El movimiento intersex comenzó hace casi veinte años atrás en Estados Unidos, cuando un grupo de desconocid*s comenzó a intercambiar cartas y llamadas de teléfono, a encontrarse y reunirse. L*s convocaba una cuestión común: tod*s ell*s habían sido sometid*s a tratamientos médico-quirúrgicos cuyo objetivo era “normalizar” la apariencia de sus genitales. Esos tratamientos habían tenido lugar en la primera infancia y se habían extendido, en algunos casos, durante años. No habían sido consentidos, en muchos casos no habían sido siquiera registrados en sus historias clínicas. Aquell*s activistas intersex habían tenido que reconstruir su biografía a partir de cicatrices que no lograban explicar, de sensaciones –o de falta de sensaciones– que l*s movieron a enfrentar el secreto que guardaban sus familias. El secreto de una cirugía o de varias, el secreto de un sexo asignado al nacer y luego cambiado por otro; el secreto que much*s debieron guardar por mandato familiar, al precio de la vergüenza y de la tristeza. Le pusieron un nombre a su secreto: lo llamaron mutilación.
Desde hace bastante más que medio siglo el nacimiento de una criatura cuyo cuerpo no encarna o bien el promedio masculino o bien el promedio femenino es considerado una emergencia médica –aunque lo único que esté en riesgo sea la diferencia sexual. Sólo un número muy pequeño de cuerpos intersex compromete de alguna manera la salud, y ese compromiso no se vincula con la “normalización” quirúrgica de los genitales. Si bien desde el año 2006 se ha reemplazado oficialmente el vocabulario de la intersexualidad por el de los trastornos del desarrollo sexual, el tratamiento que recibimos al nacer no se ha modificado en lo esencial. Peor aún: en algunos países del mundo la fobia a la diversidad corporal intersex se ha extendido hacia los controles prenatales y la recomendación de abortarnos.
Suele asociarse el carácter mutilatorio de las cirugías intersex con la obligación de asignar un sexo al nacer; sin embargo, así es como funciona la asignación de sexo en todos los nacimientos: sin pedirnos permiso. Se habla de mutilación, sobre todo, por los efectos muchas veces devastadores de las cirugías. Efectos a nivel de la sensibilidad carnal, pero también a nivel de la relación con el propio cuerpo, expropiado en nombre del género. Se habla también de mutilación porque las cirugías, al realizarse en los primeros años de vida, no son personalmente consentidas –lo cual mutila de manera irremediable nuestra autonomía decisional–. Se habla de mutilación porque las intervenciones de normalización genital no son médicamente necesarias, sino más bien imperativos culturales de género cumplidos a fuerza de bisturí.
Si bien se sigue identificando convencionalmente a la intersexualidad con el hermafroditismo mitológico (seres con dos sexos), la diversidad corporal intersex es muy amplia –y mucho más amplia si se considera que, a través de sus intervenciones, la medicina construye cuerpos otros. Cuando nos preguntan si nosotr*s somos l*s que tenemos dos sexos, la respuesta muchas veces es sí: somos l*s que tenemos el sexo con el que nacimos, y también otro, el que nos hicieron, el cortado y cosido, el que encarna la diferencia ética entre un cuerpo íntegro y uno mutilado. Hay personas intersex que no fueron intervenidas en la infancia, y quienes celebran políticamente el respeto de su derecho a decidir. Hay personas intersex que fueron intervenidas en aquel entonces de sus vidas y que están felices con los resultados –pero no existe en el mundo un movimiento de personas intersex que apoye los protocolos médicos actuales, ni que demande la realización de cirugías no consentidas como una buena práctica médica–. El movimiento intersex sostiene que las intervenciones destinadas a “normalizar” los cuerpos que varían respecto de la feminidad o la masculinidad típicas son violaciones a los derechos humanos y que, como tales, deben ser reconocidas, desmanteladas y resarcidas.
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