De todos los apodos que le habÃan llovido, el de "cucha e` perro", habÃa sido el más permeable. Asà se lo conocÃa a este viejo sin nombre, que pisaba la plaza Alberdi todos los dÃas, callado como la suerte. Su ropa sucia, gastada y arrugada, fue quizás lo que inspiró a quien lo bautizó. Inspiraba miedo y resultaba evidente el gusto que eso le ocasionaba. En ocasiones sobre actuaba sus movimientos rápidos, volvÃa sobre sus pasos y se quedaba mirando fijo hacia la nada como una estatua. Su pelo y barba blanca, sedosos y limpios contradecÃan su aspecto desprolijo. Observador empedernido, su mirada filosa ponÃa nervioso a muchos vecinos. Acostumbraba a hacer sus necesidades en la vÃa pública. Sus lugares preferidos eran la puerta del banco, el frente del geriátrico, vidrieras de algunos comercios, cajeros automáticos y algunos autos. Nunca se habÃa animado a mojarme mi carrito pororero, si bien merodeaba mi lugar de trabajo mirándome fijo y silbando bajito, jamás me habÃa faltado el respeto como lo hizo aquella tarde.
Creo que las dos gotas de orina que salpicaron la punta de mi zapato fueron la excusa necesaria para desatar mi ira, mi impotencia ante los dos meses sin verla ni escuchar su voz. Lo tomé fuertemente de las solapas gastadas de su saco, lo arrastré hasta dar su espalda contra las rejas que circundan la calesita y cuando me apresté a pegarle, me dijo con voz serena, "no se gaste, que ya estamos muy golpeados, nadie puede matar a un muerto". Lo solté de inmediato y le pedà explicaciones. Me dijo que no podÃa evitarlo, que era más fuerte que él. Que era una manifestación de su cuerpo en defensa contra la agresión constante de la hipocresÃa social.
Me recordó que en la tarde anterior la señora de Aguirre, esclava del esclavo de la EPE por más de treinta años, me habÃa saludado con un "qué tiempo este, parece que va a llover de nuevo!", a lo cual este humilde vendedor de maÃz pisingallo, portador de un amor imposible atravesado en su mirada le respondió "qué tiempo loco éste, verdad?". Citó como causa de su accionar el diálogo entre dos personas que tanto tenÃan para decirse y preferÃan hablar de lo obvio. Mi silencio lo tomó como aceptación y aprovechó para iniciar su monólogo. "Mis desechos son agua de rosas comparado con el gas venenoso de sus almas en descomposición. Acaso no ve usted que los niños juntos con los enamorados y los idealistas no tocan el piso cuando caminan? Que a los dibujos animados les puede pasar un tren por encima, o explotarle un arsenal marca ACME en la cara al Coyote que nunca van a morir, porque son como los sueños, sólo mueren si se los abandonan. Que los que se olvidaron de esta verdad se arrastran por la plaza abatidos por el peso de su mochila llena de culpas?".
Su voz potente empezó a llamar la atención de algunos transeúntes, me excusé diciendo que debÃa ir a comprar azúcar para mi negocio, pero pareció no escucharme. "O me va a decir que no escucha el ruido a cadenas de los matrimonios que tratan de quemar la tarde del domingo? No alcanza a ver los ojos de vidrio de los ocupantes de los autos que vuelven de dar la vuelta al perro? Y qué me dice de los que miran el rÃo como si fuera una avenida más, vacÃos de lunas y de amaneceres, que sólo tiene ojos para computadoras". Cambié de estrategia, traté de intimidarlo. "De lo único que me doy cuenta es de su locura, usted no entiende del lenguaje ceremonial que se desprende de una buena educación de la que usted carece". Fue la primera vez que me mostró su risa irónica antes de contestarme: "No aclare, que oscurece mi amigo, sus palabras sólo contradicen a su primer silencio, es decir lo ratifican". A modo de despedida y bajando el tono me dijo "no se aflija que no lo voy a volver a molestar, deseo fervientemente que llegue el dÃa que usted mismo orine su propio carro, de lo contrario dudo que tenga para ofrecer algo más que un copo de nieve". A los pocos minutos de su partida, mi celular me marcó la llamada deseada. Pude leer claramente su nombre en el visor, pero no la atendÃ.
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