante, excitantemente fría, inalcanzable.
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