Casi siempre cuando hago estas preguntas a mis colegas analistas me miran sorprendidos e incrédulos, tan convencidos están de que la respuesta es evidente que nunca se les había ocurrido que una pregunta así tuviera siquiera posibilidad de ser planteada. Claro, muchos de ellos no son personas homófobas, y eso, sumado tal vez al eco lejano de tiempos en los que el psicoanálisis era acusado de pansexualismo, hace que ni se les cruce por la cabeza que el psicoanálisis, en alguno de sus aspectos, pueda formar parte de un dispositivo represivo, y no de un método para levantar la represión.
En los tiempos que corren, y gracias al coraje de tanta gente que en los últimos ciento cincuenta años decidió tomar la palabra y no conformarse con ser objeto de condena o de estudio (pero siempre de condena), es demasiado fuerte decir de viva voz que la homosexualidad es una enfermedad, aunque es lo que algunos analistas sigan pensando, si no ¿por qué algunos se jactarían, en privado por supuesto, de “curar” homosexuales? Pero aun los que honestamente creen no pensar de ese modo, que son la mayoría, no están en buenas condiciones para recibir, sin psicopatologizar, a las sexualidades no heteronormativas, porque (al menos ésa es mi hipótesis) las bases teóricas de esa patologización están aún muy poco cuestionadas en casi todas las teorizaciones psicoanalíticas.
Ahora bien, es cierto que el psicoanálisis hizo un planteo absolutamente novedoso respecto de la sexualidad, uno que tiraba abajo el concepto imperante en la psiquiatría de fines del siglo XIX acerca del instinto sexual, cuando afirma que no hay ninguna relación natural entre el “instinto sexual” y un objeto o un fin determinado. Acá estaba abierta la posibilidad de recibir a todas las formas de sexualidad como variantes del instinto que dejaba de ser tal, pasaba a ser un impulso, una tendencia que no portaba consigo ningún saber previo acerca de su objeto ni de su fin, que se denominó pulsión. ¿Qué pasó con todo ese potencial del psicoanálisis?
Según mi lectura, la respuesta tiene que ver con una cuestión bastante compleja que intentaré simplificar. El potencial revolucionario para todos los dispositivos de poder que regulan la sexualidad que tenía la hipótesis de la contingencia del objeto de la pulsión (o sea, que nada establece de antemano que por ser hombre me tenga que gustar una mujer, por ser mujer me tenga que gustar un hombre, ni cómo me tiene que gustar gozar del cuerpo, del mío o del otro; sin contar con que nada garantiza que todo pueda encajarse en los moldes hombre y mujer) se vio compensando en la teoría analítica a partir de un esquema conceptual que sería extremadamente famoso: el complejo de Edipo. Con él, el psicoanálisis vuelve a anclar en la heterosexualidad (y en la familia) la sexualidad que su propio descubrimiento había hecho estallar.
¡Ojo!, no estoy diciendo que haya que deshacerse de toda la teorización del complejo de Edipo ni que no haya mucho de verdad en ella. Digo que el modo en el que es planteada, particularmente en la medida en que se articula con lo que en la teoría se denomina complejo de castración (el hecho de que la diferencia de los sexos sea simbolizada en términos de tener o no tener falo), lleva a renaturalizar las relaciones sexuales, a hacer, por consiguiente de “hombre” y de “mujer” datos incuestionados, y a ubicar la diferencia sexual anatómica como LA diferencia absoluta, aquella que daría cuenta de todas las demás. Es una cuestión teórica compleja cuyo resultado es que toda forma de sexualidad que no sea heterosexual y genital es leída como patología, bajo la forma de la perversión, de la renegación de la castración (lo que dicho de otro modo querría decir no querer saber nada de la diferencia ni de la falta, como si la única diferencia que existiera fuera la sexual anatómica y si la única falta que contara fuera la “falta” del pene en la mujer). Y una vez que teorizo que, supongamos, la homosexualidad se basa en una forma de renegación de la castración, o sea, que un gay buscaría en un hombre una mujer pero con pene y no que simplemente le gusta un hombre, será grande la tentación de encaminar el análisis en el sentido de intentar que el analizante deje de “renegar”, que se dé cuenta de que, en el fondo (“inconscientemente”), está buscando una mujer en ese lindo chonguito, pero le da miedo que no tenga la cosita. Planteadas las cosas de este modo todos somos heterosexuales, sólo que algunos lo aceptan y otros no querrían saber nada de eso, por eso digo que es una manera de teorizar que lleva a renaturalizar la sexualidad, y, paradójicamente, a no incluir las diferencias en nombre de la diferencia.
De ahí que muchos psicoanalistas terminan intentando “curar” homosexuales, aunque crean que no. Y digo “intentando”, porque de la “elección” de objeto no hay cura: como mucho se podrá lograr que alguien se convenza de que desea lo que se supone que hay que desear. Por suerte muchos analistas son incoherentes y trabajan bien a pesar de estas impasses teóricos, pero sigue siendo cierto que el psicoanálisis como teoría, en tanto no se revisen estos planteos, no puede pensar la homosexualidad ni otras formas de sexualidad sino como patología, por más que sea tan incorrecto políticamente afirmarlo que se lo calla.
¿Afirmo yo entonces que el psicoanálisis es inherente e inexorablemente homófobo? No, de ningún modo. El psicoanálisis es la única forma de terapia que no apunta a ser sugestiva ni directiva, aunque, como ya Freud mismo lo señalara, haya una dosis ineliminable de sugestión, por el simple hecho de que se trabaja con la palabra. Pero, a pesar de la imposibilidad, de los inevitables obstáculos, algo de lo real pasa si analizante y analista no ofrecen una resistencia desmedida. Por eso sigue siendo, en mi opinión, por lejos, la forma más poderosa de trabajo sobre la subjetividad. Claro que, como toda herramienta poderosa, está llena de peligros.
Que la teoría analítica se desprenda del lastre homófobo que contiene depende exactamente de lo mismo de lo que depende el destino de cada análisis, de que los analistas se dejen interrogar, de que escuchen lo que los analizantes tienen para decir en lugar de aferrarse religiosamente a la teoría, por más interesante, valorada y atesorada que sea. En tanto los analistas intenten hacer encajar a los analizantes en el lecho de Procusto teórico/religioso del dogma complejo de Edipo/complejo de castración tal como en general se lo piensa, tendrán dificultades para darles lugar a las distintas formas de vivir el amor y el erotismo.
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