Desde Estambul
La gran ciudad turca ha enloquecido en estos meses, enloquece y tiene sus razones. Y con ella enloquezco yo, cronista de Soy felizmente agotado de sus pendientes y laberintos, loca perdida en el sagrado mes de Ramadán, aunque con pie firme y sin bajar culo ni mirada. Estoy atento a las revueltas juveniles que nacen y mueren como extraños animales en las calles, aunque ahora mismo me inquietan mucho más los llamados a la oración del imán desde los minaretes, que se oyen salidos como de unas entrañas. Son las cuatro de la madrugada y ahí esta el tipo invocando a Alá, esperando la salida del sol. Me caliento en el delirio siempre sexy de Estambul, y hago vencer la curiosidad por sobre la prudencia y el deseo por sobre el consejo de los sabios, mientras me llega el ruego fantasmal y peronista de mi madre en los cielos: “Hijo, cuidate. Los chongos del mundo son buenos, pero si se los vigila son mejores”.
En las calles del centro y en los alrededores de la plaza de Taksim cada tanto un ejército de policías (tarde y noche) muestra el tamaño del orden, 20 cm de orden mínimo, pero parece que hay demasiados insurrectos que al pito uniformado le hacen catalán y se niegan a abandonar una protesta que se asemeja, según la calle que se transite, a un happening del flower power, performance a todo ritmo, o a un piquete corte quebracho, con corridas, basura quemada y la irrupción de ese desnudo social de tantas sociedades modernizadas con crédito abundante y capitales mal distribuidos: el excluido, el expulsado de toda medida ministerial, de toda mezquita, y de todo manifiesto crítico de clase media.
Acá las cacerolas se suplen por instrumentos de cuerda cuyo nombre no recuerdo, y a veces por melodías tristes (hubo chicos de familia muertos en las cargas policiales, a ellos se los llora más que a otros). Incluso los turistas se unen aunque no se enteren mucho de qué se trata. Solidaridad global de los jóvenes que pueden viajar por el mundo sintiendo en todos lados que el poder es siempre aquello contra lo cual ejercitar el cuerpo. Pero los lumpenizados son tambien como en todos lados, y me da la sensación de que no pueden comprar ni cien gramos de solidaridad rubia porque, claro, ellos de tan solos que están, asustan. Llevan la cara tapada con pañuelos, gritan pero con otro grito mas rústico, que viene de injusticias mucho más antiguas. Se unen como una comunidad de paso, separados del resto, en cualquier esquina de la peatonal Istiklal y ante su arrojo medio incendiario contra el destino disparan los muchachos de guitarra y los turistas felices que se creen testigos de la toma del Palacio de Invierno durante la Revolución Rusa. Pero las calles viven de las contradicciones, de la joda y el momento político, y pertenecen ora al jolgorio del verano, ora a la retórica universitaria; la música se disputa bar a bar y resulta difícil saber qué tema de moda es el que predomina. O sea, a la protesta social se la alimenta con bolicheo, nuevos estilos, y de repente con alguna goma quemada e hidratación policíaca.
Todo comenzó por las ambiciones inmobiliarias del neoliberalismo, la decisión del gobierno del primer ministro Recep Tayyip Erdogan, o mejor, de su aliado estambulita, de segar los jardines de Taksim para construir un shopping gigantesco, acorde a la fiebre consumista de la Nueva Turquía. Si hay consumo, ay, que no se lleve puesto el medio ambiente, dicen incluso quienes no se privan de nada, y si hay exceso de iPad, que sirva para comentar las novedades en el frente de lucha.
Vine varias veces a Estambul, en busca de ardores portuarios. Soy testigo del devenir G-20 de este país musulmán, que quiere ser ejemplo de una desmentida: islam y democracia liberal no son incompatibles. A menos así fue hasta que el islamista moderado de Erdogan se puso pesado con eso de la moral familiar, y el pañuelo femenino cubriendo la cabeza de la primera dama marcó el regreso de una tradición que no obstante en el interior del país jamás se había ido. Pero en las grandes ciudades, secularizadas desde el nacimiento de la república, resulta –al menos para las clases ilustradas, encantadas ellas con las marcas del cosmopolitismo– un retroceso que avergüenza.
A fines de los noventa, Turquía seguía siendo el Tercer Mundo. Aunque uno se daba cuenta de que el Expreso de medianoche, con Bratt Davies incluido, estaba ya en el taller de desguace. Esas imágenes de la película de Alan Parker, que daban la impresión de un infierno urbano se iban volviendo sepia. Un aeropuerto internacional cada vez mas grande y lujoso prometía saltos económicos, pero la crisis financiera que sobrevino retrasó la promesa y para colmo la tierra se ensañó. Mala suerte la de Estambul de aquellos años, terremoto tras terremoto, y hoy, cuando regreso algo más viejo (pero igual de loca y gorda, y el sobrepeso acá tiene buen mercado), digo, me encuentro con la quizás aparente victoria de un proyecto económico, de corte neoliberal, infraestructura de última generación, reciclado de edificios que antes parecían a punto de derrumbarse, producto de un bombardeo fantasmal. A primera vista Turquía para mí se ha vuelto otra. Pero la mirada es maliciosa, habituada a detectar los márgenes, porque proviene de un ojo al que la abyección cura de miopía, y advierto al poco rato que tan augustas alfombras tienen hinchazones de miseria.
