”La homosexualidad no es, desde luego, una ventaja, pero no hay nada en ella de lo cual avergonzarse: no es un vicio, ni un envilecimiento y no podría calificársela de enfermedad; nosotros la consideramos como una variación de la función sexual provocada por una interrupción del desarrollo sexual. Muchos individuos sumamente respetables, de los tiempos antiguos y modernos, fueron homosexuales, y entre ellos encontramos a algunos de los más grandes hombres (Platón, Miguel Angel, Leonardo da Vinci, etcétera). Perseguir la homosexualidad como un crimen es una gran injusticia, y también una crueldad.”
Con estas palabras, Sigmund Freud trataba de tranquilizar a una mujer norteamericana que le había enviado una carta en 1935, angustiada por la homosexualidad de su hijo, y a quien lejos de ilusionarla con la posibilidad de “desarrollar los marchitados gérmenes de heterosexualidad presentes en todo homosexual”, le dejaba en claro que si algo podía hacer el psicoanálisis por él era disipar las inhibiciones que pudiera tener en su vida social, pero no revertir una situación en la que no había nada que fuera de por sí patológico. La respuesta, publicada en 1951 junto con la correspondencia de Freud y citada en la biografía escrita por Ernest Jones, se ha vuelto famosa por la elocuencia con que el padre del psicoanálisis expone allí su punto de vista sobre un tema del que no se ocuparía demasiado en su obra. Algo que nada tiene que ver con el descuido o la omisión sino con su idea de que ningún homosexual era forzosamente objeto de diván, salvo que fuera también un neurótico.
De hecho, como clínico, Freud se excusó varias veces de tratar a pacientes homosexuales, quienes muchas veces acudían a él a instancias de un psiquiatra, un médico de familia o un pariente como la madre norteamericana. No en vano son casi inexistentes los casos protagonizados por homosexuales en su obra. Con la sola excepción de una joven homosexual que trató hacia 1920 y cuyo análisis quedó trunco luego de que ella tuviera un intento de suicidio y Freud decidiera derivarla. Pero lo cierto es que para él los homosexuales no constituían “casos”, por lo que no había razón alguna para ponerlos por escrito. Y esa manera abierta y desprejuiciada de entender la homosexualidad, que en parte se debía a su creencia de que todo sujeto es susceptible de hacer esa elección sexual en función de la bisexualidad que está en la base del psiquismo, también se ve en cómo Freud sostuvo hasta su muerte –a contrapelo de la opinión de la mayoría de sus colegas– que no había motivos para que se les negara a los homosexuales la solicitud como aspirantes a psicoanalistas.
Fue esa controversia la que dividió, en diciembre de 1921, a los miembros del Comité Directivo de la IPA, la internacional freudiana, luego de que los analistas berlineses se negaran a otorgar ese derecho a los homosexuales, desoyendo al propio Freud y a Otto Rank, quienes bregaban porque la homosexualidad fuera considerada un factor neutral en la evaluación de los candidatos, o directamente no fuera tenida en cuenta.
Así quedaban al desnudo las diferencias sobre el estatuto de la homosexualidad que existían –y continuarían existiendo– entre Freud y muchos de sus continuadores. Un debate en el que Anna Freud desempeñaría un papel central, tergiversando las tesis de su padre. “Ella misma, de quien los medios psicoanalíticos sospechaban que mantenía una relación ‘culpable’ con su amiga Dorothy Burlingham –apunta Elizabeth Roudinesco en su libro La familia en desorden–, militó contra el acceso de los homosexuales a la jerarquía de analistas didácticos y, al mismo tiempo, promovió la idea, contraria a toda realidad clínica, de que una cura exitosa debe encauzar a un homosexual por el camino de la heterosexualidad.” Concepciones que junto con la creciente influencia que por aquellos años tenía la sociedad psicoanalítica norteamericana y la nosografía psiquiátrica (recién en 1974 la American Psychiatric Association, presionada por los movimientos gay-lésbicos, retiraría a la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales) contribuyeron a que se siguiera considerando la homosexualidad como una patología hasta bien entrado el siglo XX.
