Hace falta abrigarse un poco para pasear por San Cristóbal de las Casas: la altura obliga. A más de 2000 metros, esta ciudad colonial se despierta con el olor inconfundible de las tortillas de maíz y los frijoles. Al asomarse al interior de las coloridas fachadas de las casas –azules, moradas, amarillas o verdes–, se descubren secretos patios repletos de columnas que esconden cafés, restaurantes, hoteles, artesanía o familias que descansan a la hora de la siesta. Basta un recorrido por sus pequeñas plazas adornadas siempre con un kiosco de música, por sus calles empedradas de memoria y su mercado de frutas para quedar atrapado en su atmósfera, mientras se aspira el perfume del café de olla que se escapa desde algunos patios abiertos. San Cristóbal, apellidada De las Casas en memoria del fraile dominico de nombre Bartolomé, es también hogar y punto de encuentro de indígenas, sobre todo tzotziles, que acuden a las faldas del barroco templo de Santo Domingo a vender sus mercancías.
EL CAÑON DEL SUMIDERO San Cristóbal es el lugar de los coletos, los descendientes de aquellos españoles que, tras fundar su capital en las proximidades del Cañón del Sumidero y agobiados por el excesivo calor, decidieron desplazarse hasta aquí. Allá dejaron recién estrenada la que pasó a llamarse Chiapa de los Indios, la actual Chiapa de Corzo. Y es precisamente desde este lugar que las barcas parten para recorrer el Cañón del Sumidero, el mismo que vio cómo esos “indios” prefirieron perder su vida abalanzándose al vacío del cañón desde una altura de 900 metros antes que verse sometidos.
En las aguas del río Grijalvo aún pueden contemplarse los últimos ejemplares de cocodrilo mexicano, que a pesar de estar en peligro de extinción en esta área han llegado a superar el centenar de ejemplares. Pelícanos, cormoranes, garzas y zopilotes son las aves más comunes entre las cada vez más estrechas paredes de piedra caliza del cañón, cuya vegetación va variando según la altitud.
La gestión de algunos de los lugares más visitados está en manos de los indígenas que ancestralmente han habitado estas zonas, como es el caso de Montebello, un maravilloso complejo de lagunas convertido en parque nacional a sólo 59 km de Comitán de Domínguez, muy cerca de la frontera con Guatemala. Los colores que reflejan sus aguas son producto de las corrientes internas, los lechos lacustres, las plantas que crecen en su seno y en los alrededores y el reflejo de la luz del sol en sus cristalinas aguas. Muy cerca, las cascadas del Chiflón forman una espesa cortina de agua que cae para llenar el cauce del río San Vicente, formando diferentes capas de fina lluvia.
ENIGMATICOS CHAMULAS El pueblo de San Juan Chamula, a apenas 10 kilómetros de San Cristóbal de las Casas, es un lugar extraño, mágico y oscuro, y uno de los más interesantes del estado de Chiapas. Sus ritos sincréticos no son un teatro organizado para turistas. Para los chamulas, indígenas mayas tzotziles orgullosos y guerreros, este lugar es el ombligo del mundo, una cicatriz en el valle donde construyeron la iglesia ribeteada de verde de San Juan Chamula.
En el interior del templo, el humo del copal se mezcla con los tenues rayos de sol que entran por las ventanas. Un murmullo cadencioso inunda la sala. Son las plegarias de los fieles, que permanecen arrodillados o sentados en un suelo desprovisto de bancos y tapizado por las verdes agujas del pino, el árbol sagrado. Los santos llevan sus espejos colgados al cuello y sus nombres están escritos sobre la urna de cristal: San Judas Tadeo, Antonio del Monte, Pablo Mayor, Pablo Menor, San Pedro Dueño de la Llave... todos dispuestos de espaldas al muro encalado. Hay velas sobre las mesas para dar las gracias por sanar el cuerpo, consecuencia de la sanación del alma. En el suelo el número de candelas de colores se multiplica, unas más altas, otras más chicas, éstas verdes, aquéllas amarillas... Nada está colocado al azar: el ilol, chamán sagrado para los chamulas, es quien decide el color, tamaño y colocación de las velas según la enfermedad que aflija al doliente, sea del cuerpo o del espíritu. Gruesas telas de colores penden del techo y al fondo, en el ábside, el altar aparece tan repleto de gente como el resto del recinto. No hay cruz ni Cristo que valga; aquí se venera a San Juan Bautista, y a él y a sus hermanos Sebastián y Pedro está dedicado este espacio sagrado. Los fieles recitan sus plegarias en voz alta y beben posh, el aguardiente de caña que sirve igual para curar heridas y para olvidar rencores. Una mujer sacrifica un pollo mientras su familia va colocando las restantes ofrendas: huevos y botellas de cola, el refresco con gas que mejor sabe expulsar a los malos espíritus mediante oportunos eructos. Un hombre se pasea con algo parecido a un acordeón y toca el Bolon Chón, una pieza cadenciosa y ceremonial que sólo se oye en la iglesia, y en cuya esencia se encuentran las sombras del jaguar y la serpiente. El aire está cargado de un simbolismo que no puede robarse con el simple disparo de una cámara fotográfica, máquina del diablo totalmente prohibida en este recinto.
