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Jueves, 5 de abril de 2007
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Algunas certezas sobre los sueños

Por Miriam Cairo *
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Los sueños nunca son inofensivos. Cuando se cumplen, se vuelven insaciables. Exigen cuidados extremos, gozo extremo, gratitud extrema. Si no se cumplen esperan de nosotros más capacidad de pergeñar, de proponer, de tropezar con insistencia y sin resguardo. Muchas veces, se concretan antes de que uno los haya soñado, entonces nos reclaman atención para reconocerlos, naturalidad para recibirlos y predisposición para gozarlos.

Según su voluntad, los sueños pueden ser visibles o invisibles. Algunos carecen de soñador y se generan por ímpetu propio. Los sueños involuntarios producen los vientos y las lluvias. Los subterráneos se hacen cargo del amor inmerecido. Los sueños perdidos están muy a gusto. Los temidos, no salen de su asombro. Los incendiados, piden congojas y las intercambian por frenesí. Los cotidianos viven para nosotros, no contra nosotros.

Los sueños poseen la capacidad de asumir muchas formas. Algunas de sus semblanzas se asemejan a un perro con ojos de dragón; a un libro con letras de arena; a un bailarín con pies de muñeca. También es habitual encontrarlos con el aspecto de un hombre o como un pez, y de su cuello siempre pende una sortija invisible, emblema de su poder. Los sueños con figura de pez son animales fugitivos que fingen nunca haber sido tocados. Los sueños en forma de hombre son muy hermosos. En tanto que los sueños que andan sobre piernas de mujer, caen en la tentación de entrar y salir de los hombres en puntas de pie.

Los sueños no abundan menos que las nubes y, al igual que éstas, esconden una cifra sagrada que expresa su número exacto. Es por ello que Magritte dedicó su vida a pintarlos.

Los sueños se vinculan a los oráculos, a las noches y las mancias. Moran con igual comodidad en lugares pequeños o en inmensidades. En tierra firme o mares turbulentos.

Sus tamaños son muy variados. Los pequeños miden menos de un acento prosódico, los grandes apenas caben en la cola de un dragón y los inmensos caminan encorvados para no chocar la luna.

Los sueños no desconocen la vida y la vida no desconoce los sueños. Parece cosa simple pero es un asunto extraordinario. Tan estrecho es el vínculo que los une, que cuando la vida no los nombra habla una lengua muerta. Cuando los hombres y las mujeres se niegan a vivir la fracción inasible de su existencia, la vida cae en una grave enfermedad. Su belleza se retuerce en la flacura y en la fiebre tratando de horadar el muro falaz de la razón ciega.

La vibración de la persona que sueña es precedida por una luz interior que se insinúa e infunde un halo tranquilizador. Testimonio de su sensibilidad es el hecho de que su cuerpo es perfecto en tanto imite la forma indefinida, incompleta y vacilante del sueño que lo habita. El contorno de la persona que sueña es tembloroso como un desnudo de Schiele.

Los sueños sufren cuando no son soñados totalmente y su queja es un rumor semejante al roce de magnolias. Pero cuando el hombre o la mujer los reviven soñándolos plenamente, contagian una dicha inmensurable.

Los colores del sueño no se parecen a ningún otro. Ya hemos dicho que su forma también es única y sus propósitos, irrepetibles. En pos de su singularidad rompen las barreras de cualquier intención igualadora o estandarizada. Los sueños buscan diferenciarse unos de otros con extrema minuciosidad. La palabra es su madre, su padre y su cuna. Uno no entendería tan claramente las extrañas palabras que los gestan si no estuviera dispuesto a soñar. En ellas se dejan oír crujidos. Es el ruido de la carne, de la carne de los sueños. Esos crujidos salen de todas las cosas. Incluso del silencio y de los perros que saltan en un pie. Los sueños y sus palabras no dejarían de dar una sola puntada sin la aguja de la noche. El hilo de su costura es un suspiro. La tela es el deseo. Cada vez que un sueño es soñado en su singularidad, da a quien lo sueña la más certera noción del yo.

Los sueños son las flechas que pasan a la otra orilla. Flechas emplumadas. Cada vez que un soñador lanza su flecha, un olor único a jazmín se respira en todo el universo. Por un instante, el sueño mismo es el universo.

Los sueños indestructibles son indestructibles. Los frágiles, frágiles. Los inmensos, inmensos y así sucesivamente hasta llegar al sueño último. El sueño final no es el sueño de la muerte. No es el sueño del más allá. Nada tiene que ver con el ocaso. El sueño último quedó allí esperando que le tocara el turno después de los indestructibles, los frágiles, los inmensos. Es el más paciente y también, el que requiere más coraje, porque quien llega a él, duplica el poder de soñar los sueños de sus sueños. El sueño último espera el momento de ser nombrado por aquel que ha dedicado toda su vida a soñar. Y ese es el único sueño que parpadea.

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