Cuando en 1964 fundó la Escuela Freudiana de París (EFP), Jacques Lacan, contrariamente a sus colegas de la IPA, brindó a los homosexuales la posibilidad de ser psicoanalistas. Y si bien la decisión de prohibirles el acceso a la profesión nunca llegó a ser una regla escrita en los estatutos de la IPA (lo cual permitió que algunos de sus partidarios dijeran que no existía y, por ende, que no era necesario derogarla), la posición de Lacan explica “por qué hay más psicoanalistas homosexuales ‘visibles’ en las actuales sociedades psicoanalíticas salidas de la antigua EFP que en las filas pertenecientes a la IPA” (la cita, otra vez, es de Roudinesco). No extraña, entonces, que en 2002 Daniel Widlöcher, presidente de la IPA, se comprometiera públicamente a poner en práctica una política de no discriminación hacia los homosexuales dentro de la institución, lo que equivalía a decir que antes se los discriminaba... Un síntoma de cómo la asociación psicoanalítica más importante a nivel mundial no puede, hasta el día de hoy, terminar de erradicar sus prejuicios sobre el tema.
La Argentina, por supuesto, no está al margen de ello. “Yo quisiera separar la posición del psicoanálisis de la posición de los psicoanalistas, porque los psicoanalistas no son un todo homogéneo. Hay tantas maneras de leer a Freud como de leer a Faulkner. Y lo que hace tal o cual grupo psicoanalítico puede estar más ligado a qué tipo de clientela consigue y a cuáles son las demandas de esa clientela. Si no, no existirían los líos que existen: Lacan por un lado, Freud por el otro, Melanie Klein, etcétera, etcétera”, opina Germán García, director de la Fundación Descartes y uno de los psicoanalistas más prestigiosos de la Argentina. “Más que hablar de los psicoanalistas, habría que atender un poco al origen social que compone un colectivo profesional. Dentro del psicoanálisis, hay personas de clase media alta que cuando se divorcian lo ocultan porque es como en el ejército: queda mal, no está bien visto. Un psicoanalista tiene que estar casado, tener hijos. Y si bien entre los psicoanalistas argentinos de clase media hay una actitud menos prejuiciosa, no veo que haya psicoanalistas gays y lesbianas que construyan un discurso desde su sexualidad. No se animan o tratan de ser discretos. Y en algunos casos hasta optan directamente por no hacer clínica, evitando tener su consultorio y sus pacientes. Pero más allá de que la comunidad psicoanalítica tenga, de manera silenciosa, prejuicios sobre el tema, parte del error reside en que todavía haya analistas gays y lesbianas que transigen ante esos prejuicios.”
Se sabe que la categoría de perversión jugó un papel no menor en el asunto. “No es que el psicoanálisis haya considerado la homosexualidad como una perversión durante mucho tiempo sino que hay que ver qué significa en psicoanálisis el concepto de perversión”, dice García. “La idea de que hay una identidad homosexual es posterior a Freud, y para él el psicoanálisis mismo consiste en cuestionar que alguien tenga identidad. Mi identidad es producto de múltiples identificaciones, incluso contradictorias entre sí. Freud decía que ‘el niño es perverso polimorfo’, y ahí ya queda claro que la palabra perversión no tiene el mismo sentido que podía tener, por ejemplo, en el discurso psiquiátrico o en el código policial.” En efecto, Freud no clasificaba la homosexualidad como tal en la categoría de las prácticas sexuales perversas (zoofilia, fetichismo, coprofilia, exhibicionismo, etcétera) y distinguía la perversión de los actos sexuales perversos que tanto hombres como mujeres podían realizar, fueran homosexuales o no.
“Para el psicoanálisis existen tres estructuras clínicas: neurosis, psicosis y perversión”, explica la psicoanalista Anabel Salafia, quien en 1974 formaba parte del grupo encabezado por Oscar Masotta que fundó la Escuela Freudiana de la Argentina. “La homosexualidad es, en todo caso, una conducta sexual, una elección de objeto, una posición diferente respecto del goce. En psicoanálisis se habla de elección sexual, pero no se trata de una elección de la conciencia. Es algo que se le impone al sujeto y que lo vive como una tendencia, como algo incoercible. La elección sexual se produce en los primeros años de la infancia, y el sujeto que realiza una elección homosexual en la mayoría de los casos lo puede verificar en sus recuerdos perfectamente. Vale aclarar que el análisis no está destinado, de ninguna manera, a cambiar esa posición, ya que la homosexualidad no es un síntoma. Salvo que alguien consulte porque quiere cambiar esa conducta sexual que lo perturba, lo cual es muy poco frecuente.”
