Hay algo evidente. Messi no es Gardel, ni el Che, ni Evita. Ni Gatica. Y si bien se discute quién es el mejor, también es seguro: Messi no es Maradona.
Messi rompió la cadena mítica canónica de los argentinos. Tierra, hay que decirlo, abundante en héroes truncados por el destino, la funesta parca, el malogro en alguna de sus formas y el exilio; gran parte de los mitos argentinos se construyeron afuera del país. Y tampoco parece ser uno de sus ídolos arquetípicos que sintonizan sin más con el pueblo, a pesar de abonar uno de los suelos favoritos de la idolatría nacional: el fútbol.
Nos preguntamos qué es Messi. ¿Qué es? ¿Hacia dónde va? ¿De dónde viene? ¿Qué forma heroica de la argentinidad encarna? Siempre el héroe mítico necesita de una distancia que le otorga el aura de no ser uno más, de ser el elegido; una distancia con su pueblo, con sus masas, y sin embargo esa distancia inherente al mito, en el caso de Messi, está como filtrada por una pantalla que reflejara otra pantalla en cuyo fondo hay otra pantalla. Encierra algo de la irrealidad del astronauta, esos héroes del espacio que sólo se nos manifiestan de forma remota y se evaporan con el tiempo, y por eso los chicos antes los idolatraban y querían ser astronautas: representaban el ideal infantil de vivir en otro mundo, en el mundo remoto e ingrávido del mito.
¿Esa distancia finalmente lo acercará a su pueblo o lo alejará definitivamente? Y en todo caso, ¿cuál es su pueblo? ¿O Messi finalmente será el mito de la aldea global, no soy de aquí ni soy de allá, el mito de todas y ninguna parte?
Coartada para el debate: todo puede ser atribuido al tiempo que vivimos, el nuevo siglo, el radical corte en las formas de percepción que ha establecido un mundo visto desde pantallas y manejado por controles remotos, camaritas y tabletitas. Ni siquiera es la sociedad del espectáculo de los años ’90 y su videopolítica, sus videoguerras y sus videojuegos, su pornografía cromada o su erótica de voces en el teléfono para conjurar el sida. Es más: es la ilusión igualitaria de las “redes sociales”; es la posibilidad de que un jugador cambie de camiseta tres o cuatro veces en una temporada como Superman se cambiaba en la cabina de teléfono. Es el tiempo de adherir a revoluciones sin hacer el foco o enviar pésames y condolencias en 140 caracteres a gente que jamás conocimos. Es la hora de disecar una jugada tantas veces con supercámaras que ya no hay posibilidad de saber qué pasó: de frente fue foul, del costado izquierdo ni lo rozó, de la derecha fue con la mano, de arriba fue piquete de ojos y de abajo apretón de huevos. Si los mitos invisibles del fútbol argentino anterior a Maradona carecen de imágenes que les den visibilidad para las nuevas generaciones, hoy asistimos a un exceso ocular. Así no hay verdad que aguante, ni mito que se resista.
Pero hay algo o mucho de verdad en la coartada del tiempo que vivimos. Messi, como todos, vive en el tiempo que le ha tocado y habla el lenguaje de quienes lo rodean, que no es otro que el de la horrible diplomacia de la corporación futbolera, que nunca dice nada salvo bajo la forma del exabrupto del cual después se disculpan (que no tengo nada contra los árabes, ¿eh?), o equivocan mucho el rumbo, como Tevez, y en vez de ser “incorrectos” se empiezan a volver desagradables. Messi es correcto y baja la cabeza, y es el mejor jugador del mundo, sin dudas, porque sólo el mejor puede recibir el Botín de Oro tres veces seguidas y, si no les agarra un ataque de mala conciencia, debería ganarlo al menos tres veces más. Es como si todos los años el Nobel lo ganase el mismo escritor, Borges, por ejemplo, que así debería ser.
Messi agradece y todos nos damos cuenta de que es genuinamente agradecido a la vida. Todos lo quieren y lo cuidan. Aparentemente no busca estrellarse contra las luces del rock y las drogas (¡qué antigüedad!). Luce un poco frágil emocionalmente, pero puede jugar en equipo, es generoso y sabe de táctica y técnica. Messi juega en el mejor equipo del mundo (tendrán la crisis y los indignados y el paro, pero los euros se van en jugadores, olé) y nadie que esté en su sano juicio puede negar que es el mejor equipo del mundo.
Gardel no era correcto y su vida era ambigua, pero cada día cantaba mejor. No cantó mejor desde el primer día. Evita hizo lo que hizo en un suspiro, y fue el mito de doble faz: querida y odiada, pero a salvo de la medianía. El Che no se podía quedar quieto y Maradona todavía no se puede quedar quieto. Gatica fue el más desamparado a mi gusto, el más necesitado, el más enamorado de la desesperación y la rabia que –él lo sabía– latía en el corazón de Evita.
Podría decirse que Messi es entonces el ídolo modelo siglo veintiuno, que no necesita derrapar ni apelar al pasado o al futuro en el que será mitificado. Messi es el presente. Está pasando ahora y punto. Claro que hay un costado argentino que le falta, fatalmente le falta, y eso es irrecuperable. Para bien o para mal le falta picaresca afuera de la cancha, le faltan esos toques de chantada argentina, de soberbia y orgullo argentinos, de talento ingobernable. Es probable que no haya un solo mito argentino que no sea o haya sido, en un momento, irritante, sanguíneo y que haya secado la paciencia de quienes lo rodeaban. Pero es que así funciona la cosa. No funciona con personas correctas, con estadistas que dialogan y buscan consensos y que les caen bien a las damas de caridad. Todavía resuena vergonzosa la campaña mediática que le hicieron a Maradona antes del Mundial, deseando fervientemente que no clasificara para volver a verlo hundido en el fango. A Messi, ojo, también lo están esperando porque están en busca del mito blanco, del mito limpio. El mito no mito. Y guay de que se ensucie. Argentina es un país inapelable con sus mitos, quizá porque tiene los mejores mitos del mundo.
Entonces, ¿por qué no Messi? Sí y no. Su talento está absolutamente controlado, es absolutamente productivo. Es creativo. Está en lo suyo. Nadie espera la frase genial sino la jugada perfecta. Messi encarna algo que quizá lo aleje del mito, pero lo acerque a la utopía: ser los mejores jugadores del mundo en el mejor equipo del mundo por siempre jamás. Ser, simplemente, el mejor. Una utopía que aspira a la perfección del cristal y los diamantes. Ser una joya, fútbol en su estado puro, fútbol destilado. Y eso ya lo está siendo, ya lo está consiguiendo. El problema es que a los argentinos se nos está escurriendo entre los dedos, no sabemos dónde ponerlo porque resulta que no estamos acostumbrados a esta clase de héroes utópicos. Queremos el mito, queremos la redención, condenados como estamos a las tradiciones de la pasión, la carne, el barro, el desacato y el desorden.
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