A nadie se le ocurrió que íbamos a llorar así. Nadie pensó en este estallido de alegría desmesurada, en este saltar con los otros, con los mil que a las cuatro y media de la madrugada nos apretamos hasta el final ante el Congreso para decir, como nunca antes: igualdad, igualdad, igualdad. Siempre la política guarda ese plus que se puede experimentar ante el triunfo final de una idea, de una sociedad, y de pronto, sin que nadie lo esperara, las viejas palabras vuelven a tener sentido. Las palabras tan manoseadas, tan gastadas por el uso que les han dado los traidores, se pueden repetir como una declaración de amor: ¡Igualdad! ¡Igualdad! ¡Igualdad! La emoción de la política, de una epifanía común, de un cambio histórico, nos tomó por asalto antenoche, en la plaza esa que cruzamos tantas veces antes, en la misma plaza donde bailamos tantas veces al terminar las marchas, durante todos estos años de soltería. El casamiento entre personas del mismo sexo es ley, y lloramos, juntos, porque un cambio así, sabemos, intuimos, sólo puede traer felicidad.
El miércoles, durante 16 horas, cuarenta mil personas se juntaron en la Plaza del Congreso para esperar la ley de matrimonio entre parejas del mismo sexo. El comienzo de la tarde, invernal y cruel, fue como un picnic fuera de época, en el que las familias con chicos se paseaban pura parsimonia comiendo garrapiñadas, los noviecitos de la mano como en paseo dominical de pueblo, las noviecitas a los arrumacos bajo ponchos y tapaditos, los chongos del Movimiento Evita a full con el parche del bombo, y Evita montonera mirándolo todo desde un cartelón, con el rostro del pelo al viento, en el corazón de un sol. La tarde fue apacible, pero se calentó, de a poco, con el ímpetu que da el montón. Las fotos tramposas de la media luz que salieron en los diarios habían mostrado el día anterior a una supuesta multitud naranja, convocada por la Iglesia y el peronismo de derecha, desgañitándose en rezos e insultos para frenar la votación de la ley en el Senado. Eran casi todos estudiantes de escuelas católicas chetas y un puñado de sindicalistas arreados en 16 micros de la CGT Azul y Blanca que lidera Luis Barrionuevo, y de los peones rurales, al mando del Momo Venegas.
El miércoles tampoco hubo mucho arreo que digamos. Menos micros, más gays, lesbianas, trans, y muchos amigos héteros llenaron la plaza a eso de las cinco. En un desafío televisivo y casi performático un grupo de cristianos ultras había copado la vereda de la avenida Entre Ríos, y colgado una bandera en las rejas del edificio: “Ni unión, ni adopción. Sólo varón-mujer”. Rezaban. Los activistas de las organizaciones glttb, los de la izquierda –que estuvo desde muy temprano con la clásica marea de banderas rojas– y los camarógrafos de la tele en busca de algo que mostrar, los rodearon, de a poco, cada vez más. “¡Iglesia! ¡Basura! ¡Vos sos la dictadura!”, les gritaba la multitud a los católicos. Uña señora de rulero ancho vuelto bucle marcaba el ritmo del rezo con un megáfono. Atrás, un morochón como salido del Angels sostenía una virgen blanca en las manos y le daba al Ave María como poseso. De fondo, largó un punchi punchi como de América, y el forcejeo de la policía para separar a los dos bandos provocaba uno que otro exabrupto. Con la disputa –hipertransmitida en vivo por los móviles en directo– hasta el frío exagerado se calmó. Un pibe de jean ajustado, campera corta y gorro de lana, se trepó como un mono a la reja y con una trincheta rasgó la bandera insultante y la hizo caer. Temerosa de que los huevazos que de tanto en tanto esquivaban los fachos se volvieran torrenciales, la policía los sacó del lugar en un operativo de abrazo sincronizado. Los condujo contra la pared del Congreso, hacia Rivadavia y más allá. Todos corrimos. Hasta que el tumulto se diluyó en Riobamba. La plaza era toda nuestra.
Al atardecer se dio esa mezcla que sólo el peronismo puede dar en estos tiempos: los piqueteros de la Aníbal Veron, los militantes del Peronismo transversal, mi nuevo amigo –el académico que les enseña doctrina justicialista a los delegados más jóvenes de la CGT–, junto a los modernos de raros peinados viejos, las trans pura sobriedad militante, las lesbianas de pantalón cargo y las de elegantes tapados de lana merino, el perfume del chori y el paty junto a los aromas importados que parecían haber sido vaciados en todos esos cuerpos, bellos, por cierto. ¡Cuánto chico lindo había en la plaza del amor! ¡Cuánto marido por metro cuadrado! Entre todos ellos busqué como un sabueso a los que sí se querían casar: tarea utópica. Una cosa es conseguir la ley, otra, muy distinta, incautos dispuestos a utilizarla. Ese ejercicio me llevó buena parte de la tarde, Cada tanto preguntaba, los tórtolos se miraban a los ojos, y decían cosas como: ¿vos qué decís? O, en una de ésas, el tiempo dirá. ¿Se lo habrán replanteado por la noche tarde, cuando al fin ganamos? ¿Habrá mucha demanda de síes en este mes para festejar? Quise sacarles el sí a mis amigos de toda la vida, que llevan 18 años juntos. Pero ese understanding que tienen, uno con dos novios más, el otro con ciento diez, no les funcionaria con esta ley monogámica. Pretenciosos, van por más: matrimonios múltiples, la nueva utopía.