Germán García, en este sentido, aclara que Freud nunca se propuso intervenir sobre la conducta de la gente sino sobre el sufrimiento que una conducta determinada provoca. “A Freud le interesa ver qué es lo que uno rechaza de su propio ser”, precisa García. De lo que se desprende que en nada cambia para un analista que un paciente sea gay, lesbiana, bisexual o trans. “Al menos en análisis, he visto personas neuróticas atormentarse por el tema de la homosexualidad sin ser homosexuales (tipos casados con hijos que por ahí no van a tener nunca una experiencia gay, pero que tienen fantasías que los atormentan; algo que Freud llamaba ‘masoquismo moral’), pero no he visto gente que una vez asumida su posición homosexual se plantee cambiarla. Alguien que viene con un problema amoroso lo plantea en los mismos términos, ya se trate de una pareja heterosexual u homosexual.”
Pero una cosa es la posición de Freud, y otra la manera en que su legado fue luego interpretado y llevado a la práctica. Para Jorge Raíces Montero, psicólogo clínico y coordinador del Departamento Académico de Docencia e Investigación de la CHA, esas divergencias se advierten, sobre todo, en el sinuoso camino que ha unido históricamente psicoanálisis y diversidad sexual. “Cuando me fui metiendo en el medio me di cuenta de que mucha gente de la comunidad gay ha tenido muy malas experiencias con el campo psi”, cuenta quien forma parte de la CHA desde sus inicios. “Desde la época en que te atendían psiquiatras y te encajaban testosterona, hasta los psicoanalistas que interpretaban cualquier cosa que dijeras como perversión, todo eso fue quedando grabado en el inconsciente colectivo. A tal punto que mucha gente que no tiene idea de lo que es el psicoanálisis, cuando acude a una consulta, me pregunta: ‘¿Vos no hacés psicoanálisis, no?’, exponiendo de entrada sus recelos.”
Fue su trabajo con la CHA lo que hizo que Raíces Montero tuviera muchos pacientes gays y que su sexualidad fuera, para la mayoría, un asunto explicitado. “Si un paciente me pregunta si soy gay, yo no tengo problema en decirle que sí, pero enseguida le aclaro que eso no hace a la cuestión. La tranquilidad te la tiene que dar la transferencia, poder hablar de cualquier tema sin sentirte censurado, y no que el terapeuta o la terapeuta sea gay o lesbiana. De hecho, hay profesionales gays que son homofóbicos, y eso sí puede ser un problema en el tratamiento.” Un problema –la homofobia– que Raíces Montero no sólo advierte en la sociedad sino también entre sus colegas. “Hay muchos chicos gays –y esto se ve sobre todo en grupos– que tienen como meta ponerse en pareja porque parten de una idea que es: ‘Si me pongo en pareja, me salvo’. Me salvo de estar solo, de los problemas afectivos, de los problemas sexuales, de tener que andar seduciendo hasta a las paredes. Como si la pareja fuera una suerte de panacea cuando, en realidad, de lo que se trata es de levantar las barreras de la homofobia internalizada. En este sentido, hay mucha gente en la APA (Asociación Psicoanalítica Argentina) que es gay y que ni se le ocurre abrir la boca ni llevar a su pareja a un congreso, por ejemplo. Y esto se debe a la homofobia del entorno. El problema no es la homosexualidad sino la homofobia. La homofobia es una patología psicológica, una enfermedad mental, más allá de que muchos se nieguen a entenderla en esos términos.”
La no siempre unívoca posición del psicoanálisis con respecto a las familias compuestas por padres gays y madres lesbianas es otra arista del problema. De hecho, allí donde hay parejas homosexuales dispuestas a adoptar (siempre y cuando la legislación se los permita), siempre hay un equipo de psicólogos listo para realizar sus peritajes. Una forma de sospecha que ha adoptado, en otras circunstancias, el escandaloso sentido de la afrenta, como cuando el psicoanalista francés Charles Melman, discípulo de Lacan y antiguo director de enseñanza de la Ecole Freudienne de Paris, dijo en un programa de televisión que “los hijos de las parejas homosexuales serían juguetes de peluche destinados a satisfacer el narcisismo de sus padres”.