A pocos kilómetros de Chamula se encuentra otro pequeño municipio de raíces indígenas, Zinacantan, donde los hombres visten de rosa sin tapujos, y llevan enganchados a sus ponchos flores de colores imposibles, imitando las que ellos mismos cultivan a millares en los invernaderos del pueblo. Un mar de plástico precede la entrada a una comunidad donde sus habitantes sonríen con frecuencia, tal vez por la influencia misma de las flores. Mientras, en los patios de las casas las mujeres tejen magníficos chales y mantas de colores. Hay muchos otros pueblos donde la población habla poco “castilla”. En los Altos de Chiapas se construyó una ciudad española, San Cristóbal, rodeada de enclaves indígenas de diferentes etnias que aún hoy hablan castellano con dificultad. Tzotziles, tzeztales, choles, tojolabales y lacandones comparten el estado y las raíces, pero no el idioma, lo que los mantiene aislados los unos de los otros, sin mezclarse entre ellos.
LA SELVA Dejando atrás la zona de los Altos, por la carretera que lleva a Palenque, la ropa empieza a sobrar, el clima se torna más cálido. Esta es la zona más selvática de la región, donde parte del EZLN aún espera a que se cumplan sus peticiones. En efecto, en la carretera se pueden ver todavía municipios, como San Miguel, que desafían abiertamente a la autoridad proclamando su adhesión a la guerrilla con carteles donde se puede leer “Donde el pueblo manda y el gobierno obedece”, surgido del “mandar obedeciendo” de las comunidades rebeldes.
Antes de llegar a Palenque las cataratas de Agua Azul merecen más que un alto en el camino, merecen incluso los dos tributos que hay que pagar por llegar hasta ellas, el legal y el furtivo, unos cuantos pesos que ayudarán a la comunidad que los cobra a no sentirse desplazada del reparto de riqueza que esas aguas generan cada día. Agua Azul es una de las maravillas naturales más admiradas de México, un conjunto de cascadas en terraza de intenso color añil, si las lluvias lo permiten, donde se combina el placer de la vista con el del cuerpo, que es tentado constantemente a probar la calidez de sus aguas con un chapuzón. Muchos viajeros hacen aquí una sabia interrupción de algunos días antes de continuar sus visitas arqueológicas al corazón de la selva.
ZONAS ARQUEOLOGICAS El pueblo de Palenque es una calle repleta de música estridente, tiendas y bares sin puertas. Pero lo que vienen a buscar los visitantes de esta ciudad calurosa y animada es el pasado más remoto, la historia, las huellas de una civilización que marcó el carácter de este pueblo. Hay que levantarse temprano para llegar a Bonampak, y una vez allí dejar el coche y encaramarse a un autobús algo desvencijado cortesía de los lacandones que gestionan la zona arqueológica. En este lugar selvático se encuentra la segunda mayor estela del mundo maya, con seis metros de altura representando el vuelo de Bonampak. Con todo, lo más impresionante de este recinto son las tres salas con pinturas murales que representan a la perfección escenas sobre costumbres del siglo VIII de nuestra era, en pleno apogeo de la cultura maya.
También internada en la jungla, a orillas del río Usumacinta, en un meandro con forma de herradura y rodeado de vegetación perennemente verde, se halla otra de las ciudades importantes de este período clásico maya, Yaxchilan, algo así como “Piedras verdes”. Para llegar hasta aquí es preciso navegar una hora por el río Usumacinta, el más importante de México y que marca la frontera con Guatemala. Encontramos mucha más historia en la zona arqueológica de Palenque, donde además de recorrer los diferentes edificios y pirámides que se construyeron durante el reino de Pakal y sus sucesores, con el majestuoso Templo de las Inscripciones a la cabeza, podemos visitar el Museo del Sitio o perdernos por los senderos que llevan al interior de la selva, para descubrir cascadas, puentes de bambú y lagos.
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