¿De qué se trata un año cuando el tiempo se estanca tantas veces en un minuto; un minuto en el que, por ejemplo, tres adorables criaturas lloran a la vez? Bueno, también puede ser que sólo una llore mientras el otro intenta quitar el protector del enchufe en silencio y la tercera, al mismo tiempo, sacude una lámpara de pie que por supuesto ya no está. “Hace un año –cuenta Andrea, una de las mamás de Jazmín, Abril y Santiago– teníamos muebles, ahora lo que queda está en venta por Internet.” Pensamiento práctico el de esta mujer de 40: de eso se trata el tiempo, ahora está, ahora no está. El tiempo es relativo, dice, pero igual se lo trata como si fuera un objeto inútil (o mejor, peligroso): no se busca el perdido, ni se ahorra el que faltará. Y es que no hay lugar para mucho más cuando se han tenido trillizos después de quince años de adorable pareja –“claro, si te la imaginás como un paisaje caribeño, pensá que cada tanto pasa un huracán”– y planes cumplidos minuciosamente: el auto, la casa, el trabajo independiente. Recién entonces los hijos, que tardaron apenas seis meses –el tiempo de gestación– en arrasar con todo.
Andrea y Silvina recurrieron a la fertilización asistida con donante anónimo, hicieron tres intentos, una mínima –de rutina en estos procedimientos– estimulación ovárica y voilá! Los tres “folis divinos” –y sí, la maternidad o su deseo somete a las mujeres a todo tipo de pavadas– que anunció sin rubor la ecógrafa augurando una inseminación exitosa se convirtieron en dos niñas y un niño que antes de hablar aprendieron a sobrevivir y enseñaron en silencio a sus madres que el deseo de vivir es voraz de caricias, presencia, constancia. No lo sabía Andrea el día que tuvo que abrir las historias clínicas de los tres en neonatología, todavía vestida con el ambo del quirófano donde Silvina se recuperaba después de la cesárea. Ella creía que tenía que ser fuerte. Había hablado sin parar mientras los tres emergían del vientre de su amor, tan chiquitos como una palma, sin saber siquiera respirar. Había contado chistes, se había tragado las lágrimas, había apretado la mano de su mujer como si así pudiera quitarle el miedo. Pero en la puerta de neo el personaje se deshizo en cuanto alguien más la abrazó: otra pareja pasaba por una situación similar y sin preguntas supieron lo que ella necesitaba. Todavía lagrimeaba cuando le dictó a la enfermera los nombres de sus hijos y explicó que eran dos madres y que el casillero del padre quedaría en blanco. “Mirá vos –dijo la mujer soltando la birome como si le hubieran pasado un mate–, justo estábamos el otro día hablando de eso y yo decía que a mí no me parecía bien... qué sé yo... ¿cómo van a hacer?” ¿Y a ella qué cuernos podía importarle? “La verdad que no tengo la menor idea, pero supongo que no va a haber ningún problema... salvo que nos quedemos discutiendo boludeces en lugar de abrir las historias clínicas.”
En el último año, además de perder muebles, Silvina y Andrea aprendieron a perder el miedo: sus hijos cruzaron la barrera del peligro que acecha a los prematuros. Y se deshicieron de las planillas: no más anotar cuánto comieron, cuánto bebieron, qué vitamina le toca a cada cuál; los tres caminan, crecen, comen con placer, saben cuál de las dos es mamu y cuál es mami y que la treta del débil –que ya no lo es tanto– es un espacio en el medio de la cama grande. Ellas, a su vez, entendieron en el cuerpo que parte de estar vivas es ser testigos de cómo se desbaratan los planes: “Tener trillizos fue como haber sacado pasaje en un crucero a Puerto Rico y a mitad de camino enterarnos de que vamos al Polo Norte. Hay que arreglarse para sobrevivir en el frío con la misma bikini que llevabas para la playa.” Pero las dos saben que el amor es una corriente sobre la que se puede flotar con los ojos cerrados –aun sin trabajo, con el auto vendido, la casa tomada– y a su ritmo se abandonan, usando de timón un optimismo parecido a la locura. Si este año pasó, pasarán también otros. Y tal vez ellas consigan tiempo para perderse cada una en el cuerpo de la otra. O para dormir. O para conseguir trabajo. Y por qué no tres vacantes en el jardín de infantes municipal. Y entonces sabrán de nuevo que, aunque hay minutos que el cansancio vuelve eternos, el tiempo es apenas un parpadeo y que ellas, chicas audaces, supieron atrapar la aventura en ese mínimo intervalo.
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