Por suerte, entre los psicoanalistas no son mayoría los que piensan de esta forma. Aunque algo que se repite como cantilena (¿como reparo?) es la falta de experiencia clínica que existe en la materia. “Todavía no hay una experiencia lo suficientemente amplia como para saber qué pasa con los niños de las parejas homosexuales, no hay un número de adopciones que nos dé la pauta de qué ocurre en esos casos”, advierte Anabel Salafia, para quien la diferencia sexual puede estar tranquilamente desdibujada en el caso de una pareja heterosexual, ya que es la madre la que a veces ocupa el lugar del padre y viceversa. “Hay una confusión: la familia como estructura no tiene nada que ver con el psicoanálisis. Hay una confusión que proviene del hecho de considerar que hay una homología entre el complejo de Edipo y la familia, mientras que la familia es algo que siempre está en vías de construirse.” Una concepción que Salafia contrapesa con lo que su experiencia clínica sí le ha permitido observar en relación a los padres gays y las madres lesbianas que salen del closet con sus hijos ya crecidos. “En los casos en que la mamá de un niño es lesbiana y hace una decisión tardía con respecto a su sexualidad, las situaciones para los hijos suelen ser muy complicadas. Para un hijo varón es muy difícil comprender que una mujer sustituya al padre, y parece ser más complicado y más violento que sea la madre y no el padre quien da un paso en ese sentido.” Algo que Salafia no termina de justificar y en lo que dice no admitir como variable el machismo.
Amparado igualmente en su inexperiencia clínica, a Germán García tampoco le resulta del todo sencillo teorizar sobre las llamadas familias “homoparentales”. “En lo que a mí respecta, no he atendido a ningún hijo de padres gays o de madres lesbianas. Sí he escuchado casos de mujeres lesbianas que, bordeando los 40, empiezan a pensar que deberían tener hijos porque la edad después se los impide. Pero también las mujeres que andan con hombres se plantean a esa edad lo mismo. Sí me parece más equívoca la cuestión de tener hijos si nos vamos del lado de los hombres. No me parece que haya un deseo puro de parte de los hombres de ser padres sino que es un deseo que surge de una mezcla de identificaciones y de cómo el deseo de ser madre de una mujer los toca de una determinada manera. Yo he ironizado al respecto diciendo que las reivindicaciones de gays y lesbianas muestran la potencia que la familia occidental tiene todavía. Ellos reivindican un tipo de familia que está siendo abandonado por el resto de la población heterosexual, que no quiere saber nada con casarse y que insisten cada vez más en vivir cada uno en su casa. Hoy en día las mujeres que no tienen necesidades económicas lo piensan tres veces antes de irse a vivir con un hombre. En esas cosas pareciera que todavía somos muy conservadores en el siglo XXI.”
Pero ¿tiene algún sentido decir que las personas Glttbi han llegado tarde al reparto de migajas de una institución familiar que está en crisis desde hace décadas? ¿Ese supuesto anacronismo menoscaba en algún punto el derecho de esas personas a formar una familia? Para Raíces Montero, al psicoanálisis le hace falta aggiornarse. “Recién el año pasado, la Asociación Psicoanalítica Argentina sacó un libro, que es una porquería, sobre parejas homosexuales que se llama algo así como Neofamilias. ¿Neo de qué? ¡Como si los homosexuales no formáramos familias desde hace siglos! Eso te da la pauta de que están muy atrasados.” Un atraso que se corresponde con la demora en la aprobación de leyes en nuestro país que les otorguen a las minorías sexuales el derecho a casarse y tener hijos. “Si la idea es pensar qué distingue a una familia formada por un padre y una madre de otra formada por dos mamás o dos papás –en la medida en que ser padre o madre no tiene nada que ver con poseer determinados atributos físicos sino con cumplir determinadas funciones–, habría que decir que casi no hay diferencias. Eso lo dije en la última conferencia que di en la APA: ‘¿Ustedes me pueden garantizar que tuvieron papá y mamá? ¿Mamás con vaginas y papás con penes que hayan cumplido todas sus funciones?’. Porque no se trata de un señor y una señora, eso está claro. Y menos en una época como ésta, en la que como analista uno a veces atiende a señoras con pene y señores con vagina.”
Una pregunta que cabría hacerse es si el modelo familiar podrá, al transformarse, transformar el psicoanálisis. Y, más urgentemente, si no habría que esperar de parte de las instituciones psicoanalíticas una mayor predisposición para instalar en la sociedad estos temas de debate. Que la homosexualidad siga siendo motivo de prejuicios entre los propios psicoanalistas no deja de sorprender, sobre todo si se tiene en cuenta que si algo buscó Freud fue liberar las ataduras que durante siglos constriñeron nuestros cuerpos y sexualidades. Ese debería seguir siendo nuestro norte. En la cama, en la escuela, en la familia, en el diván, en todas partes.
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