Al atardecer, con esa luz que parece de estampitas de los Testigos de Jehová, el Barolo lucía a lo lejos como una postal marica, medio cursi, algo kitsch. Al pie del Congreso la fiesta se había encendido porque las bandas tocaban temas para bailar. Pasaron mi ahijado y sus papás, su hermanito, otro amigo más, todos bailando una de Bob Marley, y los niños en los hombros, para ver la multitud. Momento glorioso. Toda la plaza, desde el monumento, hacia las rejas recuperadas, llena. Los ambulantes, a pleno. El rey: un chico hermoso que ofrecía comida hindú: chapati vegetariano, decía en caligrafía infantil. A las 19.20, ese mujerón que es María Rachid apareció en el escenario del Inadi para anunciar una buena noticia que dejó el aire festivo hasta la madrugada: “Sabemos que el conteo de votos va bien, estamos dos votos arriba”. Los gritos de la multitud, ya dispuesta a permanecer, estallaron. Entonces Norma, la esposa de Cachita, alentó a la leonera: “Les cuento que la luna de miel tardó treinta años pero llegó”, dijo, y la masa le devolvió con besos. “Arriba la igualdad jurídica!”, bramó.
A los discursos los siguieron Francisco Bochatón y, más tarde, en un recital de lujo, con todo y banda, y con Liniers, Kevin Johansen produjo mareas de cadencia latina hasta que regaló su “Guacamole” para cerrar. A esa altura, en mi búsqueda del amor matrimonial, había dado con dos casos testigos de felicidad: el de Ignacio Porras y su novio Enrique Podasa, los dos de 23, uno estudiante de nutrición, el otro de biología, en Mar del Plata; y el de Natalia Zelechowski, de 34, y su novia Cristina Fernández –sí, señores, aquí no hay invención–, de 35. Los chicos se conocen hace tres años, casi viven juntos, y son de la generación cuyos padres se sueñan abuelos de sus hijos, los que piensan tener después de casarse, pronto. Cristina, la homónima de la Presidenta –aclaremos que para nada K– está además embarazada de cinco meses y luce una panza a la que el saco no llega a abarcar. Viven en Quilmes. Cristina trabaja en una fábrica de Berazategui. Natalia en el estudio contable del padre. El miércoles al despedirse les dijo a sus compañeras de trabajo: “Si sale la ley, prepárense para el casorio”. Por la noche ninguna de las dos estaba muy convencida, desconfiaban de la votación sólo por desconfianza hacia los políticos. Ahora Natalia podrá ser legalmente la madre de Francisca, que nacerá en primavera. Y luego, la del próximo bebé, que gestará ella, a su turno. Y se heredarán. Y se podrán dar la una a la otra los beneficios de pensión. Y se casarán pronto, con fiesta familiar.
Si hubo una pequeña patria geletetebé durante la noche y la madrugada, ésa fue el bar Plaza del Carmen, en la esquina de Rivadavia y Callao. Me hizo acordar al clima que se vivía en algunos antros de Madrid durante la república, o en los tramos menos cruentos de la Guerra Civil Española: al menos a lo que describe David Leavit en ese novelón que es Mientras Inglaterra duerme. A lo largo de la noche las mesas se armaron y desarmaron una y otra vez, y los encuentros de afuera se hacían más íntimos adentro, entre el abrazo, el chiste, la anécdota y el comentario de salón. Saloneras de gran ocasión, todos y todas seguíamos la data del último instante con júbilo y ardor. Y aplaudíamos convencidos a algunos de los estelares líderes que llevaron adelante la pelea por la ley: se los ganó el presidente del Inadi, el gay que primero se casó, la pareja de Norma y Cachita, el diputado Daniel Filmus –chongo maduro icónico para la platea gay–, y, al final, en una especie de homenaje previo al triunfo, la Rachid. La rubia de cara de porcelana entró al café por la puerta de Rivadavia, y giró por todo el salón, hasta dar la vuelta completa, olímpica. Al final del tour, bañada por el aplauso general, llegó a nuestra mesa, donde además estaba César Cigliutti, el presidente de la CHA, para darnos información. “Ya están por votar, aguanten, no se vayan –dijo la Rachid–. Estamos dos votos arriba.”
La tía Silvia Delfino –merecía un aplauso similar– tomó su abrigo y a sus talentos cercanos para volver a la calle, donde siempre suele estar. Cruzamos todos y todas la avenida, y nos mezclamos otra vez con los valientes de la plaza. La carpa de la CHA era el único lugar con calor. Por la ventana de plástico transparente se veía en una imagen borrosa el abrazo de dos chicos, pegados, juntos, a la espera de la votación. Pichetto le sacaba brillo al piso con la derrota de los conservadores en un discurso memorable interrumpido por la neurosis teñida y fucsia de la senadora Negre. “Y llora, y llora, y llora Negre, llora”, gritamos. Pampuro dijo algo que nadie entendió. Se venía el estallido. Primero la votación por el rechazo. Votar que no para decir que sí. Y luego la votación final. El 33 a 27 con más ventaja de la imaginable, increíble, real, real. El abrazo colectivo, el beso profundo, el salto, el gritito de alegría incontenible, esa exacerbación de lo físico que produce la emoción, ese dejarse ser del cuerpo habitado por algo superior, la certeza de que no estamos solos, que jamás lo estuvimos. Delfino lo gritó como pudo, como supo: “¡Mi país! ¡Mi país!”. Y otra vez lloré.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.