Alfombras abultadas por esos pobres que los turistas fascinados por la hibridación social y cultural pasan por alto; hay mucho cartonero en Estambul, la reciclada. Pero hay otra miseria que es la del poder, signo de un gobierno que, después de hacer galopar a Turquía hacia la modernidad europea, busca cuidar con el puño el interior de la antigua casa otomana, donde dice reposan los valores familiares turcos. ¿De qué modo la modernización del gobierno de Erdogan se combina con lo viejo? ¿Cómo resisten maricas, tortas y travas las cargas moralizadoras de un islamista? Hay algo de conocido para los argentinos en esta historia de neoliberización existosa. Me acuerdo de que, mientras se privatizaba la economía en la era menemista, la Corte Suprema parecía una sucursal del Opus Dei y negaba la personería jurídica a la CHA. Pero Menem no es Erdogan, y nunca tuvo mucha mística religiosa a pesar de sus ofrendas antiabortistas. Así, mientras que Erdogan, turco de verdad, cree necesario excluir del panorama social al activismo lgbttiq, el turco de mentira, el de Anillaco (no vaya usted a confundir a un turco con un árabe en Estambul), alardeaba de cierto cosmopolitismo, mediante algunos gestos amistosos a la comunidad mariquitil criolla.
A pesar de los embates tradicionalistas del islamismo moderado, el movimiento glttbiq de Estambul viene ganando pleitos en la disputa por la visibilidad. Y en las penumbras de una disco donde Shakira es un éxito, una loca argentina puede encontrar en lo más recóndito de la noche unas buenas lámparas de Aladino, tamaño baño, sin temor a una razzia. Que doy fe.
La Marcha del Orgullo de Estambul es la única en el universo musulmán, y de su prohibición originaria en 1993 nació el grupo activista Lambdaistanbul. Todavía entonces no estaba Erdogan, pero una manifestación como ésa ponía de acuerdo a islamistas y laicos. Que por muy secular que fuera el sistema político, la sexualidad exige disciplina, y no precisamente la que promocionaba el Marqués de Sade. Recién a mediados de los años 2000 y acaso por esa insistencia del primer ministro de sumarse a la Unión Europea, las Parades se reorganizaron y hasta las travestis –tan deseadas, tan repudiadas– encontraron un rincón a pleno sol de junio.
Estuve en la última, donde se exigía el esclarecimiento de crímenes de odio y de paso también lo imposible bajo Erdogan: derechos civiles, matrimonio y audacias por el estilo, que esto es Europa, aunque a la cola. La familia musulmana tradicional, la verdad, no parecía unánime a la hora de escandalizarse. Un matrimonio, ella con chador, se esmeraba en registrar el evento, divertidos. Creerían que se trataba de un circo y buscaban la foto del animal más raro. Una travesti –harta del clic de la cámara– decidió ofrecerles la imagen que no querían. Se levantó la remera y a pura prepotencia de tetas los devolvió a su sitio, la mesa del kebap.
Orgullo de junio aparte, lo cierto es que el gobierno hace campaña contra el activismo y en 2007 un tribunal admitió ilegalizar al grupo Lambda. Un año después la policía irrumpió en el local del grupo, porque juzgaron que al ser frecuentado por travestis habría ejercicio de la prostitución, se llevaron documentos y exigieron ver carnés de afiliación. Pero, como dije antes, nada es unánime en Turquía salvo el desprecio por los kurdos, y la Corte Suprema de Justicia sacó a Lambda del vacío legal. Batalla perdida para Erdogan, que se sabe bajo la mirada del mundo al que aspira. Europa, cuando se trata de la libertad sexual, se pone exigente, pero claro, con los países del Islam (¿Rusia para cuándo?).
Hablando de los kurdos, en la plaza de Taksim suelen los más desamparados andar manoseándose el paquete a ver si algún turista les soluciona la semana. Curiosidad: ninguno de ellos tiene menos de cuarenta años, lo que viene a revolucionar el ámbito de yiro universal que acredita que sólo los jóvenes son joyas del mercado laboral. A mí me gusta mentirles cuando se acercan esos maduros guapos. Competimos en ficciones; ellos siempre están de business en la ciudad, padres impolutos que quieren tirarse alguna cana o perdieron la billetera en un robo (suelen complicársela con las explicaciones en inglés). Yo les invento que soy un inmigrante sudamericano, en busca de empleo, y a veces creo que me creen.
Me gusta entenderme a medias con los kurdos, que se me ocurren prostituyéndose junto al WC de plaza Taksim, pero a quienes no consulto el precio, para no romper con el encanto de mi farsa sudamericana y nómade y empobrecido. Los kurdos, ciudadanos de segunda, sin patria fuera de su memoria, toscos, maduros por el desarraigo, aclaran de una que son “actif”, como si los buscara por otra cosa. Tan sin patria, envejeciendo en los bancos de plaza, seguramente tienen como únicos interlocutores a turistas ávidos de masculinidad añeja. Muchachitos raros de provincia que se vienen a Estambul a vivir la edad del deseo y se preguntan sobre esos hombrones de bigote denso que les soban el cuerpo con la mirada. La ciudad siempre ha ido recogiendo cruces sociales y crucificados.
Estambul, que me enloquece, si es que ya no venía yo loca, donde la antigua ley de los placeres otomanos no se tapa con la mano de la nueva ley de Erdogan, el modernizador de las finanzas. Que cierren los cines porno no obliga a los chongos a cerrar las braguetas. Y en el Gran Bazar los vendedores con tal de ganarse una comisión por la venta de unos pocillos de café hacen un paréntesis de Ramadán y te seducen como si una fuese la reencarnación de Anita Eckberg. El pragmatismo no vence al Corán, pero sí a muchos fieles. Hoy mismo... si les cuento.
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